Cautiva de Gor (22 page)

Read Cautiva de Gor Online

Authors: John Norman

BOOK: Cautiva de Gor
4.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Inclina la cabeza hacia atrás —dijo.

Le miré llena de un miedo repentino. Llevaba en la mano algo que parecía un par de tenacillas, sólo que las tenazas eran mucho más finas, y dobladas de tal manera que casi se tocaban la una a la otra y entre sus puntas quedaba una distancia inferior al ancho de un alfiler.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Un punzón —dijo Targo.

—Echa la cabeza hacia atrás —dijo el curtidor.

—No —susurré—. ¿Qué vas a hacer?

—No tengas miedo, El-in-or —dijo Ute—. No es nada.

Me hubiese gustado que se hubiese quedado callada.

—¿Qué vas a hacer?

—Quizás un día tu amo desee que lleves un anillo en la nariz —explicó Targo—. De esta manera, estarás preparada.

—¡No! —grité—. ¡No, no!

Las demás muchachas alzaron sus cabezas, abandonando su desgracia por un momento, sorprendidas, para mirarme.

—¡No! —lloré—. ¡Por favor! ¡Por favor!

—Echa la cabeza hacia atrás —repitió el curtidor, enfadado visiblemente.

Targo me miró, sorprendido. Parecía verdaderamente decepcionado.

—¡Pero si tú eres valiente! —dijo—. ¡Tú eres la valiente!

Pero sin poderlo evitar, me vine abajo, horripilada, histérica.

—¡No! —grité.

Intenté marcharme de la plataforma, pero el curtidor me sujetó.

—Que la aten —ordenó Targo.

—¡No, amo! —imploré—. ¡Por favor!

Pero ya habían atado mis tobillos. Otro guarda echó mis manos hacia atrás y mis muñecas fueron atadas juntas.

—¡No! —grité—. ¡No!

Dos guardas me sujetaron por los brazos sobre la plataforma. Otro puso su brazo izquierdo alrededor de mi garganta, desde detrás mío, y su mano derecha sobre mi cabello, tirando mi cabeza hacia atrás y sujetándola con firmeza.

Yo no podía gritar. El brazo firme del guarda me oprimía, impidiéndolo.

—No te muevas —ordenó el curtidor.

Sentí cómo metía la punta de las tenazas del punzón dentro de los orificios de mi nariz, distendiéndolos. Hubo un pequeño y agudo clic. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Sentí un dolor muy agudo que duró un instante y luego una prolongada sensación de picor y quemazón.

Todo se volvió negro, pero no llegué a desmayarme, pues los guardas me sujetaron firmemente.

Cuando abrí los ojos, cegados por las lágrimas, vi al curtidor acercárseme con un diminuto aro de acero, parcialmente abierto y un par de tenazas.

Mientras me sujetaban, insertó el anillo en mi nariz. Fue doloroso. Luego, con las tenazas lo cerró, y le dio la vuelta para que así la abertura, donde se juntaban los extremos, quedase oculta dentro, junto al septo.

Comencé a llorar por el dolor, por sentirme desgraciada y por la humillación.

Los guardas me soltaron. Uno de ellos desató mis tobillos.

—Amordazadla —dijo Targo.

Así lo hicieron. Pero no desataron mis muñecas, temiendo que quizás tirase del anillo. Posiblemente lo hubiera hecho.

Un guarda, no demasiado contento de mí, me arrastró a trompicones. Me echó, medio tambaleándome, entre las demás muchachas. Di contra la pared y me deslicé por ella, quedando de rodillas. No podía creer que fuera cierto lo que me habían hecho. Por un momento todo pareció volverse negro de nuevo. Me estremecí, sin poder dejar de mover la cabeza de derecha a izquierda, negando lo sucedido, mientras me resbalaban las lágrimas por las mejillas y me apoyaba en la pared.

—¡La siguiente!

Ute, que me miraba sorprendida, como las demás muchachas, se levantó y fue, obediente hasta la plataforma.

Cuando regresó, también ella llevaba un diminuto anillo de acero en la nariz. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Escuece —le dijo a Inge.

Miré a Ute con compasión. ¿Es que acaso no veía lo que me habían hecho a mí? ¡A mí!

Ute se acercó y me tomó por los hombros, y yo lloré apoyada en ella, sin poderme controlar.

—No llores, El-in-or —dijo.

Apreté mi cabeza contra su hombro.

Ella puso su mano sobre mi cabeza.

—No lo entiendo, El-in-or —dijo—. No te importa la cosa más terrible. Te comportas valientemente. Y sin embargo gritas por un anillo de nariz, diminuto. No es como que a una le agujereen las orejas.

—El-in-or es una cobarde —dijo Rena de Lydius.

—¡La siguiente! —llamó el curtidor.

Rena se puso de pie y se dirigió a la plataforma.

—Que a una le agujereen las orejas es mucho más terrible —dijo Ute—. Los anillos en la nariz no son nada. Incluso son bonitos. En el sur, hasta las mujeres libres de los Pueblos del Carro llevan anillos en la nariz —Me abrazó un poco más fuerte—. Incluso las mujeres libres del sur —insistió—, las mujeres libres de los Pueblos del Carro, llevan esos anillos —me besó—. Además, puedes quitártelo sin que nadie note nunca que lo has llevado. No se ve.

Luego los ojos de Ute se nublaron, llenos de lágrimas. Miré a los diminutos aros que mantenían abiertas las heridas de sus orejas.

—Pero sólo las esclavas —dijo ella— llevan agujeros en las orejas. ¿Cómo puedo esperar ser algún día una Compañera Libre? —lloró—. ¿Qué hombre querría una mujer con las orejas agujereadas de una esclava? Y si no llevo un velo, cualquiera podría mirarme y reírse y burlarse de mí, al ver que me habían agujereado mis orejas, ¡como las de una esclava!

Moví la cabeza, y la apreté de nuevo contra su hombro. No entendía nada. Sabía tan sólo que yo, Elinor Brinton, llevaba entonces un pequeño anillo de acero en la nariz.

Inge fue la siguiente en subir a la plataforma, con las manos todavía atadas a la espalda, para que no tocase los diminutos aros de sus orejas. Se sometió a que le pusieran el anillo con encanto.

La siguió Lana. Cuando regresó, echó la cabeza hacia atrás, y puso sus manos detrás de su cabello.

—¿Hace bonito? —preguntó.

—Sería más bonito si fuera de oro —dijo Rena de Lydius.

—Por supuesto.

—Pero es bonito —le dijo Inge—. Eres tan guapa, Lana.

Lana sonrió.

Inge la miró tímidamente.

—¿Estoy guapa? —preguntó.

—Sí —aseguró Lana—, el anillo es bonito... y tú también lo eres.

Yo no levanté la cabeza del hombro de Ute. No quería que me mirase nadie.

Las muchachas acudieron a la plataforma una después de otra.

Más tarde nos dieron de comer. A Inge y a mí nos soltaron las manos, y me quitaron la mordaza.

Nos arrodillamos en un círculo y comimos el estofado y el pan que había en los boles. No nos daban utensilios. Nuestros dedos servían para coger carne y pan, y el jugo que bebíamos. Las muchachas charlaban, y la mayoría parecía haber olvidado la penosa experiencia de aquella mañana. Si no lo habían olvidado, era muy poco lo que podían hacer. Por otra parte, sabían que con los orificios de las orejas podían tener un precio más elevado y, de este modo, quizá sus futuros amos tuvieran una mejor posición económica. Algunos mercaderes de esclavas más puritanos, escandalizados por la idea de los orificios en las orejas, se negaban a hacérselo a sus muchachas, pero Targo, sin duda por el oro que ello implicaba, había insistido en que nos los hicieran. Parece ser que muchos hombres goreanos encuentran extremadamente provocativos los orificios en las orejas. Los artesanos de la casta de los Trabajadores del Metal, hombres especializados en trabajar la plata y el oro, estaban inmersos en la tarea de crear nuevas formas de joyas para esclavas. Se decía que hacía un año, en Ar, Marlenus, Ubar de la Ciudad, causó verdadera sensación en un banquete que ofreció a sus altos oficiales al presentarles una esclava bailarina quien, aunque no se hallaba entre las que formaban parte de sus jardines de placer privados o de sus compartimentos, lució unos pendientes por orden suya. En aquellos momentos, sin embargo, más de un año después, no era raro ver a alguna esclava llevando, y de manera insolente, este tipo de joya, incluso en público.

Personalmente, no tenía nada en contra de los pendientes. En realidad, si encontraba un par, o unos pares atractivos, estaba seguro de poder lucirlos con ventaja, para complacer a algún amo, para quizás conseguir lo que yo quisiera, o acaso poder dominarlo. Si podía ganarme su afecto, le tendría a mi merced con toda seguridad, ¿no? Estaba dispuesta a dedicar a ello todos mis esfuerzos y, cuando lo lograse, ofrecer, o negarme a ofrecer, mis favores, o el fervor de mis favores, controlarle y, aunque llevaba un collar, ¡poseerle! ¿Por qué otra cosa podía luchar una mujer en Gor? ¡No es tan fuerte como un hombre! Está a su merced. Toda su cultura entera la pone a sus pies. Pues bien: yo era lo suficientemente bella, lo suficientemente inteligente como para luchar y, con seguridad, ¡ganar! Yo era una esclava de verdad, y lo sabía, pero mi amo tendría que aprender que una esclava puede ser un enemigo peligroso. Le conquistaría. Eso pensaba yo. Todo lo que se me pasó por alto fue el hombre goreano, quien ya sea por cultura o por transmisión genética, no es como el hombre típico de la Tierra. Él, a diferencia del hombre de la Tierra, pero no de todos, es dueño y señor de mujeres por naturaleza. Sé que hubo un tiempo en mi vida en que no hubiera entendido esto o cómo podía ser. Hubo un tiempo en mi vida en que con toda seguridad no hubiera creído algo como esto, en que lo hubiera encontrado irracional, absurdo, incomprensible, falso. Pero en aquel entonces aún no me habían traído a este mundo en el que me encuentro. En aquel entonces yo no había estado en los brazos de un hombre goreano.

—Come —me urgió Ute.

Casi no había tocado el estofado del bol de madera.

—Llevaremos los anillos en la nariz —dijo Ute— hasta que acabe nuestra preparación. Luego, cuando nos marchemos de Ko -ro-ba, nos los quitarán.

—¿Dónde lo has oído? —pregunté. A veces hay rumores que se propagan por los recintos y las jaulas de las esclavas.

—Oí cómo Targo se lo decía a uno de los guardas —me contestó en un susurro, mientras miraba a su alrededor.

—Estupendo —contesté. Metí la mano en el bol. No había necesidad de que nadie supiese nunca que a Elinor Brinton, de Park Avenue, le habían puesto una vez un anillo en la nariz.

Más animada, me uní a Ute en la comida. Más tarde, después de ser encapuchadas y acompañadas hasta nuestros recintos privados en Ko-ro-ba, me empleé a fondo en la sesión de adiestramiento.

Afortunadamente había escuchado el consejo de Ute y había comido, pues el trabajo fue difícil. Quizá Targo desease que apartásemos de nuestras mentes los acontecimientos de por la mañana. Por la noche, en los recintos privados, nos dieron de comer y nuestro grupo estuvo entre los que recibieron dulces después de la comida.

Me sentía satisfecha con mi comportamiento y mis logros en general.

En ocasiones me sentía irritada por la instructora, una esclava como nosotras, cuando me alababa.

—¡Mirad! —les decía a las otras chicas—. ¡Así es cómo se hace! ¡Así es cómo se mueve el cuerpo de una esclava!

Pero yo quería aprender, para así usar mis cualidades y tener más posibilidades de éxito en Gor. De la misma manera que un guerrero se aplica en el conocimiento de las armas, así me aplicaba yo en el conocimiento de las artes de la esclava, que es lo que yo era. Mi cuerpo ganó en forma y belleza debido seguramente a las comidas y al ejercicio. Aprendí cosas que nunca hubiera imaginado. Nuestra preparación, puesto que se limitaba solamente a unas pocas semanas, no incluía muchos de los elementos que normalmente integran una preparación completa. Seguí sin saber nada de cocina goreana, ni de cómo lavar las prendas de vestir. Tampoco aprendí nada de instrumentos musicales. Ignoraba todo lo tocante al arreglo de las pequeñas alfombras, adornos y flores, cosas que cualquier muchacha goreana, esclava o no, sabe. Pero me enseñaron a bailar, y a dar placer, y a ponerme en pie, y a moverme, y a sentarme, y a darme la vuelta, y alzar la cabeza y bajarla, a arrodillarme, y a estar de pie. Me resultaba interesante, aunque no siempre fuese de mi completo agrado, constatar que la preparación empezaba a dar resultados. El mismo día que nos colocaron los anillos en la nariz, a media tarde, salí a hacer algunos recados para Targo en los recintos.

Al pasar junto a un guarda, de la misma manera que una muchacha pasa junto a un hombre, me estiró del brazo y me retuvo, casi haciéndome tropezar y atrayéndome hacia sí.

—Estás aprendiendo a moverte, esclava —dijo. Me asusté.

Pero de pronto, se me pasó el miedo. Tiré levemente de su brazo como con temor, y como si no pudiese conseguir que me soltase. Y, en realidad, por supuesto, no hubiese podido hacerlo, aunque lo hubiese intentado más en serio. Él, al ser un hombre, era lo suficientemente fuerte, y yo lo sabía, como para hacerme lo que le apeteciese. ¡Cuánto me molestaba la fuerza de los hombres! Le miré tímidamente.

—Quizás, amo —susurré con los labios entreabiertos, sonriendo levemente, mientras mantenía los tobillos juntos y apartaba el cuerpo ligeramente de él, aunque mis hombros apuntaban hacia su cuerpo.

—Eres un eslín —me dijo.

Sonrió.

Tomó el anillo de mi nariz entre su pulgar y el índice y lo levantó. Me puse de puntillas sintiendo un dolor horroroso.

—Eres una esclava muy linda.

—Soy seda blanca —susurré, ahora sí verdaderamente atemorizada.

Soltó el anillo y me abrazó.

—¿Y eso qué importa?

Me separé de él, di la vuelta, tropecé y me golpeé con la pared de las jaulas, y salí disparada pasillo abajo. Mucho me temo que no huí como una esclava modelo... Corrí con torpeza, aterrorizada, como cualquier muchacha de la Tierra hubiese huido de un hombre goreano.

Le oí reírse detrás mío, y me detuve. Había estado divirtiéndose conmigo.

Me di la vuelta y le miré irritada.

Dio una palmada y avanzó un paso hacia mí, y yo volví a darle la espalda y salí huyendo a trompicones, oyéndole reírse en la entrada a mis espaldas.

Pero al cabo de un momento o dos, había recuperado la compostura.

Al llegar a la jaula me sentía más que satisfecha de mí misma. Había atraído al guarda. Me había deseado. Por supuesto, no me habría hecho suya, por temor a la cólera de Targo, pero no me cabía la menor duda de su deseo. Me estremecí. De no haber sido por Targo, me habría poseído con toda seguridad, sobre el suelo de cemento, ante los barrotes. Y, sin embargo, en conjunto, me sentía satisfecha. Me sabía deseable. Era una esclava excitante. Estaba orgullosa. Me sentía muy complacida.

Other books

Deadly Focus by R. C. Bridgestock
Just a Little Crush (Crush #1) by Renita Pizzitola
Under Camelot's Banner by Sarah Zettel
Battling Rapture by Stormie Kent
Road Trip by Jan Fields