Cautiva de Gor (24 page)

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Authors: John Norman

BOOK: Cautiva de Gor
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—Todas somos esclavas —añadió Ute.

Inge colocó la cabeza sobre sus rodillas.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Ute me rodeó con sus brazos.

—No llores, El-in-or —me dijo.

Me aparté de Ute, un poco abruptamente, enfadada. Ute se retiró a su parte de la jaula.

Lo que había dicho Inge era cierto. Yo era una esclava.

Me di la vuelta sobre la paja y me quedé boca arriba, mirando al techo, también cubierto de placas de acero, con lo que era como si el suelo de la jaula nos envolviese.

Oí aproximarse las sandalias del guarda, fuera, en el pasillo que precedía a la zona de las jaulas. Me puse de pie de un salto y me apreté contra los barrotes.

—Amo —llamé.

Él se detuvo.

Saqué la mano entre los barrotes, hacia él. Tomó una golosina de su bolsa, y la sostuvo, fuera de mi alcance.

Me estiré cuanto pude para alcanzarla. Entonces, me la tendió.

—Gracias, amo —Me puse la golosina en la boca.

Había reconocido los pasos del guarda. Pocos de ellos llevaban golosinas. Me sentía orgullosa de mí misma. No creía que Inge hubiera conseguido que él le diese una.

—Te perdono El-in-or —dijo Inge. Su voz parecía desvalida.

No contesté, pues temía que quisiera probar el dulce, que fuese un truco suyo.

Noté que Lana se acercaba. Tendió la mano.

—Dámelo —dijo.

—Es mío —repuse.

—Soy la primera de la jaula.

Era más fuerte que yo.

Le di el dulce y ella se lo metió en la boca.

Entonces, me arrastré hasta Inge.

—¿Me perdonas de verdad? — le pregunté.

—Sí.

Me alejé de ella, y me eché boca abajo sobre la paja.

Lo que había dicho Inge era verdad. Yo era una esclava.

Me di la vuelta y me coloqué boca arriba, mirando hacia el techo de nuevo.

Mis pensamientos regresaron a aquella terrible noche, cuando salí huyendo de la cabaña hacia la oscuridad, y dejé a la bestia alimentándose del cuerpo destruido y ensangrentado del eslín.

Me estremecí.

Aquella noche salí corriendo enloquecida, a través de los oscuros bosques, tropezando, cayendo, rodando por el suelo, levantándome y volviendo a correr. A veces corría entre los grandes árboles Tur, sobre la alfombra de hojas que había entre ellos, otras me abría camino a través de arbustos, o entre salvajes laberintos de maleza y vides, iluminados por las lunas. Incluso me encontré, en un determinado momento, al pasar entre un grupo de árboles Tur, en el círculo en el que las muchachas pantera habían danzado. Vi el poste de los esclavos a un lado, en el que había estado atada. El círculo estaba desierto. Salí huyendo de nuevo. En ocasiones me detenía y escuchaba por si me seguía alguien, pero no se oía nada. El hombre, asustado por la bestia, que se había lanzado a comer con auténtico frenesí, también había salido corriendo. Lo que verdaderamente me preocupaba era que fuese la propia bestia quien pudiera estar siguiéndome. Pero estaba segura de que estaría ocupada durante algún tiempo. Ni siquiera estaba segura de que se hubiese dado cuenta de que yo había escapado. Esperaba que comiese hasta hartarse y que luego se quedase dormida. Una vez tropecé con un eslín y casi caigo sobre él mientras estaba inclinado sobre un tabuk muerto. El tabuk es una criatura de aspecto parecido al antílope, delgado, gracioso y de un solo cuerno, que vive en las espesuras y los bosques. El eslín alzó sus mandíbulas, largas y triangulares, y gruñó. Vi reflejarse la luz de las tres lunas en sus tres hileras de dientes blancos, afilados como agujas. Grité, di media vuelta y salí corriendo. El eslín siguió con su presa. Me parecía que podía estar corriendo en círculo. Soplaban vientos del norte, que traían lluvia y humedad, y que habían cubierto el lado de los altos árboles con capas verticales de moho. Sirviéndome de esta pista, continué generalmente corriendo en dirección al sur. Esperaba poder llegar a algún riachuelo, para poder seguirlo hasta el Laurius. Mientras corría en la oscuridad, vi de pronto, a unos cincuenta o sesenta metros, cuatro pares de ojos que brillaban, un grupo de panteras del bosque. Hice como que no las veía y, con el corazón latiéndome a cien por hora, giré hacia un lado, para seguir caminando entre los árboles. Sabía que a aquella hora de la noche debían de estar cazando. Nuestras miradas no se habían encontrado. Tenía la extraña sensación de que me habían visto y de que sabían que yo las había visto. Pero nuestras miradas no se habían cruzado explícitamente. La pantera del bosque es una fiera orgullosa, pero al mismo tiempo no le importa ser distraída mientras caza. No nos habíamos enfrentado. Sólo esperaba no ser lo que estaban cazando. No lo era. Dieron la vuelta hacia un lado, en la oscuridad y siguieron su camino. Casi me desvanecí. Me sentía tan indefensa. Tiré de mis muñecas, atadas, pero estaban bien aseguradas a mi espalda.

Entonces noté con gran alegría que me había caído una gota de agua encima, y luego otra. Y luego, bruscamente, tal y como son las tormentas en el norte de Gor, las frías lluvias, como un manto helado, comenzaron a caer. En medio del bosque, desnuda, atada, bajo la lluvia glacial, eché la cabeza hacia atrás y comencé a reír. Me sentí extremadamente feliz. ¡La lluvia borraría mi rastro! ¡Conseguiría escapar de la bestia! Ni un eslín, el cazador más perfecto de Gor, podría seguir mi rastro después de semejante chaparrón. Reí y reí, y luego, agachándome, me escondí entre unos arbustos, tratando de protegerme de la lluvia.

Al cabo de unas dos horas, la lluvia cesó y salí de entre los arbustos para proseguir mi camino hacia el sur.

Ya no temía que me persiguiesen, pero era mucho más consciente que antes de mi difícil situación en el bosque.

Intenté librarme de los cordeles que ataban mis muñecas, frotándolos contra el tronco de un árbol caído, pero no conseguí ni aflojarlos ni desatarlos. La fibra goreana que se usa para atar no está hecha para que se suelte fácilmente de las muñecas de las esclavas. Al cabo de una hora estaban tan fuertemente atadas como al principio.

Decidí que sería mejor seguir andando.

Me sentía desvalida, vulnerable. Era como un animal, sin manos, con la desventaja de que yo no contaba con ningún tipo de camuflaje que me protegiese, sino tan sólo la suavidad de mi carne, y yo no tenía unos sentidos tan desarrollados como el olfato y el oído de aquellos animales para alertarme, ni tampoco su agilidad, o su velocidad para huir. Lo tenía todo para ser una presa fácil.

Tiré de mis muñecas, sin resultado. Salí corriendo hacia el sur.

Me detuve en unos arbustos y mordisqueé unas bayas.

Luego, algo después del mediodía, fui a parar a una pequeña corriente de agua, que no podía ser sino un pequeño afluente del Laurius.

Me eché sobre las piedras de su orilla y bebí el agua fresca, calmando mi sed.

Después me puse en pie y me metí en el riachuelo; noté la frialdad del agua en mis tobillos y caminé corriente abajo. Hice esto pensando en no dejar un rastro detrás mío, algo de olor en una rama, una gota de sudor en una hoja.

Seguí la corriente a lo largo de un ahn, deteniéndome a veces para alzar la cabeza hacia ramas que sobresalían y así morder los frutos que colgaban.

Luego la corriente se unió a otra más grande, y yo seguí por aquélla durante un tiempo. No me cabía la menor duda de que esta corriente se uniría, a su vez, al Laurius.

Mientras caminaba por el agua, atada, me pregunté a mí misma si debía seguir hasta el Laurius y luego hasta Laura. Allí podría comer. Allí volverían a esclavizarme. Me pregunté si en vez de eso no debería buscar una cabaña en el bosque en la que pudiera haber una esclava que me desatase y me diese comida. Seguramente ella no querría que yo viese a su amo, pues yo era hermosa. Pero sentí miedo, porque la muchacha bien podía asesinarme o venderme secretamente a los cazadores, o entregarme a las mujeres pantera, quienes me convertirían en su esclava o me venderían. ¡Podían incluso devolverme a aquel hombre y aquella bestia de la cabaña, a cambio de más puntas de flecha!

No sabía qué hacer. Me sentía desgraciada.

Además, al recordar que había sido vendida por tan sólo cien puntas de flechas me sentí inexplicablemente irritada. No había duda de que yo valía mucho más. Tal y como se vendían las esclavas, yo valía un buen precio. ¡Por mí tenían que haber pagado piezas de oro! ¡No puntas de flechas!

Estaba tan inmersa en mi enfado que no me di cuenta de que había un hombre de pie detrás de unos arbustos junto a la orilla del río.

De pronto un lazo de cuero cayó alrededor de mi cuello. Me quedé paralizada, pero conseguí volverme. El lazo estaba muy tenso. Me habían capturado.

Tiró de mí para atraerme hacia él.

Me arrastró desde el borde del riachuelo, por donde yo iba caminando. Sentí las piedras de la orilla bajo mis pies, y la hierba, y luego, no sé si por hambre o agotamiento, o miedo, todo se volvió negro y me desmayé.

Recuperé el conocimiento algo más tarde. Un hombre me llevaba en brazos. Me había puesto su camisa. Era más larga que la túnica común de una esclava. Había subido las mangas. Era agradable. Ya no tenía las manos cruelmente atadas a la espalda. Me había pasado una tira alrededor del vientre y la había atado a mi espalda. Tenía las manos sujetas delante por pulseras de esclavas. La fibra para atar, colocada en su centro, había sido atada alrededor de las pulseras, para así mantener mis manos cercanas a mi vientre. Los extremos sueltos de fibra de atar habían sido unidos en mi espalda, para que así yo no alcanzase el nudo. Las pulseras no me apretaban, pero no podía hacer pasar las manos por ellas. No me importaba.

—Te has despertado, El-in-or.

Era uno de los guardas de Targo, el que me había llevado al médico.

—Sí, amo —respondí.

—Creíamos que te habíamos perdido.

—Fui apresada por mujeres pantera —le dije—. Me vendieron a un hombre. Había una bestia. Él salió corriendo, y yo huí.

—Estás despierta —dijo—. Puedes andar.

Sentada en la hierba, dolorida, disgustada, levanté el rostro hacia él.

—No, no puedo andar. No puedo ni tenerme en pie.

Volvió hacia arriba la parte de atrás de la camisa y la metió por dentro de la fibra de atar. Se alejó en busca de una vara.

Cuando regresó yo estaba de pie.

—Bien —dijo. Bajó la camisa y tiró la vara.

Me hizo caminar delante suyo.

—Targo ya ha salido de Laura —me dijo—. Nos reuniremos con él al otro lado del río, en el campamento en el que pasarán la noche.

Seguimos andando.

—Si hubieses salido de Laura con Targo — comentó— habrías visto a Marlenus de Ar.

Había oído hablar antes del gran Ubar.

—¿En Laura?

—En ocasiones viene al norte, con varios cientos de tarnsmanes, por la caza en los bosques.

—¿Qué caza?

—Eslines, panteras, mujeres.

—¡Oh!

—Caza durante una semana o dos —explicó el guarda—, y luego regresa a Ar. Los deberes de un Ubar son muchos y agobiantes, y Marlenus está siempre ansioso por venir a cazar. Cuando acaba, envía sus capturas de regreso en una caravana.

—¿Va detrás de algo en particular? —le pregunté.

—Sí; Verna, una proscrita.

Me detuve.

—No te des la vuelta —me advirtió.

Me puse furiosa. Yo lo conocía, y sabía que le gustaba, pero él era quien me había capturado. No me había dado permiso para mirarle de frente. Me había vestido con su camisa, pero yo tiré con rabia de mis muñecas, atadas contra mi vientre con fibra de atar.

—Fueron Verna y su grupo quienes me capturaron —le dije.

—Dicen que es bella. ¿Es verdad?

—Pregúntales a los hombres del campamento, a los que capturó y ató, cuando se me llevó.

Noté que su puño tomaba mi cabello y tiraba de mi cabeza hacia atrás.

—Sí —le dije—, es bella. Es muy bella.

Me soltó.

—Marlenus la capturará y la enviará en una jaula a Ar —dijo.

—¿Sí? —pregunté maliciosamente.

—Sí, y en sus jardines de placer, ella comerá de su mano.

Incliné la cabeza hacia atrás.

—Parece que piensas que cualquier mujer puede ser domesticada.

—Sí —repuso. Noté sus manos sobre mis hombros.

No me disgustaba que Marlenus estuviese cazando a Verna y a sus chicas. Esperaba que la capturase, que las capturase a todas, las desnudase, las marcase con el hierro candente, encerrase sus cuellos en collares de esclavas, las hiciese azotar, y las convirtiese en esclavas.

—Cualquier mujer —repitió el guarda.

—Soy seda blanca —susurré. Hice fuerza contra sus manos, y me soltó. Apresuré el paso.

Seguí andando delante de él, con su camisa puesta y las manos unidas delante de mi cuerpo.

—Detente —dijo. Obedecí.

Se acercó por detrás y alzó la camisa ligeramente, por encima de la fibra de atar que rodeaba mi cintura. Quería ver mis piernas algo más.

—Continúa —me empujó hacia delante otra vez con la planta del pie. Di un traspié y seguí andando—. Más erguida.

De vez en cuando mientras andábamos, me daba comida que extraía de su bolsa y ponía en mi boca.

A última hora de la tarde, descansamos aproximadamente un ahn. Luego, cuando me lo indicó, me puse en pie, y proseguimos nuestro viaje hacia Laura. Yo le precedía, como antes. Notaba con claridad cómo me observaba. No podía volverme a mirar, por supuesto, pero era consciente de que él contemplaba cada movimiento de mi cuerpo.

—Me gustará ver cómo te entrenas para ser esclava de placer en Ko-ro-ba.

—Me encuentras atractiva, ¿verdad? —le pregunté. Luego me arrepentí de haberlo hecho.

—Tienes unas posibilidades interesantes como esclava. Siento curiosidad por probarte.

Caminé algo más aprisa.

—Tenemos que darnos prisa —le dije—. ¡Hemos de reunirnos con los demás!

—¡Seda blanca! ¡Eres un eslín! —dijo él—. ¡Espera a ser una seda roja y verás!

Apresuré mis pasos.

Aquella noche, después de cruzar el Laurius en una barcaza cargada de madera, hallamos el campamento de Targo. Me sentí feliz. Ute e Inge estaban allí, y las demás muchachas que yo conocía. Hasta Lana. Targo estaba contento de que hubiese podido regresar a su cadena. Luego, desnuda dentro de la carreta echada sobre la lona, con los tobillos atados a la barra tobillera, y después de haber comido, dormí profundamente, con felicidad.

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