Cautiva de Gor (27 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Cautiva de Gor
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Puse una de las bayas en mi boca, teniendo cuidado de que los jugos no dejasen mancha en mis labios o en mi rostro

Qué inteligente era yo...

¡Qué agradable resultaba tener el hedor de los recintos tan lejos!

Me agaché para frotar mis tobillos y luego estiré mis piernas. Me dolían por haber pasado demasiado tiempo dentro de la carreta. Por otra parte, tenía el cuerpo entero dolorido, pues tan sólo unos pliegues de toldo se interponen entre los cuerpos de las esclavas y las tablas que forman el fondo de los carros Pero en aquellos momentos estaba fuera y, de no haber sido porque me encontraba unida a Ute, podía moverme con entera libertad.

Recordé la mañana en que dejamos Ko-ro-ba.

Nos habían despertado en las celdas mucho antes del amanecer. Se nos había obligado a cada una a comer un buen bol del caldo que nos daban a las esclavas. No volveríamos a comer hasta la noche. En el patio, iluminadas con antorchas, nos obligaron a cepillarnos hasta hacer desaparecer el hedor de los recintos. Luego nos permitieron subir a las carretas. Nos sentamos en el interior de éstas, cinco a cada lado, de manera aquí nuestros pies quedaban en el centro. Entonces cerraron la barra central de seguridad de cada carreta. A continuación subió al carro un guarda con diez juegos de cadenas y anillos para los tobillos sobre el hombro. Comenzando por la parte delantera de la carreta y acabando con la posterior, muchacha a muchacha, nos ató a la barra. Luego salió de la carreta y alzó la puerta trasera, corriendo los cerrojos y asegurándola. Entonces bajaron el toldo y lo ataron. Nos encontramos solas con nosotras mismas, en la oscuridad, encadenadas en la carreta.

—¡Hi! —gritó nuestro conductor, y notamos el traqueteo al ponernos en marcha.

Éramos mercancías con destino a Ar.

La caravana, carreta a carreta, emprendió el camino lentamente hacia la calle de Ko-ro-ba de la Puerta del Campo, que la puerta más al sur de la ciudad.

Pero no conseguimos movernos tan rápidamente como era muestra intención. Las calles, incluso a aquellas horas, estaban llenas de gente. Nos dimos cuenta de que había un ambiente festivo.

—¿Qué ocurre? —le pregunté a Inge.

—No lo sé.

Oímos a los conductores jurar y gritarle a la gente, pero no avanzábamos nada.

En realidad, también las otras carretas, las de los mercaderes y las de los campesinos, estaban bloqueadas en las calles.

Paso a paso, fuimos avanzando hacia la Calle de la Puerta del Campo y, finalmente, llegamos a ella.

Dentro de la carreta, con los toldos bajados, encadenadas, oíamos a la multitud.

Para entonces ya había luz natural y comenzaba a filtrarse a través del toldo. Podíamos vernos las unas a las otras con toda claridad.

Las muchachas estaban nerviosas.

A lo lejos oímos una música de trompetas, tambores y platillos. Nos miramos unas a otras apenas capaces de contenernos.

—Ponte a un lado y detén la carreta —dijo una voz desde fuera, con autoridad.

Nos hicimos a un lado de la amplia avenida.

Se oía mucho griterío.

—¡Es la captura de Marlenus! —gritó un hombre.

Mi corazón se detuvo.

Me di la vuelta arrodillada y retorciendo la cadena de mi tobillo, y empujé con los dedos el borde del toldo.

Las trompetas, los tambores y los platillos se oían bastante cerca. Levanté un trozo del toldo y espié a través del hueco.

Un cazador mayor, a lomos de un tharlarión monstruoso, sosteniendo una vara sobre la que se había colocado un penacho de pelo de pantera, encabezaba la comitiva. Sobre su cabeza, cubriéndole parcialmente el rostro, llevaba una caperuza confeccionada con la piel de la cabeza de una pantera del bosque. Alrededor de su cuello había varios collares hechos con garras. Cruzado sobre la espalda llevaba un carcaj con flechas. Un arco sin cuerda estaba atado a su silla. Se cubría con pieles, en su mayor parte de eslín y de panteras del bosque.

Detrás suyo iban los músicos, con sus trompetas, platillos y tambores. También ellos iban vestidos con pieles y llevaban puestas las cabezas de las panteras del bosque.

A continuación, situadas sobre carros tirados por pequeños tharlariones astados, había unas jaulas y trofeos de caza. En algunas de las jaulas, hechas con gruesas ramas peladas y entrecruzadas, había algunos ejemplares de eslín del bosque, que gruñían y enseñaban los dientes amenazadoramente. En otras podían verse las temibles panteras de los bosques del norte. De los mástiles en los que estaban los trofeos de caza colgaban las pieles y las cabezas de muchas bestias, en su mayoría panteras y eslines. En una jaula, alzando su poderosa cabeza de una manera inquieta, enroscada, se hallaba una enorme hith con cuernos, la serpiente más temida de Gor. Vivía sólo en algunas áreas de los bosques. Por lo que se veía, la cacería de Marlenus había sido muy variada. De tanto en tanto, entre las carretas, atados, vestidos con cortos faldones de lana, y con pesadas bandas de hierro claveteado alrededor del cuello, vigilados por cazadores, había esclavos, proscritos capturados por Marlenus y sus cazadores en el bosque. Tenían el pelo largo y de color negro. Algunos llevaban pesados cestos con frutas y nueces sobre los hombros o calabazas; otros llevaban cestos de mimbre con flores o pájaros del bosque de bellos colores, atados con cordel a sus muñecas. Las demás muchachas observaban excitadas, y todas ellas se habían colocado en la misma parte de la carreta que yo, amontonadas y alzando el toldo para así ver mejor.

—¿No os parecen atractivos los esclavos? —preguntó una de ellas.

—¡No tienes vergüenza! —la increpé yo.

—¡Quizás te cubran con una capucha y te apareen con uno de ellos! —me replicó.

La golpeé. Me sentía furiosa. No se me había ocurrido, pero lo que había dicho era cierto. Si le parecía bien a mi amo, podía, por supuesto, ser apareada, con la misma facilidad que un bosko o un eslín doméstico.

—¡Mirad a los cazadores! —suspiró Lana, con los ojos brillantes y los labios entreabiertos.

Justo en aquel mismo instante, uno de los cazadores encapuchados, un tipo grande y moreno, miró en nuestra dirección y sonrió al vernos a todas asomadas, espiando.

—Ojalá me cazase un hombre como ése —dijo Lana.

—Y a mí… —dijo Rena excitada.

Pasaban más carretas, más cazadores y esclavos. Qué orgullosos y satisfechos parecían los cazadores con sus animales y esclavos. Con qué grandeza caminaban. Qué valientes parecían, con aquellas pieles, tocados con las cabezas de panteras de los bosques y sus lanzas de caza. No llevaban ninguna carga. Precedían o dirigían a los que sí las llevaban, esclavos vestidos con unos faldones y adornados con collares, hombres de categoría inferior. Qué erguidos andaban los cazadores, qué espaldas más anchas tenían, qué directas eran sus miradas y qué altas sus cabezas, qué anchas, sus manos y amables sus miradas... ¡Eran amos! ¡Habían hecho esclavos incluso a hombres! ¿Qué podía ser una simple mujer en sus manos? Los detestaba. ¡Los detestaba!

—Ute —dijo Inge—, ¿Te gustaría un amo como éstos?

—Soy una esclava —dijo Ute—. Intentaría servirle bien.

—¿Qué piensas tú, El-in-or?

—Los detesto —le contesté.

—Tú servirás a uno de ésos bien. Él se encargaría de ello.

No contesté.

Inge seguía mirando hacia fuera a través de la ranura que quedaba entre el toldo y la madera.

—Quiero ser poseída —dijo—, quiero ser poseída.

—Eres de los escribas —le susurré.

Me miró.

—Soy una esclava. Y también lo eres tú. Esclava.

La golpeé, pero ella me cogió del pelo y tiró de él hasta que mi cabeza llegó a la lona que cubría el suelo. Yo no podía alcanzar el suyo ni librar mi cabello de sus puños. Estaba indefensa y tuve que soportar lo que me hizo.

—¿Quién es la más esclava de la carreta? —retó Inge.

Yo sollocé, tratando de librarme de sus puños.

—¿Quién es la más esclava de la carreta? —repitió Inge enfadada. Me retorció el pelo y lo hizo con tanta fuerza que me hizo volver la cabeza. Yo estaba echada entre las otras muchachas, encadenada. Inge estaba de rodillas—. ¿Quién es la más esclava de la carreta? — insistió, mientras retorcía una y otra vez mi cabello.

—El-in-or —susurré—. ¡El-in-or!

—Oigamos todas quién es la más esclava de la carreta —dijo Inge.

—¡El-in-or! —grité yo, llorando por el dolor—. ¡El-in-or!

Cuando me soltó me separé de ella cuanto pude. No quería luchar con ella. La miré. Vi el triunfo en sus ojos. Cada uno de los músculos de su cuerpo parecía estar vivo. Supe entonces que ella llevaba esperando mucho tiempo para tener una ocasión como aquélla. Sólo le faltaba un pretexto para luchar conmigo.

No podría volver a abusar de Inge.

—¡Lucha conmigo! —retó.

—No. No.

Me creía más fuerte que Inge, pero acababa de darme cuenta de que no lo era. Yo la había golpeado, pues creía que podía hacerlo impunemente. Pero entonces ella había demostrado ser superior a mí de una manera repentina, cruel y decisiva. La miré. Aquellos ojos brillantes, aquel cuerpo lleno de energía, aquella impaciencia por luchar... Bajé los ojos y la cabeza. Los días en que yo había despreciado y abusado de Inge tocaban a su fin. Me di cuenta de pronto de que tenía miedo de ella. Había creído siempre que estaba en superioridad de condiciones a la hora de luchar y que podría derrotarla si llegaba la ocasión, pero acababa de comprender que era Inge quien vencería si aceptaba su reto. Deseé que, al menos, ella no abusase de mí, ni me mortificase. Casi inmediatamente noté el cambio de liderazgo en la carreta, entre las muchachas. Yo ya no estaba colocada tan en lo alto como antes e Inge se había situado por encima mío. Advertí que miraban a Inge con un nuevo respeto y que, a partir de ese momento, yo, que había sido quien menospreciaba y atacaba, apenas si obtendría algo de respeto de todas ellas.

Aquello me enfureció.

Entonces oímos más música fuera, como si se acercasen más músicos hacia el final del desfile.

Una de las muchachas que estaban sentadas en el lado de la carreta se escurrió entre Ute y yo.

—Sal de aquí —le dije, al tiempo que le daba un golpe.

—Cállate —respondió ella.

—¡Mirad! —gritó Ute.

Se oyó, fuera, el restallar de un látigo.

La multitud lanzó un gran grito.

Me apreté más contra la abertura, para mirar hacia fuera. Estaban pasando más carretas con eslines y panteras, cazadores y esclavos.

Entonces volví a oír el golpe del látigo.

La gente volvió a gritar.

—¡Mirad! —gritó Inge.

Entonces lo vi.

Estaba pasando una carreta flanqueada por cazadores y esclavos, que llevaban sus cargas de fruta, flores, canastos y nueces. Sobre ella se habían instalado unos postes para sujetar los trofeos de caza. Estaba formado por varias ramas peladas dispuestas de manera que se entrecruzaban y se ataban en esos puntos. Eran como los anteriores, de los que se habían colgado pieles de eslín y de pantera. Pero, atada a los postes para los trofeos, sola en lo alto de aquella carreta, había una persona. Era una muchacha. Le habían atado las muñecas a la espalda, la habían desnudado, dejándole tan sólo algunas pieles alrededor del cuello, y atado su pelo a una de las ramas para así mantenerla en su sitio y habían dejado sus armas, rotas, a sus pies. Era una mujer pantera. La reconocí. Se trataba de una de las muchachas del grupo de Verna.

Grité de alegría.

Fue la primera de cinco carretas. En cada una de ellas, dispuestas de idéntica manera había una muchacha pantera, cada una más bella que la anterior.

Los hombres gritaban. Las mujeres lanzaban improperios y gritaban su odio por las mujeres pantera. Los niños también chillaban y les lanzaban guijarros. Había esclavas entre la multitud que se abrían paso hasta las carretas para golpearlas con palos o para escupirles. Aquella gente odiaba a las mujeres pantera. Yo también deseaba golpearlas y escupirles. De vez en cuando los guardas hacían restallar el látigo aterrorizando a las esclavas, que conocían bien aquel sonido, para apartarlas de las carretas y así poder avanzar, pero ellas se reunían de nuevo y se apretujaban alrededor de la siguiente carreta, para acabar siendo apartadas del mismo modo. Finalmente se quedaron fuera del alcance del látigo, pero escupían hacia las carretas y gritaban su odio por las mujeres pantera.

—Las esclavas son tan crueles —dijo Ute.

—¡Mirad! —gritó Inge.

Volvimos a oír el restallar de látigos, pero esta vez las tiras de cuero dieron sobre la espalda de unas muchachas.

—¡Mirad! —gritó Lana complacida.

Vimos llegar a un cazador que llevaba en la mano cinco tiras largas de cuero, arrastrando detrás suyo a cinco muchachas pantera. Llevaban las muñecas atadas delante de sus cuerpos. La misma correa que ataba fuertemente sus muñecas, era la que quedaba sujeta en el puño del cazador. Al igual que las muchachas que iban sobre las carretas con el pelo sujeto a las ramas, éstas estaban desnudas y habían atado las pieles con las que habitualmente se cubrían a sus cuellos.

Tras ellas iba otro cazador con un látigo. En ocasiones las azotaba para que anduviesen más aprisa.

Vi caer el látigo sobre la espalda de la chica rubia, la que sostuvo mi correa en el bosque, la que había sido tan cruel conmigo. La oí llorar y la vi tropezar y casi caer hacia delante, sufriendo, maniatada. Me reí.

Detrás de este primer grupo de cinco esclavas llegaba otro, con su correspondiente cazador arrastrando a sus bellas cautivas, y otro que las azotaba de vez en cuando.

Me sentí muy complacida. ¡Toda la banda de Verna había sido capturada!

Luego se produjo un gran chillido, y me eché aún más hacia delante en la carreta para conseguir ver alguna cosa.

De pronto, la multitud quedó en silencio.

Se acercaba una carreta. Podía oír el sonido de sus ruedas sobre las piedras aunque no la veía.

Era Verna.

¡La bella y bárbara Verna!

No le habían quitado nada a excepción de las armas. Todavía llevaba puestas sus cortas pieles, y sobre los brazos y alrededor del cuello adornos dorados.

Pero iba en una jaula.

Su jaula, montada sobre la carreta, no era de ramas, sino de acero. Era de forma circular, la parte inferior era plana y la superior algo abovedada. No mediría más de un metro de un diámetro.

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