Authors: John Norman
Durante aquellos días, dado que nuestra preparación llegaba a su final, me olvidé tanto de Haakon de Skjern como de Rask de Treve. Se decía que finalmente había sido posible alejar a Rask de Treve de los alrededores de Ko-ro-ba y de las iras de sus gentes. Algunos de los tarnsmanes de Ko-ro-ba se jactaban de haberle conducido fuera de las tierras del estado, pero otros, como supe por los guardas, simplemente se mantenían en silencio. Fuera como fuese, parecía que Rask de Treve y su banda de jinetes habían salido de las tierras de las Torres de la Mañana. Los campos de Sa-Tarna maduraban en medio de su belleza amarilla y las caravanas circulaban con seguridad. Los cielos permanecían limpios del tronar y los gritos de los tarns de Treve, y de los gritos de guerra de sus guerreros portadores de lanzas. Según se contaba, se hallaba ahora en otras latitudes buscando más oro y otras mujeres. Al parecer, Haakon de Skjern seguía en Ko-ro-ba. Skjern es una isla en Thassa, muy distante de Ko-ro-ba. Se hallaba al oeste de la desértica y montañosa Torvaldsland, notablemente por encima de la amplia franja verde de los bosques del norte. Los nombres de Skjern rara vez se aventuraban tan al sur, o tan tierra adentro como Ko-ro-ba. Haakon, con sus tarnsmanes, parecía haber llegado a la ciudad en son de paz. Pagaron su entrada en ella asegurando necesitar provisiones para sus próximos negocios. Sus armas, dado que eran un gran grupo de guerreros procedentes de un estado lejano, fueron retenidas en la gran puerta, para serles devueltas en el momento de su partida. Siguiendo las normas de la ciudad, las vainas de las espadas de Haakon de Skjern y sus hombres estarían vacías. ¿Qué se podía temer de un Haakon de Skjern que llevaba una vaina vacía? Yo no acertaba a entender el malestar de Targo y de algunos de sus hombres. Haakon había realizado negocios con ellos y quizá desease hacerlo de nuevo. A lo mejor ni tan siquiera sabía que estábamos en Ko-ro-ba. Además, corrían rumores de que él permanecería en Ko-ro-ba bastantes días más que nosotros, y que entonces volaría hacia el norte, para regresar a Laura. Por otra parte, en Ko-ro-ba Targo había adquirido varias muchachas y guardas nuevos, y su caravana, que se dirigiría hacia el sudeste, sería una caravana importante, una que no podría ser puesta en peligro fácilmente por cuarenta o cincuenta tarnsmanes. Al mismo tiempo, no parecía haber nada alarmante en la forma en que Haakon pasaba el tiempo en Ko-ro-ba. Parecía verdaderamente que estuviese encargándose de conseguir provisiones, y sus hombres, en sus ratos libres, jugaban y bebían en las tabernas y las posadas de la ciudad, haciendo amistad con hombres aquí y allí, otros tarnsmanes procedentes de otras ciudades y que también se hallaban dentro de los muros de la ciudad por coincidencia. No había nada que temer en Haakon de Skjern y sus hombres.
—Salid —dijo el guarda girando la llave dentro del pesado cerrojo y haciendo balancearse hacia atrás la puerta de la jaula.
Al cabo de unos minutos me encontraba arrodillada, desnuda, sobre la plataforma de madera de la amplia estancia en los recintos públicos de Ko-ro-ba, llena de alegría. En aquella ocasión no hube de ser atada de pies y manos ni ser sujetada por los guardas.
Eché la cabeza hacia atrás y el curtidor alargó la mano hacia mi rostro.
El instrumento que blandía era como un par de largos alicates. Insertó la punta en el aro de acero y luego, con las dos manos, tirando de los extremos de los alicates hacia afuera, abrió el instrumento despacio, con cuidado y separó los extremos del anillo. A continuación, con los dedos, lo retiró de la nariz, dejándolo caer sobre la plataforma.
Corrí dichosa desde la plataforma hasta la pared. Palpé mi rostro y reí. ¡Ya no llevaba puesto aquel odiado anillo!
—El-in-or —dijo Targo.
Me arrodillé inmediatamente.
—Eres muy bonita cuando estás contenta.
Me sonrojé y bajé los ojos.
—Gracias, amo —susurré.
Ute llegó hasta la pared. También estaba libre del anillo. Quería que me abrazase y me besase. ¡Me sentía tan contenta!
—Ute, estoy muy contenta.
—Me alegro —contestó, y se dio media vuelta.
Me sentí herida. Cuando Inge llegó hasta donde me hallaba, junto a la pared, la miré. Era mi amiga.
—Inge, ¡estoy contenta!
Pero también ella me dio la espalda y fue a arrodillarse junto a Ute.
Me sentí sola, terriblemente sola.
Cuando Lana llegó a la pared, me acerqué a ella, tímidamente. Alargué la mano para tocarla.
—Quiero ser tu amiga —le dije.
—Pues entérate de cuándo salimos para Ar.
—Podrían azotarme —susurré.
—No. Le gustas a Targo. No te hará azotar.
—Por favor, Lana.
Ella miró hacia otra parte.
—Lo intentaré —musité.
Me acerqué hasta Targo, temblando, y me arrodillé frente a él, a sus pies, con la cabeza agachada, tocando el suelo.
—¿Tiene permiso la esclava para hablar? —pregunté.
—Sí.
Pero yo no podía articular palabra de lo asustada que estaba.
—Habla.
—¿Cuándo —pregunté en un susurro, aterrorizada—, cuándo saldremos para Ar, amo?
Se produjo un silencio.
—La curiosidad está reñida con las kajiras —replicó en un tono poco amistoso.
Comencé a llorar.
Crucé las muñecas y tendí los brazos hacia delante, agachando aún más la cabeza, hasta tocar el suelo. Dejé toda mi espalda a su alcance. Ésa es la postura de sumisión de una esclava que va a ser castigada. Se le llama Arrodillarse para el Látigo. Mi cuerpo temblaba visiblemente a sus pies. Me quedé esperando a que llamase a un guarda, para que trajese el látigo.
—El-in-or —dijo Targo.
Miré hacia él.
—Se dará de comer a las esclavas antes del amanecer. Y luego, saldremos de Ko-ro-ba hacia Ar.
—Gracias, amo.
Él sonrió, dejándome ir.
Me puse en pie de un salto y fui corriendo junto a Lana.
—Saldremos mañana al amanecer.
Alargué la mano para tocar su brazo y ella me permitió hacerlo.
—Quiero ser tu amiga —le dije.
—De acuerdo.
—Soy tu amiga —decidí yo—. ¿Y tú? ¿Eres mi amiga?
—Sí, soy tu amiga.
—Eres la única amiga que tengo —le dije. Me sentía muy sola.
—Es verdad —dijo Lana.
Qué triste resultaba el no tener más que una amiga. Pero al menos tenía una, alguien a quien le gustaba, alguien con quien podía hablar, alguien en quien confiar y a quien hacerle confidencias.
—Esta noche —dijo Lana— si te dan un pastel, tienes que dármelo a mí.
—¿Por qué?
—Porque somos amigas.
—No quiero hacerlo.
—Si realmente deseas ser mi amiga, tendrás que complacerme.
No respondí.
—Muy bien —dijo, mirando en otra dirección.
—Por favor, Lana.
No me miró.
—Te daré el pastel —le dije.
Aquella noche me costó mucho dormirme. Ute, Inge y Lana dormían profundamente. Yo yacía echada sobre la paja, despierta. Miraba las placas de acero que había sobre mí y en las que se reflejaba el brillo de una antorcha colgada en el exterior de la jaula, sobre un soporte sujeto a la pared del otro lado del pasillo
No disfruté de la comida de la noche. Lana, efectivamente, tomó de mi plato el pastelillo que yo le había prometido.
Y cuando intenté robar el de Rena de Lydius, sin que ella me viese, la mano de Ute se cerró sobre mi muñeca. Su mirada de reproche se fijó sobre mí. Solté el pastel. Y Ute y yo seguimos comiendo de nuestros platos. ¡Aquella noche me había quedado sin pastelillo! Estaba enfadada.
Odiaba a Ute, que era vanidosa, fea y estúpida.
Y también a Inge, porque era delgaducha, poco agraciada y también estúpida.
Y odiaba a Lana, aunque era mi amiga. En realidad no la consideraba muy amiga mía.
Esperaba ser vendida por un precio mucho más alto que el de todas ellas. ¡Aquello sería una buena lección!
Me puse de rodillas en la celda y miré mi sombra sobre la pared negra, proyectada por la antorcha del otro lado del pasillo. Me sabía hermosa. Me pregunté qué pagaría un hombre por poseerme. Me pregunté cuánto ofrecerían por mí en Ar, cuando me colocasen desnuda frente a los compradores.
La imagen de Verna, la muchacha proscrita, cruzó por mi mente. ¡Me había capturado y me había vendido por cien puntas de flecha!
Quizá Marlenus, el hombre que la había capturado, tuviese pensado subastarla en Ar... ¡Quizás la vendiese por cien puntas de flecha!
¡Pero por mí pagarían oro, mucho oro!
Miré, a mi alrededor, los cuerpos sobre la paja. Eran esclavas, eran cuerpos de esclavas. Las odiaba ¡Quería librarme de ellas! Yo no necesitaba amigas. Como mejor me encontraba era sin ellas.
Recordé a Verna y a las muchachas pantera, bailando en el círculo. Me acordé de ellas, de cuando no pudiendo contenerse más, se echaron sobre la hierba, retorciéndose de deseo no satisfecho, incluso la orgullosa y arrogante Verna.
Eran todas débiles.
Yo era dura y fuerte. Era Elinor Brinton. Una esclava, una esclava de verdad y yo lo sabía, pero no era débil. Era dura y fuerte. Estaba dispuesta a esclavizar a algún hombre y explotarlo. Yo lo conquistaría.
En aquel momento, satisfecha conmigo misma, comencé a quedarme dormida. Por alguna razón, mis pensamientos retrocedieron en el tiempo hasta el momento en que Soron de Ar, el mercader de esclavas, recorrió los recintos acompañado por Targo.
—Cómprame, amo —le había dicho yo obligada por las circunstancias.
—No —fue su respuesta.
Me retorcí sobre la paja, contrariada. Luego me quedé quieta, mirando las planchas de acero del techo.
No había adquirido ninguna muchacha.
Aquel hecho me parecía extraño, aunque no era lo que me molestaba mientras seguía echada allí.
Lo peor era lo ofendida que me había sentido.
A mí tan sólo me había respondido un seco
«No»
.
Creo que de entre todos los hombres, en aquellos momentos, al que más odiaba era a Soron de Ar. Su manera de observarme, mientras yo estaba desnuda, indefensa, tras los barrotes, sobre la paja de la jaula de esclavas, para que él me mirase si le apetecía hacerlo. ¡Cuánto le odiaba! ¡Cuánto odiaba a los hombres! Y sobre todo, ¡cuánto odiaba a Soron de Ar!
Me quedé dormida.
Tuve un sueño extraño, y di muchas vueltas y hablé, echada sobre la paja. Soñé que había escapado, y que estaba libre. Andaba y corría sobre la alta hierba de un campo goreano. ¡Qué feliz me hallaba al estar libre!
Y, de pronto me volví, y por detrás mío, a unos metros de distancia, de pie, en silencio, alto, vistiendo sus ropas azules y amarillas de mercader de esclavas, todavía parcialmente cubierto con una caperuza y la cinta de cuero sobre el ojo, descubrí a Soron de Ar.
Huí corriendo.
Pero entonces pareció que se hallaba delante mío. Di la vuelta y corrí de nuevo hacia donde había estado antes y luego hacia la izquierda y luego hacia la derecha, pero cada vez, cuando creía que había huido, descubría su alta figura de pie sobre la hierba.
Estaba desnuda.
Corrí y corrí.
Y luego me volví una vez más.
De nuevo él estaba allí, a unos metros de distancia, en silencio y de pie. Estábamos solos en medio de las altas hierbas del campo.
—Cómprame, amo —le dije, pero no me arrodillé.
—No —repuso él.
—¡Cómprame! —supliqué—. ¡Cómprame!
—No.
Entonces vi en su mano, dobladas, varias tiras delgadas de cuero trenzado.
Grité y eché a correr. Las tiras de cuero cayeron sobre mí repentinamente y me sujetaron con fuerza, apretando mis brazos a ambos lados de mi cuerpo.
Grité.
—Cállate —gritó Lana, sacudiéndome sobre la paja—, cállate.
Me desperté gritando. Entonces vi a Lana, la paja, la antorcha colgada al otro lado de los barrotes, en la pared frente a la jaula. Ute se había puesto de rodillas y se apoyaba con las manos en el suelo. Inge estaba medio echada, recostada sobre un hombro. Las dos me miraban. Luego ambas volvieron a echarse, adormiladas sobre la paja.
Busqué la mano de Lana, aterrorizada.
—Lana —supliqué.
—Duérmete —dijo ella, y se echó sobre la paja.
Me arrastré hasta Ute.
—Ute —supliqué—, por favor Ute, abrázame.
—Duérmete.
—¡Por favor! ¡Por favor!
Me dio un beso y pasó uno de sus brazos alrededor de mis hombros. Apreté la cabeza contra su hombro.
—¡Oh, Ute! —lloré.
—Sólo es un sueño. Vamos a sentarnos un rato, y luego volveremos a acostarnos.
Poco después nos acostamos, la una junto a la otra y, cogida de su mano, besándosela, me quedé dormida.
¡Qué agradable era estar fuera de la carreta!
De pie en la hierba, a pleno sol, me desperecé y reí.
Llevaba puesto mi camisk nuevo y me sentía muy satisfecha.
Me lo había cosido en la carreta, el primer día que pasamos fuera de Ko-ro-ba. Mi viejo camisk había ardido en una hoguera cerca del campamento de Targo, hacía tiempo.
Era un día de principios de verano, el segundo día de En'Var. En la cronología de Ar, la ciudad a la que nos dirigíamos, estábamos en el año 10.121.
Notaba la hierba que rozaba mis piernas, el sol sobre mi rostro, mis brazos, mis piernas, y la tierra cálida, llena de raíces nuevas, bajo mis pies.
Levanté el rostro hacia el cielo y cerré los ojos, dejando que su calidez y su luz bañasen mi rostro y mis párpados.
Sentí el tirón de una correa en la garganta y abrí los ojos. Ute y yo estábamos unidas por una larga correa de cuero que iba de su cuello al mío. Estábamos recogiendo bayas.
Ute me daba la espalda y el guarda también. Él, adormilado, estaba apoyado en su lanza. Nos hallábamos aproximadamente a un pasang de la caravana. Con ponerme de puntillas sobre la hierba en la poco elevada colina en la que estábamos recogiendo bayas, podía ver la forma cuadrada de la parte de arriba de las carretas, con sus toldos azules y amarillos.
Hacía nueve días que habíamos salido de Ko-ro-ba.
Pasarían semanas antes de que pudiéramos llegar a Ar, donde seríamos vendidas.
Me sentía especialmente feliz con el día de verano y aquellas brisas. Subrepticiamente, cogiendo bayas aquí y allí, me acerqué más a Ute.
Ni ella ni el guarda estaban de cara a mí.
Metí la mano rápidamente en su cubo de cuero y cogí puñado de bayas que puse en el mío. Ni ella ni el guarda se dieron cuenta. Ambos eran estúpidos.