Authors: John Norman
En esas gabarras que se movían río arriba, pude ver muchos embalajes y muchas cajas que seguramente contenían productos como metal, herramientas y tejidos. Corriente abajo pude ver otras barcazas que movían otras mercancías de la parte interior del río. Llevaban barriles de pescado, tablones, barriles de sal, gran cantidad de piedras y paquetes de pieles. En algunas distinguí jaulas para esclavos vacías, que no eran diferentes de aquella en la que yo me encontraba. Vi tan sólo una jaula de esclavos circulando río abajo. En su interior había unos cuatro o cinco esclavos desnudos. Parecían abatidos, apretujados allí dentro. Extrañamente, les habían afeitado una ancha franja de pelo de la cabeza. Lana vio esto y lanzó un grito y les llamó desde el otro lado del agua. Los hombres ni tan siquiera nos miraron, y su barcaza siguió moviéndose lentamente hacia Laura.
Miré a Ute.
—Eso significa que son hombres que fueron capturados por mujeres —dijo ella—. Mira —prosiguió, señalando hacia las colinas y los bosques al norte de Laura—. Aquéllos son los grandes bosques. Nadie sabe hasta dónde se extienden. Por el este, y por el norte llegan hasta Torvaldsland. En ellos están las gentes del bosque, pero también muchas bandas de proscritos, algunas de mujeres y otras de hombres.
—¿Mujeres? —pregunté.
—Algunos las llaman las muchachas del bosque —dijo Ute—. Otros las llaman las mujeres pantera, puesto que se visten con los dientes y las pieles de las panteras del bosque, a las que dan muerte con sus lanzas y sus arcos.
La miré.
—Viven en los bosques sin hombres —explicó—, conservando a los que capturan, y luego los venden cuando se cansan de ellos. Les afeitan la cabeza de esa manera para humillarles. Y esa es también la manera en que los venden, para que todo el mundo sepa que fueron esclavos de mujeres, que luego los vendieron.
—¿Quiénes son esas mujeres? —pregunté—. ¿De dónde son?
—Algunas de ellas fueron sin duda esclavas antes. Otras fueron mujeres libres. Tal vez no les interesaban las uniones, las parejas elegidas para ellas por sus padres. Tal vez no estaban de acuerdo con las normas establecidas en sus ciudades para las mujeres libres. ¿Quién sabe? En muchas ciudades una mujer libre no puede ni siquiera salir de casa sin el permiso del hombre que la custodia o de algún hombre miembro de su familia. En muchas ciudades, una esclava tiene más libertad para ir o venir y para ser feliz que una mujer libre.
Miré fuera de la jaula, a través de los barrotes. Alcancé a distinguir, con bastante claridad, los edificios de madera de Laura. El agua humedecía los lomos de los dos tharlariones que tiraban de la gabarra y los hacía brillar.
—No estés tan triste y deprimida El-in-or —dijo Ute—. Cuando lleves un collar y tengas un amo, te sentirás más feliz.
La miré con rabia.
—Yo nunca llevaré un collar ni seré la esclava de nadie —siseé.
Ute sonrió.
—Quieres un collar y un amo— insistió.
¡Pobre Ute! ¡Qué estúpida! ¡Yo sería libre! ¡Regresaría a la Tierra! ¡Volvería a ser rica y poderosa! ¡Tendría sirvientes! ¡Tendría otro Maserati!
Intenté contenerme.
—¿Has sido feliz alguna vez con un amo? —le pregunté áridamente.
—¡Oh sí! —dijo Ute feliz. Le brillaron los ojos.
Fijé mi mirada en ella, molesta.
—¿Qué ocurrió? —le pregunté.
Ella bajó la cabeza.
—Traté de doblegarle a mi voluntad —respondió— Me vendió.
Miré hacia otro sitio, a través de los barrotes. La niebla había desaparecido. El sol de la mañana brillaba sobre las aguas del río.
—En cada mujer —dijo Ute—, hay una Compañera Libre y una esclava. La Compañera Libre busca a su compañero, y la esclava busca a su dueño.
—Eso es absurdo —respondí yo.
—¿Acaso no eres una mujer?
—Por supuesto que sí.
—Entonces, ¿qué tipo de hombre podría poseerte a ti?
—¡Ningún hombre podría hacerlo! —le contesté.
—En tus sueños, ¿qué tipo de hombre es el que te toca, te rapta, el que te lleva a su fortaleza, el que te obliga a cumplir sus órdenes?
Recordé cómo, fuera del ático, mientras corría hacia el garaje, me había mirado un hombre y no había apartado los ojos de mí; y cómo, a pesar de ir corriendo, marcada, asustada y desvalida, me había sentido, por primera vez en mi vida, vulnerable y radicalmente mujer. Me acordé también de cómo, en el bungalow, al examinar la marca en mi muslo, con el collar puesto alrededor del cuello, me había sentido brevemente sin poderlo remediar, poseída, cautiva, propiedad de otros. Pensé también en la breve fantasía que había recorrido mi mente y en la que me había imaginado a mí misma, marcada como estaba, desnuda, y en los brazos de un bárbaro. Me había estremecido, asustada. Nunca antes había tenido yo aquel sentimiento. Recordé que había sentido curiosidad por saber cómo serían las caricias de un hombre. ¿Quizás las de un amo? No podía librar mi mente de la breve sensación que había tenido. Había vuelto a acudir a mi pensamiento de vez en cuando, particularmente por la noche en la carreta. Una vez me hizo sentirme tan sola e inquieta, que se me saltaron las lágrimas. Había oído llorar a otras chicas en la carreta en dos ocasiones. Una de las veces oí a Ute.
—Yo no tengo sueños de ésos —le dije.
—¡Oh!
—El-in-or es un pez de sangre fría —intervino rápidamente Lana.
Quise fulminarla con la mirada, pero se me llenaron los ojos de lágrimas.
—No —dijo Ute— El-in-or sencillamente duerme.
Lana devolvió la mirada, desde el otro extremo de la jaula.
—El-in-or quiere un amo —dijo.
—¡No! — grité, llorando —¡No! ¡No!
Las muchachas, excepto Ute, pero incluyendo a Inge, se pusieron a reír y a gritar, haciéndome burla e imitándome, y repitieron a coro:
—¡El-in-or quiere un amo! ¡El-in-or quiere un amo!
—¡No! —grité, y les di la espalda, a la vez que apoyaba el rostro contra los barrotes.
Ute me rodeó con sus brazos.
—No hagáis llorar a El-in-or —dijo reprendiendo a las demás.
Las odiaba a todas, incluso a Ute. No eran más que esclavas, ¡eso es lo que eran!
—¡Mirad! —gritó Inge, señalando hacia arriba.
Muy a lo lejos, a través del cielo, y al este de Laura siguiendo la línea del bosque, se acercaba un grupo de tarnsmanes. Quizás fueran unos cuarenta, montados sobre los grandes y feroces pájaros ensillados de Gor. Los hombres parecían pequeños a lomos de aquellos enormes animales. Llevaban lanzas y cascos. Sus escudos colgaban del lado derecho de las sillas.
Las muchachas, aterrorizadas, se apretaron contra los barrotes de la jaula, dando gritos y señalándolos.
Estaban muy lejos, pero incluso a distancia me sentí asustada. Me pregunté qué clase de hombres serían aquellos que podían dominar semejantes monstruos alados. Estaba aterrorizada. Me eché hacia atrás y me estremecí.
Targo apareció sobre la gabarra y, protegiéndose los ojos id temprano sol de la mañana, miró hacia arriba. Se dirigió al guarda tuerto que se hallaba detrás de él, en pie.
—Es Haakon de Skjern —le dijo.
El guarda asintió.
Targo parecía satisfecho.
Los tarnsmanes habían hecho aterrizar sus enormes pájaros en algún lugar detrás de Laura.
—El campamento de Haakon está fuera de Laura, hacia el norte —comentó Targo.
A continuación, Targo y el guarda tuerto regresaron hacia la popa de la embarcación, donde dos de los gabarreros manejaban los grandes remos. La tripulación estaba formada por seis hombres. El responsable de los tharlariones, los dos timoneles, el capitán y dos gabarreros más, que se ocupaban de la embarcación y realizaban las operaciones de amarre y desembarque. Uno de ellos era el que había reforzado la cerradura de la jaula en la que nos hallábamos.
Habíamos cubierto ya más de dos tercios de la distancia que separaba las dos orillas del amplio río.
Podíamos ver la piedra, y las maderas y los barriles de pescado y sal almacenados sobre los muelles de la orilla. Detrás de éstos había unas largas rampas de madera que llevaban a los almacenes. Éstos parecían construidos con maderas lisas pesadas, barnizadas y teñidas. Muchos eran de color rojizo. Casi todos tenían techos con unos listones de madera pintados de negro. Muchos estaban ornamentados, particularmente por encima de las grandes puertas de doble hoja, con esculturas y tallas en la madera, pintadas de muchos colores. A través de las grandes puertas pude ver muchos espacios en el centro, y varios pisos a los que también se accedía por rampas. Parecían contener muchas mercancías. Vi también varios hombres que se movían por sus alrededores, en su interior y por las rampas, así como en los muelles. Se estaban cargando y descargando diversas gabarras. A excepción de los pueblos, Laura era la única civilización de aquella región. Lydius, el puerto franco en la desembocadura del Laurius, se encontraba a más de doscientos pasangs corriente abajo. La chica nueva había sido Rena de Lydius, de los Constructores, una de las cinco castas altas de Gor. Seguía atada en la carreta. Yo suponía que Targo la mantendría encapuchada y amordazada allí, en Laura, puesto que era posible que alguien la reconociese. Sonreí para mis adentros. No se escaparía de Targo. Luego, golpeé los barrotes con rabia.
Los tharlariones empezaron a girar lentamente en el amplio río y, bajo el bastón y los gritos del hombre que los dirigía, comenzaron a acercar la gabarra a su espigón. Los timoneles, con sus grandes remos, gritando y lanzando imprecaciones movieron la embarcación hacia sus amarres. Hubo una ligera sacudida cuando las pesadas amarras, húmedas y enrolladas en la parte de atrás de la embarcación, golpearon el muelle. Los otros dos tripulantes, de pie en cubierta, lanzaron unas pesadas y anudadas cuerdas por encima de unos puntos de amarre de hierro, sujetos en el muelle. Luego saltaron sobre éste y con cuerdas más pequeñas, que ataron a los mismos puntos de amarre, empezaron a ayudar a que la gabarra se aproximase al muelle. No hay ningún tipo de escalerilla en la parte de atrás de las gabarras y la altura de su cubierta iguala la del muelle. Una vez las cuerdas se han asegurado, las carretas pueden rodar directamente sobre el muelle.
Un hombre desató las cuerdas que unían los aros de los hocicos de los boskos con las anillas para estos animales que había instaladas en la cubierta. Los hizo retroceder hacia la popa de la gabarra y colocarse sobre el muelle. Los grandes círculos de madera sobre las que se habían montado las carretas comenzaron a girar, y así éstas quedaron de cara al muelle. Los boskos, que resoplaban, rugían y daban golpes con sus pezuñas sobre los tablones de madera, fueron guiados hacia atrás, hacia el arnés. Los dos miembros de la tripulación estaban desenganchando la carreta.
Algunos hombres se acercaron hasta el muelle para vernos desembarcar. Otros se detuvieron durante un rato, para mirarnos.
Los hombres llevaban túnicas de trabajo, de un tejido burdo. Parecían fuertes.
Había un penetrante olor a pescado y sal en el aire.
Hay muy poco mercado en la sencilla Laura para los exquisitos productos de Gor. Rara vez pueden encontrarse allí rollos de cable de oro Toriano, cubos de plata entrelazados de rharna, rubíes esculpidos cual ardientes panteras de Schendi, nuez moscada y especies, nardos y pimientas de las tierras al Este de Bazi, brocados florales, perfumes de Tyros, los vinos escaros, las maravillosas y vistosas sedas de Ar. La vida, incluso según los criterios goreanos, es primitiva en la región del Laurius y más al norte, hacia los grandes bosques y a lo largo de la costa, hacia arriba, hacia el Torvaldsland.
Y sin embargo, no me cabía la menor duda de que aquellos hombres fuertes y de grandes manos de Laura, de aspecto rústico con sus túnicas de trabajo, que se habían detenido para mirarnos, valorarían el cuerpo de una esclava, si era vital y demostraba que apreciaba sus caricias.
—¡Tal, Kajiras! —gritó uno de los hombres, moviendo los brazos.
Ute se apretó contra los barrotes y le devolvió el saludo. Los hombres gritaron complacidos.
—No le sonrías a ninguno —advirtió Lana—. No sería bueno ser vendida en Laura.
—Me da igual dónde me vendan —dijo Ute.
—Ocupas un lugar alto en la cadena —le dijo Inge a Ute—. Targo no te venderá hasta que llegue a Ar —luego Inge me miró con franqueza—. Quizás te venda a ti —me dijo—. Eres una bárbara sin entrenar.
Odié a Inge.
Pero temía que tuviese razón. De pronto comencé a tener miedo de ser vendida en aquel puerto de río para pasar el resto de mis días como esclava de un pescador o un leñador, cocinando y atendiendo su cabaña. ¡Vaya un destino para Elinor Brinton! ¡No podían venderme allí! ¡No podían!
Uno de los gabarreros vino hasta nosotras y, con una llave, abrió el cerrojo que aseguraba la puerta de nuestra jaula de esclavas. Con un rechinar se abrió de par en par.
Nuestros propios guardas estaban detrás de él.
—Esclavas fuera —dijo uno de ellos—. En fila.
Vimos que los boskos ya llevaban el arnés.
Cuando salimos de la jaula, una a una, nos dieron nuestros camisks y nos colocaron una correa alrededor del cuello, que era una larga tira de fibra de la usada para atar. La fibra se enrollaba al cuello de cada muchacha, se ataba, y luego pasaba al de la siguiente. Teníamos las manos y los pies libres. ¿A dónde podía uno correr en Laura? ¿Hacia dónde podía uno correr, fuera cual fuera el lugar?
Dejamos la gabarra descalzas y pasamos al muelle caminando junto al lado izquierdo de las carretas.
Distinguí una larga rampa de madera que salía del muelle y se extendía hasta una larga calle de madera que serpenteaba por entre los numerosos almacenes. Nosotras, sujetas de esa manera, seguimos la mencionada calle. Me gustaba el olor de Laura, los frescos campos delante de los bosques, incluso el olor del río y la madera. Nos llegó olor a tarsko asado desde algún sitio. Tanto nosotras como las carretas pasamos entre trineos de madera, con ruedas de cuero, sobre los que había bloques de granito, de los yacimientos al Este de Laura; y entre barriles y contenedores de pescado y sal; y entre balas de pieles de eslín y de pantera, procedentes de los bosques cercanos. Alargué la mano y toqué alguna de las pieles de eslín al pasar. No tenían un tacto desagradable. Había hombres que se acercaban al borde de la calle para vernos pasar. Tuve la impresión de que éramos una buena mercancía. Caminé muy erguida, sin mirarles. Uno de ellos alargó la mano y tomó mi pierna, justo detrás de la rodilla. Grité alarmada al tiempo que saltaba para alejarme de él. Los hombres rieron. Un guarda se colocó entre nosotros con su lanza.