Cita con la muerte (3 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cita con la muerte
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Oyó fragmentos de conversación... Una conversación completamente normal.

—¿Qué os parece si vamos a las Cuadras de Salomón? ¿No será demasiado fatigoso para mamá? ¿El Muro de las Lamentaciones por la mañana? El Templo, por supuesto... Lo llaman la Mezquita de Omar... no sé por qué... Porque fue convertido en una mezquita musulmana, Lennox...

La charla típica de los turistas. No obstante, por alguna razón, Gerard tenía la extraña convicción de que todos esos fragmentos de diálogo que había captado al azar eran irreales. Eran una máscara, una tapadera para cubrir algo que se agitaba y arremolinaba bajo ellos, algo demasiado profundo y vago para convertirlo en palabras...

De nuevo se escudó detrás de Le Matin y dirigió una cautelosa mirada a los norteamericanos.

¿Lennox? Era el hermano mayor. Se advertía el mismo parecido familiar, pero había una diferencia. Lennox no estaba tan tenso. Gerard decidió que tenía un temperamento menos nervioso. Pero también en él había algo raro. A diferencia de los otros dos, no manifestaba ningún signo de tensión muscular. Estaba sentado con aire relajado, laso. Desconcertado, Gerard buscó entre sus recuerdos a los pacientes que había visto sentados así en las salas de los hospitales y pensó: "Está agotado. Sí, vencido por el sufrimiento. Esa mirada en sus ojos, la mirada de un perro herido o de un caballo enfermo... ese aguante bestial y mudo... Es curioso, físicamente no parece que le pase nada. Y sin embargo no hay duda de que últimamente ha soportado un gran sufrimiento, sufrimiento mental. Ahora ya no sufre, aguanta en silencio, esperando el próximo golpe... ¿Qué golpe? ¿Me estoy dejando llevar por la imaginación? No, ese hombre está esperando algo, está esperando que llegue el final. Así esperan los enfermos de cáncer, agradeciendo cualquier calmante que atenúe sus dolores...". Lennox Boynton se levantó y recogió un ovillo de lana que la vieja había dejado caer.

—Toma, mamá.

—Gracias.

¿Qué tejía aquella monumental e impasible mujer? Algo grueso y áspero. Gerard pensó: "Mitones para los habitantes de un asilo". Y sonrió ante su propia fantasía.

Dirigió su atención hacia el miembro más joven del grupo: la muchacha de cabello rojo dorado. Debía de tener unos diecinueve años. Su piel tenía la exquisita claridad que suele acompañar al cabello rojo. Aunque muy delgado, su rostro era bello. Estaba sentada sonriendo para sí misma... o al espacio. Había algo curioso en aquella sonrisa. Estaba muy lejos del Hotel Salomón, de Jerusalén. Al doctor Gerard le recordaba algo... De pronto, se acordó. Era la extraña y ultraterrena sonrisa de las doncellas de la Acrópolis de Atenas, algo lejano, encantador y un poco inhumano... La magia de su sonrisa, su exquisita fijeza, le hicieron sentir una punzada.

Y entonces, con cierto sobresalto, Gerard reparó en sus manos. Las tenía bajo la mesa, ocultas a la vista del grupo que la rodeaba, pero Gerard podía verlas claramente desde el lugar en el que estaba sentado. Sobre su regazo, destrozaban un pañuelito y lo convertían en finas tiras.

Esta visión hizo que se estremeciera. La vaga y lejana sonrisa... el cuerpo inmóvil... y las manos destructoras.

Capítulo IV

Sonó una lenta y asmática tos... Luego la monumental tejedora habló:

—Ginebra, estás cansada. Es mejor que te vayas a la cama.

La joven se sobresaltó; sus dedos interrumpieron su mecánica acción.

—No estoy cansada, mamá.

Gerard apreció la musicalidad de su voz. Tenía esa dulce y cantarina tonalidad que presta encanto a las más convencionales expresiones.

—Sí lo estás. Yo lo sé. No creo que mañana puedas salir a visitar nada.

—¡Sí que podré! Estoy perfectamente.

Con voz ronca, casi áspera, su madre replicó:

—No, no lo estás. Estás a punto de ponerte enferma.

—¡No, no!

La muchacha empezó a temblar violentamente. Una voz suave y serena intervino.

—Subiré contigo, Jinny.

La joven, de grandes y pensativos ojos grises y cabello oscuro, se puso en pie. La anciana señora Boynton dijo:

—No. Deja que vaya sola a su habitación.

La muchacha protestó:

—¡Quiero que Nadine venga conmigo!

—Claro que te acompañaré.

Dio un paso adelante.

—La niña prefiere ir sola, ¿verdad, Jinny? —dijo la vieja.

Hubo una pausa, que duró apenas un momento, y entonces Ginebra Boynton, con voz súbitamente apagada, dijo:

—Sí, prefiero ir sola. Gracias, Nadine.

Se alejó. Su alta y angular figura se movía con una gracia sorprendente.

El doctor Gerard bajó el periódico y miró a placer a la señora Boynton. Ésta observaba cómo su hija salía del comedor y en su rostro se percibía una peculiar sonrisa. Era una vaga caricatura de aquella otra, encantadora y etérea, que un momento antes había transfigurado el rostro de la muchacha.

Después, la vieja miró a Nadine, que había vuelto a sentarse. Ésta elevó los ojos y se encontró con los de su suegra. Su rostro permanecía impasible. La mirada de la vieja estaba cargada de malicia.

"¡Qué absurda tiranía!" —pensó el doctor Gerard.

De pronto, la mirada de la anciana cayó sobre él y le cortó la respiración. Eran unos ojos pequeños, negros y provocadores, de los cuales emanaba una especie de poder, una fuerza, una oleada de maldad. EI doctor Gerard sabía algo acerca del poder de la personalidad. Se daba cuenta de que no estaba frente a una inválida consentida y tiránica que buscaba satisfacer sus caprichos. Aquella anciana era una fuerza definida. En su mirada maligna halló cierta semejanza con la de una cobra. La señora Boynton podía ser vieja, inválida y víctima de la enfermedad; pero no estaba indefensa. Era una mujer que conocía el significado del poder, que lo había ejercido durante toda su vida y que jamás había dudado de su propia fuerza. El doctor Gerard había conocido una vez a una mujer que llevaba a cabo un peligrosísimo y espectacular número con tigres. Había visto cómo las enormes y escurridizas bestias se arrastraban hacia sus lugares y realizaban sus degradantes trucos. Los ojos y los gruñidos acallados de aquellos animales hablaban de odio, un odio fanático y amargo, pero todos ellos obedecían y se humillaban. Aquélla era una mujer joven, una mujer de una oscura y arrogante belleza, pero en sus ojos Gerard había visto la misma mirada.


Une dompteuse
[1]
—dijo el doctor Gerard para sus adentros.

Y entonces comprendió lo que la inofensiva charla familiar escondía. Era odio, un río turbulento de odio.

"¡Mucha gente me consideraría absurdo y fantasioso! —pensó el doctor Gerard—. ¡Estoy frente a una típica familia americana que se divierte en Palestina y me pongo a construir una historia de magia negra alrededor de ella!"

Miró con mayor interés a la joven a la que llamaban Nadine. Llevaba una alianza en la mano izquierda. Mientras Gerard la observaba, Nadine lanzó una rápida mirada al rubio y apático Lennox. Entonces se dio cuenta...

Aquellos dos eran marido y mujer, pero la mirada de ella era más la de una madre que la de una esposa, una mirada protectora y llena de ansiedad. Y se dio cuenta de algo más: de todos los que formaban aquel grupo, sólo Nadine Boynton era inmune al hechizo de su suegra. Podía sentir repugnancia por la anciana, pero no le tenía miedo. El poder no la tocaba. Era desgraciada, estaba profundamente preocupada por su marido, pero era libre.

El doctor Gerard se dijo:

—Todo esto es muy interesante.

Capítulo V

En medio de estas sombrías meditaciones, un soplo de vulgaridad vino a traer cierto alivio.

Un hombre entró en el comedor y al ver a los Boynton fue hacia ellos. Era un norteamericano de mediana edad y aspecto agradable del tipo más convencional. Vestía con elegancia, iba completamente afeitado y su voz era un tanto lenta y monótona.

—Les estaba buscando —dijo.

Meticulosamente, cambió apretones de manos con toda la familia.

—¿Cómo se encuentra usted, señora Boynton? ¿Cansada del viaje?

Casi cortesmente, la vieja replicó:

—No, gracias. Como ya sabe, mi salud nunca es buena.

—Desde luego... Es una lástima... una lástima.

—Pero tampoco me encuentro peor.

Y con una sonrisa de reptil, la mujer agregó:

—Nadine me cuida muy bien, ¿verdad, Nadine?

—Hago lo que puedo —su voz era totalmente inexpresiva.

—Estoy seguro de que lo hace —aseguró calurosamente el recién llegado—. Bien, Lennox, ¿qué le parece la ciudad del Rey David?

—No sé...

Lennox hablaba apáticamente, sin interés.

—Le ha decepcionado, ¿verdad? A mí al principio me ocurrió lo mismo. Será que todavía no ha salido usted mucho a pasear.

Carol Boynton explicó:

—No podemos salir mucho a causa de mamá.

Y la señora Boynton corroboró:

—Un par de horas de turismo cada día es todo lo que puedo resistir.

—Creo que es maravilloso que sea capaz de hacer todo lo que hace, señora Boynton —declaró con entusiasmo el americano.

La señora Boynton soltó una carcajada gutural.

—¡No es el cuerpo lo que importa, sino la mente...! Sí, la mente...

Su voz se apagó y Gerard notó que Raymond Boynton daba un respingo.

—¿Ha estado usted en el Muro de las Lamentaciones, señor Cope? —preguntó el joven.

—Desde luego. Fue uno de los primeros lugares que visité. Espero terminar de ver todo Jerusalén en un par de días más y ya he encargado a los de la agencia Cook que me preparen un itinerario para recorrer toda Tierra Santa: Belén, Nazaret, el Tiberíades, el mar de Galilea. Después visitaré Jerash, donde hay una ruinas romanas también muy interesantes. Y me encantaría echarle un vistazo a la Ciudad Rosa de Petra; según creo es un fenómeno natural sumamente notable. Queda un poco fuera de las rutas normales. Se necesita casi una semana para ir allí y volver y visitarla como es debido.

—¡Me gustaría ir! —dijo Carol—. ¡Suena estupendamente!

—De veras creo que vale la pena visitarla —el señor Cope hizo una pausa, dirigió una vacilante mirada a la señora Boynton y prosiguió con una voz que al francés le pareció claramente insegura—. Me encantaría que algunos de ustedes me acompañaran. Naturalmente, comprendo que usted no está en condiciones de hacer ese viaje, señora Boynton, y que alguien de su familia deseará quedarse a su lado, pero si estuviera dispuesta a dividir las fuerzas, por así decirlo...

Guardó silencio. Gerard escuchó el entrechocar de las agujas de tejer de la señora Boynton. La anciana replicó:

—No creo que ninguno de nosotros quiera separarse de los demás. Somos una familia muy unida —levantó la vista—. ¿Qué decís, niños?

Había un sospechoso tono en su voz. Las respuestas no se hicieron esperar.

—¡No, mamá!

—¡De ninguna manera!

—¡No, por supuesto que no!

Siempre con su peculiar sonrisa en los labios, la señora Boynton dijo:

—¿Lo ve? No quieren dejarme. ¿Y tú, Nadine? No has dicho nada.

—No, mamá. Gracias. No quiero ir, a menos que Lennox lo desee.

Lentamente, la señora Boynton volvió la cabeza hacia su hijo.

—¿Qué contestas, Lennox? ¿Por qué no vais tú y Nadine? Ella parece tener deseos de visitar ese lugar.

Lennox se sobresaltó y levantó la vista.

—No... no —tartamudeó—. Creo que es preferible que permanezcamos juntos.

Afablemente, el señor Cope comentó:

—¡Sí que son ustedes realmente una familia muy unida!

Pero en su afabilidad había algo que sonaba hueco y forzado.

—Somos muy reservados —dijo la señora Boynton y empezó a enrollar su ovillo—. Por cierto, Raymond, ¿quién era aquella joven que te habló hace un momento?

Raymond la miró nerviosamente. Enrojeció primero y palideció después.

—No... no sé cómo se llama. Viajaba en el tren... la otra noche.

La señora Boynton empezó lentamente a levantarse de su silla.

—No creo que nos interese relacionarnos con ella —dijo.

Nadine se levantó y ayudó a la anciana a salir de su sillón. Lo hizo con una profesional destreza que llamó la atención de Gerard.

—Es hora de acostarse —anunció la señora Boynton—. Buenas noches, señor Cope.

—Buenas noches, señora Boynton. Buenas noches, señora Lennox. Salieron formando una pequeña procesión. A ninguno de los jóvenes pareció ocurrírsele permanecer en el comedor.

El señor Cope los miró alejarse. La expresión de su rostro era de extrañeza. Como el doctor Gerard ya sabía por experiencia, los norteamericanos suelen ser muy sociables. No tienen la suspicacia del viajero británico. Para un hombre del tacto del doctor Gerard, trabar conocimiento con el señor Cope no presentaba excesivas dificultades. El americano estaba solo y, como la mayoría de sus compatriotas, dispuesto a ser amistoso. Su tarjeta de presentación precedió de nuevo al doctor Gerard.

—¡Sí, claro, el doctor Gerard! Usted estuvo en los Estados Unidos no hace mucho.

—El pasado otoño. Di unas conferencias en Harvard.

—Desde luego. Es usted uno de los nombres más distinguidos de la profesión médica. El primero de su país.

—Protesto, caballero. ¡Es usted demasiado amable!

—En absoluto. Es un enorme privilegio para mí el conocerle. Por cierto que en estos momentos se encuentran en Jerusalén varios personajes distinguidos. Usted, lord Weildon, sir Gabriel Steinmaum, el financiero. También el veterano arqueólogo inglés, sir Manders Stone. Y lady Westholme, una mujer de gran relieve en la política inglesa. ¡Y el famoso detective belga Hércules Poirot!

—¿El pequeño Hércules Poirot? ¿Está aquí?

—Leí en el periódico local que había llegado hacía poco. Parece como si el mundo entero se hubiese congregado en el Hotel Salomón. Un hotel excelente, y muy bien decorado.

Era indudable que Jefferson Cope estaba disfrutando. El doctor Gerard era un hombre que sabía ser simpático cuando le interesaba. Al cabo de un rato, se dirigieron juntos al bar.

Después de un par de whiskies con soda, Gerard preguntó:

—Dígame, ¿esa gente con la que estaba usted hablando es un ejemplo de la típica familia americana?

Jefferson Cope sorbía pensativo su bebida.

—Bueno, yo diría que no exactamente —dijo.

—¿No? Sin embargo, me pareció una familia muy unida.

—¿Quiere usted decir que todos parecen girar alrededor de la vieja? —murmuró Cope lentamente.

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