Authors: John Norman
—Esto puede comerse —decía.
Yo, sin embargo, me conformaba con nueces, frutas y raíces y algunas criaturas que sacábamos del agua y que me recordaban otras que ya conocía, y, por supuesto, con la carne de pequeños pájaros y animales.
Quizá la cosa más extraordinaria que hizo Ute, a mi entender, fue construir con palos, un trozo de madera plano y algo de fibra de atar, un pequeño instrumento para hacer fuego. ¡Qué contenta me puse cuando vi girar el palito, pequeño y afilado, en la plataforma de madera, y observé que los montoncitos de hojas secas enrojecían rápidamente y brillaban al convertirse en una llama diminuta, que hicimos crecer con más hojas y ramitas, hasta que pudo consumir palos.
Ute no quería hacer hogueras, pero yo insistí en ello. No podíamos comer crudo cuanto cazábamos.
—¡Tal! —me saludó Ute como si se dirigiese a una persona libre.
—¡Tal! —le respondí, feliz, agitando la mano. Me sentí aliviada al verla regresar.
Traía atada a la cintura, la fibra para atar que había usado para las trampas. Siempre la llevábamos con nosotras, por supuesto, cuando nos desplazábamos de un sitio a otro. Colgando de su hombro vi dos pequeños urts de los bosques, y en la mano izquierda traía cuatro pájaros de plumaje verde y amarillo.
Aquella noche comeríamos a lo grande.
Yo también había tenido suerte.
—Ute, ¡he atrapado un pez!
—¡Estupendo! ¡Tráelo al campamento!
—¡Ute! —grité angustiada.
Se echó a reír y dejó caer lo que había cazado sobre la orilla. Se metió en la trampa. Yo me quedé donde estaba, bloqueando la salida.
Ute se acercó a la criatura con mucho cuidado, para no ahuyentarla.
El pez se movió levemente en el agua.
Entonces, a toda velocidad, se lanzó a por él. El pez retrocedió hacia la valla de ramas y Ute lo atrapó allí. En un momento, aunque él se movía y se escurría de entre sus dedos, lo sacó del agua y lo llevó triunfante hacia la orilla.
—Destruye la trampa —dijo.
Cada vez que salíamos de un bosquecillo, si habíamos construido una trampa como aquélla, la destruíamos. Ésa, por cierto, es una práctica común entre los goreanos. Un goreano nunca deja una trampa puesta si no piensa regresar a ella. Los goreanos, que a menudo son tan crueles los unos con los otros, tienden a tener una gran amor por la vida salvaje y todo aquello que está creciendo, pues lo consideran algo libre y por lo tanto merecedor de un gran respeto. Este afecto y respeto rara vez se extiende, por desgracia, a los animales domésticos, como son los boskos y los esclavos. Un leñador goreano, por ejemplo, antes de clavar su hacha en el tronco de un árbol, habla con él, le implora su perdón y le explica el uso al que se destinará su madera. En nuestro caso, por supuesto, tan al margen de estas consideraciones generales, teníamos razones muy concretas para destruir la trampa. Era una pista que podía traicionarnos, que podía poner hombres tras nuestro rastro.
Ute se sentó a esperarme sobre la orilla, mientras yo estiraba los palos de la trampa y los metía entre los matorrales.
Luego la ayudé a llevar lo que habíamos atrapado; ella transportó el pez y los pequeños pájaros.
Cuando acabamos de limpiar los animales, trabajo este último que le cedí, puesto que a mí no me gustaba el tacto del pescado, Ute se inclinó sobre las tablillas con las que se hacía fuego.
—Date prisa —le dije. Tenía hambre.
Ute insistió más de quince minutos, frotando las maderas, sudando, con los ojos fijos en aquel diminuto y. ennegrecido agujero de la madera.
Finalmente apareció una pequeña llama que se extendió por los montoncitos de hojas secas dispuestas alrededor del agujero.
Al cabo de unos minutos teníamos fuego.
Cuando la comida estuvo lista, la retiramos de los asadores, y la colocamos sobre hojas. Yo estaba muerta de hambre. Había oscurecido completamente y hacía bastante frío. Pensé que sería agradable comer junto al fuego y tener algo de calor, mientras disfrutábamos de nuestra cena al aire libre.
—¿Qué haces, Ute? —grité sujetándola por la muñeca.
Me miró sorprendida.
—Estoy apagando el fuego —dijo.
—No.
—Es peligroso.
No me apetecía la idea de cenar a oscuras, ni la posibilidad de pasar frío me gustaba nada.
—No lo apagues, Ute. Déjalo como está.
Ute movió la cabeza, indecisa.
—¡Por favor! —insistí.
—Muy bien —sonrió.
Pero apenas había pasado más de un ihn goreano cuando, de pronto, con una expresión de terror en los ojos, comenzó a echar porquería sobre el fuego.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
—¡Cállate! —susurró.
Entonces oí, muy a lo lejos, en la oscuridad, el grito de un tarn.
Ute comenzó a destruir, en la oscuridad, el pequeño cobijo de ramas y hojas que habíamos construido.
—Toma toda la comida que puedas —me dijo—. Hemos de irnos ahora mismo.
Enfadada, pero asustada, reuní toda la comida que pude encontrar.
Cuando acabó con el cobijo, rebuscó a su alrededor y con las manos puso juntos los huesos y las vísceras, la piel y las escamas, que habíamos desechado de nuestras presas, y lo enterró todo.
Destruyó lo mejor que pudo toda señal de nuestro campamento.
Entonces, moviéndonos rápido en la oscuridad, salimos corriendo de allí.
Seguimos en dirección sudoeste a través de la gran espesura y, finalmente, llegamos al borde del bosque.
Era una noche oscura.
Ute miró fijamente el cielo. No vimos nada. Estuvo escuchando mucho rato, pero no oímos nada.
—Lo ves, Ute —dije irritada—. No era nada.
—Quizás.
—No era más que un tarn salvaje.
—Espero que tengas razón.
Juntas, en el límite del bosque, comimos las sobras de nuestra cena que yo había recogido.
Al acabar nos limpiamos las manos en la hierba y arrojamos los huesos entre los arbustos.
—¡Mira! —susurró Ute.
Entre los arbustos, moviéndose en la oscuridad, vimos dos antorchas.
—Hombres —musitó Ute—. ¡Hombres!
Desde el bosque, corriendo juntas en la oscuridad, nos dirigimos al sudoeste.
Hacia el amanecer, llegamos a otro bosque de Ka-la-na, en el que, agotadas, nos escondimos.
Cuatro días más tarde, en otro bosquecillo, Ute me pidió que colocase una de nuestras trampas en un sendero por el que pasaban animales y que habíamos encontrado anteriormente.
No habíamos vuelto a notar que nos siguieran, ni visto más antorchas.
Haciendo girar el lazo de fibra de atar mientras caminaba, me dirigí al lugar mencionado por Ute.
De pronto me detuve, horrorizada.
Había oído la voz de un hombre. Me deslicé fuera del camino verde, suave y agradable, entre los árboles y los matorrales y me eché boca abajo, para ocultarme, entre las hierbas y los arbustos.
No venían por el camino.
Me eché levemente hacia delante, apoyándome en los codos y el estómago, y entonces, a través de una minúscula abertura entre los matorrales, lo vi.
Mi corazón casi se detuvo de golpe.
Estaban en un pequeño claro. Había dos tarns atados allí cerca. No habían hecho ningún fuego. Iban vestidos de cuero y armados. Eran guerreros, mercenarios. Parecían hombres toscos y crueles. Los reconocí. Los había visto ya cuando Targo tenía su campamento al norte de Laura. Trabajaban para Haa-kon de Skjern.
—Está aquí, por algún sitio —dijo uno de los hombres.
—Si tuviésemos eslines de caza —contestó el segundo—, podríamos ponerle nuestros brazaletes antes del anochecer.
—Espero que sea seda roja.
—Si no lo es aún, para cuando se la llevemos a Haakon será seda de la más roja.
—Haakon podría disgustarse.
—Haakon no sabe distinguir si una muchacha es seda blanca o seda roja.
—Es cierto.
—Además, ¿de verdad crees que Haakon espera que devolvamos muchachas que sean seda blanca a su cadena?
—Claro que no.
—Ésta nos ha proporcionado una persecución entretenida. Pero nos las pagará por el tiempo que nos ha hecho perder y las molestias.
—¿Qué sucederá si no la atrapamos?
—La verdad es que es muy escurridiza, pero la cogeremos.
—¿Qué plan tenemos?
—Sabemos que encendió un fuego. Ello nos hace suponer que estaba cocinando. Si cocinaba, seguramente habría cogido pájaros o tendría carne.
—Al borde del bosque, hacia el noreste, hace cinco días, encontramos huesos de urt del bosque.
—Sí, y por aquí cerca, en este bosquecillo, hay un sendero por el que pasan animales.
—Es difícil cazar en un bosque de Ka-la-na.
—Y lo que es más importante, los urts de los bosques suelen usar esos senderos.
—¡Sí!
—Más tarde o más temprano, por lo tanto, parece probable que aparezca por ese sendero para cazar o poner una trampa o para ver si ha caído alguno.
—Puede haber más senderos.
—Si no la atrapamos ahora, la cogeremos mañana o pasado mañana.
Tal y como estaba, boca abajo, con cuidado, en silencio, comencé a retroceder. Cuando me encontré a varios metros de distancia de ellos, con todo el sigilo, sin hacer el más mínimo ruido, me marché de allí.
Sólo tenía una idea en la mente: Encontrar a Ute y avisarla para que pudiésemos escapar.
Pero me detuve.
Me arrastré hasta unos arbustos, asustada. Ellos habían estado hablando siempre de
«ella»
. Por lo que sabían, no había que capturar más que a una sola muchacha.
Sacudí la cabeza. No, no debía pensar aquellas cosas.
Me puse de pie y, con calma, regresé andando hasta nuestro campamento.
Ute y yo podíamos escapar.
Sonreí.
Ute pensaba que era mi superior. Se había atrevido a darme órdenes. A mandarme a mí, Elinor Brinton, aunque no era más que una ignorante esclava goreana; se había atrevido a actuar como si fuera superior a una muchacha de la Tierra, ¡y yo lo era!
Iba a aprender una buena lección.
¡No! Grité para mis adentros. Tenía que avisar a Ute. ¡Tenía que avisarla!
Recordé claramente lo que había dicho el hombre.
«Si no la atrapamos ahora, la cogeremos mañana o pasado mañana.»
Llevaban días siguiéndonos. No cejarían en su empeño. Nos darían alcance.
O al menos, a una de las dos.
Ute era estúpida. Era una muchacha tosca y simple. Ella no tenía mi mente, mi sensibilidad, mi naturaleza delicada, mi inteligencia. Me recordé a mí misma que ella pertenecía a una casta baja. Era menos, mucho menos que yo.
Además se había atrevido a tratarme como a una inferior, dándome órdenes e instruyéndome. ¡La odiaba! Yo era más bella que ella. Ute había servido como esclava antes. ¡Poder volver a serlo! Recordé que una vez me había atado por el anillo de la nariz. Ahora veríamos quién era más inteligente
Tiré el trozo de fibra que llevaba para la trampa que no había puesto hacia los arbustos.
—Saludos, Ute —le dije sonriendo.
—Tal, El-in-or —sonrió, levantando la cabeza de su trabajo. Estaba intentando, con un palo puntiagudo, hacer otro hueco en una nueva tablilla de madera, para tener más instrumentos con que hacer fuego. Normalmente, durante nuestros viajes por la noche, sólo llevábamos con nosotras la fibra de atar; por lo tanto, Ute tenía que hacer más instrumentos de aquellos con cierta frecuencia.
—Oh, Ute. He colocado la trampa bastante abajo, en el sendero. Y cuando ya venía hacia aquí, la he oído saltar.
—Muy bien. ¿Qué era?
—No lo sé. He mirado, pero no había visto un animal como ése antes. Creo que es algún tipo de urt. Es horroroso.
—¿Por qué no lo has traído contigo?
—Porque no me he atrevido a tocarlo.
—¡Oh, El-in-or! —rió ella—. ¡Eres tan tonta!
—Por favor, cógelo tú, Ute —le rogué—. Yo no quiero tocarlo ¡Es tan horrible!
—Está bien. Lo traeré.
Apartó su trabajo y se levantó.
—Indícame dónde lo has puesto.
—¡No! —grité yo.
Se volvió y me miró.
—No puedes equivocarte —le dije—. Está a la izquierda. Ya lo verás.
—Muy bien —dijo Ute, y salió del campamento. Mi corazón latía con fuerza.
Cautelosamente, la seguí a cierta distancia. Cuando había andado unos cuantos metros, me agaché y tomé una pesada piedra.
Me escondí entre los matorrales, junto al camino, sosteniendo la piedra.
De pronto, oí la voz de un hombre. ¡La habían atrapado!
Pero luego oí los gritos de otro hombre, y después de ambos y un crujir de ramas que se rompían entre los arbustos.
Para desesperación mía, aterrorizada, con los ojos abiertos de par en par, los brazos extendidos y corriendo como un tabuk, Ute regresaba al campamento.
—El-in-or. ¡Mercaderes de esclavas! ¡Corre!
—Ya lo sé —respondí.
Me miró sin comprender.
La golpeé repentinamente en un lado de la cabeza con la piedra.
¡Tenían que encontrarla a ella y no a mí!
Ute, murmurando algo, desorientada, cayó de rodillas y sacudió su cabeza.
Tiré la piedra a su lado. Los hombres pensarían que se había caído y golpeado con ella.
A toda prisa, salté entre los matorrales y me escondí.
Ute intentó ponerse en pie, pero tropezó y cayó sobre sus manos y rodillas.
Vi cómo la cogían. Le quitaron el camisk y lo tiraron al suelo. Luego la colocaron boca abajo y, mientras uno de ellos le ataba las muñecas a la espalda, el otro le cruzaba los talones y también los ataba.
Me sentí satisfecha. Habían atrapado a Ute.
Sólo temía que ella pudiera decirles que yo estaba por allí. Pero de alguna manera supe que no lo haría. Ute era estúpida. Sabía que no me traicionaría.
De esta manera, usando mi inteligencia, me libré de mis perseguidores.
Estaba decidida a proseguir mi viaje hasta Rarir, pues me creí capaz de poder encontrarlo. Podía decir a aquellas gentes que yo era amiga de Ute, de quien esperaba que se acordasen. Con el tiempo, podría utilizar su ayuda para dirigirme a la isla de Teletus, donde podría encontrar, si todo salía bien, a los padres adoptivos de Ute. No me cabía la menor duda de que ellos me cuidarían y serían buenos conmigo por haber sido amiga de su hija adoptiva. Podía decirles, y eso mismo pensaba hacer, que Ute me había rogado que los buscase y que me había prometido que ellos se ocuparían de mí. Les contaría que habíamos intentado desesperadamente reunimos con ellos, pero caímos en manos de mercaderes de esclavas y sólo yo conseguí escapar. Esperaba que me suplicasen, ya que ocupaba el lugar de Ute, que les permitiera adoptarme como hija suya.