Authors: John Norman
—¿Acaso soy responsable de proteger mi propio precio en el mercado? —le pregunté irónicamente.
—Sí —contestó muy seriamente—. Aunque yo, si fuera un hombre, pagaría más por una muchacha que fuera seda roja.
—No debo hacer nada para estropear la inversión de Rask de Treve.
—Eso es.
—¿Qué ocurriría si me cogiese un hombre y no quisiera escuchar mis razones? —pregunté.
Ute se echó a reír. Fue la primera vez que la vi reírse en el campamento.
—Pues grita y los demás te librarán de él, y le enviarán una seda roja.
Ute se dirigió al guarda.
—Ponle el lazo alrededor del cuello —le dijo. Y Techne y yo quedamos unidas y salimos fuera de la empalizada.
—Ten cuidado, El-in-or —gritó Ute.
No entendí a qué se refería.
—Está bien —le respondí.
Sentí un tirón en el cuello.
—¡Date prisa, El-in-or! —dijo Techne—. ¡Hemos de regresar pronto y nuestros cubos no están ni medio llenos!
Me sentí molesta con ella. Era joven. Era una esclava preciosa, aunque tenía experiencia para saber lo que era un collar.
El sol caldeaba suavemente todo mi cuerpo y yo me desperecé, alegre.
Cuando ni el guarda ni ella me miraban, yo tomaba puñados de bayas de los cubos de Techne y los ponía en los míos. ¿Por qué tenía yo que trabajar tanto como ella? También, cuando no miraban, me llevaba algunas bayas a la boca, teniendo cuidado de que sus jugos no me manchasen la cara y se notase que las había estado comiendo. Ya había hecho aquello anteriormente, cuando estaba en la caravana de Targo. Ni Ute ni el guarda me habían visto nunca. Los había engañado a los dos. ¡Yo era demasiado inteligente como para que ellos se dieran cuenta!
Por fin nuestros cubos estuvieron llenos y regresamos al campamento.
El guarda tendió los cubos a otras muchachas para que los: llevasen a la cocina, y luego nos soltó.
—El-in-or, Techne —dijo Ute—: seguidme.
Nos llevó a aquella parte del campamento en la que estaba el tronco dispuesto horizontalmente sobre los mástiles y que parecía más bien un tronco del que hubiera que colgar carne o trofeos de caza. Cerca de la anilla de hierro enterrada en el suelo justo debajo de su centro, Ute nos dijo a Techne y a mí que nos arrodillásemos.
A un lado había un brasero lleno de carbones blancos. Del brasero salían los mangos de cuatro hierros. El fuego era bastante vivo, y parecía que llevaba ardiendo dos o tres ahns, quizás incluso desde que nosotras habíamos salido del campamento para coger las bayas.
Sentí miedo.
Había dos o tres guardas allí y algunas de mis compañeras de trabajo.
Uno de los guardas era el que nos había acompañado a Techne y a mí fuera de la empalizada.
También otros hombres y mujeres del campamento se acercaron a los mástiles. Ute se puso de pie, muy seria, frente a nosotras.
Techne miró a su alrededor, asustada. A mí aquello no me gustaba tampoco, pero intenté parecer tranquila.
—Techne —dijo Ute—. ¿Has robado bayas del cubo de El-in-or?
—¡No, no! —exclamó.
—El-in-or, ¿has robado, o no, bayas del cubo de Techne?
—No las he robado —respondí.
Ute se volvió hacia el guarda.
—La primera —dijo él—, dice la verdad. La segunda está mintiendo.
—¡No! —grité—. ¡No!
Ute me miró.
—No es difícil de creer, El-in-or —me dijo—. A veces el guarda te ve, por la sombra, o sabe lo que estás haciendo por el sonido, o ve las distintas cantidades de los cubos; a veces sabe lo que haces por el reflejo en el metal de su escudo.
—¡No! —supliqué—. ¡No!
—Robaste de mi cubo con mucha frecuencia —dijo Ute—, pero yo le pedía al guarda, que también lo sabía, que no informase sobre ti.
Bajé la cabeza, sintiéndome desdichada.
—No volveré a robar bayas nunca más, Ute —le dije.
—No. No creo que vuelvas a hacerlo.
La miré.
—Pero esta vez —prosiguió— le has robado a Techne, que es una de mis muchachas. No puedo permitirlo.
Ute se volvió hacia Techne.
—¿Has comido alguna baya? —le preguntó.
—No —respondió asustada.
—Y tú, El-in-or, ¿has comido alguna?
—¡No, Ute! —respondí—. ¡No!
Entonces Ute volvió a situarse frente a Techne.
—Abre la boca y saca la lengua —le ordenó.
Ute le inspeccionó la boca y la lengua.
—Bien —dijo.
Entonces se situó frente a mí.
—Por favor, Ute —supliqué—. ¡Por favor!
—Abre la boca y saca la lengua.
Lo hice. Hubo muchas risas en el grupo.
—Puedes irte, Techne —dijo Ute.
La joven esclava se puso en pie y salió corriendo.
Yo comencé a ponerme en pie también.
—No, El-in-or.
Me arrodillé frente a ella temblando.
—Quítate la ropa.
Obedecí aterrada, y volví a arrodillarme frente a ella como antes.
—Ahora, pídele a un guarda que te marque y te azote.
—¡No! ¡No, no, no, no!
—Yo la marcaré —oí una voz detrás mío.
Me volví para ver a Rask de Treve.
—¡Amo! —lloré, y me eché a sus pies
—Sujetadla —dijo a cuatro de sus hombres.
—¡Por favor! —grité—. ¡No, amo, no!
Los cuatro hombres me sostuvieron, desnuda, cerca del brasero. Podía sentir el calor que me llegaba del fuego.
Vi que Rask, con un enorme guante, sacaba uno de los hierros del fuego. El hierro acababa en una pequeña letra. Estaba caliente.
—Esto es una marca de castigo —dijo él—. Te marca como embustera.
—¡Por favor, amo!
—Se me ha agotado la paciencia contigo. Has de ser marcada como lo que eres.
Grité sin poderme controlar cuando él apretó el hierro firmemente contra mi pierna. Después, al cabo de unos tres o cuatro ihns, lo retiró. Yo no podía dejar de gritar por el dolor. Noté el olor a carne quemada, mi propia carne. Comencé a llorar. No podía respirar. Intenté tomar una bocanada de aire. Los cuatro hombres siguieron sujetándome.
—Esta marca de castigo —dijo Rask de Treve sosteniendo otro hierro— te marca como lo que eres, una ladrona.
En el extremo había otra letra, candente como la anterior.
—¡Por favor, no, amo! —lloré.
No podía mover un solo músculo de mi pierna izquierda. La sujetaban con fuerza pues aún tenía que recibir el segundo hierro.
Volví a gritar. Acababan de marcarme como ladrona.
—Este tercer hierro también es una marca de castigo. Te marco por él, no por mí mismo, sino por Ute.
A través de las lágrimas pude ver que también era una letra.
—Te marca como una traidora —dijo Rask. Me miró enfurecido—. Serás marcada como traidora —Apretó el tercer hierro contra mi carne. Cuando se pegó a ella, ardiendo, vi que Ute miraba, sin que su rostro dejase traslucir ninguna emoción. Grité, lloré, y volví a gritar.
Pero los hombres no me soltaron.
Rask alzó el último hierro que había en el fuego. También estaba muy caliente. Conocía la marca. La había visto en el muslo de Ena. Era la marca de Treve. Rask había decidido que mi carne debía llevar aquella marca.
—No, amo, por favor —le supliqué.
—Sí, esclava inútil, llevarás en tu carne la marca de Treve.
—¡Por favor!
—Cuando los hombres te pregunten quién te marcó como ladrona y embustera y traidora, señala esta marca y di que fuiste marcada por un hombre de Treve, que estaba disgustado contigo.
—No me castigues con el hierro.
No podía mover el muslo. Estaba obligada a esperar el lacerante beso del hierro.
—¡No! —grité—. ¡No!
Se me acercó. Podía sentir el calor terrible del hierro, incluso a varios centímetros de distancia de mi cuerpo.
—¡Por favor! ¡No!
El hierro se detuvo.
Vi sus ojos y me di cuenta de que no se apiadaría de mí.
—Con el signo de Treve te marco esclava.
Entonces el hierro, crujiendo, fue apretado, con fuerza y firmeza, sobre mi carne, durante unos cinco segundos.
Grité y lloré, y comencé a toser y vomitar.
Ataron mis muñecas delante de mi cuerpo, con una larga tira de fibra, que fue echada a continuación por encima del tronco de madera dispuesto horizontalmente. El extremo libre de la tira fue atado a un lado. Los hombres se apartaron.
Yo estaba llorando.
—Traed el látigo —dijo Rask de Treve.
Quedé colgando a medio metro del suelo. Sentí que ataban mis tobillos y luego una tira los aseguró a la anilla que había debajo, la que estaba fijada a la roca enterrada en el suelo. De aquella manera yo no me movería demasiado al recibir los golpes.
—¡Por favor, amo! —grité—. ¡No me golpees! ¡No soporto el dolor! ¡No lo entendéis! ¡Yo no soy una muchacha corriente! ¡Me duele! ¡Soy demasiado delicada para ser azotada!
Oí cómo se reían los hombres y las muchachas a mi alrededor. Me quedé colgando por las muñecas, en medio de mi desdicha. Parecía que mi muslo estaba ardiendo. Las lágrimas saltaban a borbotones de mis ojos. Tosía y no podía respirar. Oí la voz de Rask de Treve.
—Para empezar recibirás un golpe por cada una de las letras de la palabra
«Embustera»
y luego uno por cada una de las letras de la palabra
«Ladrona»
, luego un golpe por cada una de las letras de la palabra
«Traidora»
. Tú contarás los golpes.
Lloré.
—Cuenta —ordenó.
—Soy analfabeta —lloré—. ¡No sé cuánto hay que contar!
—Hay nueve letras en la primera palabra —dijo Inge.
La miré horrorizada. No la había visto hasta aquel momento. No quería que viese cómo me azotaban. También vi que Rena estaba cerca. No quería que ellas viesen cómo me azotaban.
—Has gritado mucho cuando te marcaban —dijo Inge.
—Es verdad —convino Rena.
—Cuenta —ordenó Rask de Treve.
—¡Uno! —grité en medio de mi desgracia.
De pronto mi espalda explotó. Grité, pero no salió ningún sonido de mi garganta. Parecía no quedar un aliento en mi cuerpo. Luego sólo sentí el dolor y casi perdí el conocimiento. Colgaba de las muñecas. Sólo recordaba el sonido del cuero y el dolor.
No podía soportarlo.
—¡Cuenta! —oí.
—No, no —dije.
—Cuenta —me urgió Inge—, o será peor para ti.
—Cuenta —me presionó Rena—. ¡Cuenta! El látigo no disminuirá tu valor. Las tiras son demasiado anchas. Sólo castigan, no dejan marca.
—Dos —lloré.
El cuero cayó de nuevo sobre mí y me quedé sin respiración. Me retorcí, colgando, con la sensación de que mi cuerpo ardía.
—¡Cuenta! —gritó Rask de Treve.
—No puedo —sollocé—. No puedo.
—Tres —dijo Ute—. Yo contaré por ella.
El látigo cayó de nuevo.
—Cuatro —dijo Ute.
Perdí el conocimiento dos veces mientras me azotaban, y las dos veces me ayudaron a recuperarlo echándome agua helada. Por fin Ute contó el último de los golpes. Yo seguí colgada, con la cabeza caída hacia abajo, sin fuerzas para valerme por mí misma.
—Ahora —me anunció Rask de Treve—, te azotaré hasta que me parezca suficiente.
Me dio diez latigazos más. Perdí el conocimiento dos veces de las que me recuperé gracias, de nuevo, al agua helada que me echaron encima. Finalmente, sin que acabase de comprender del todo lo que oía, escuché
«Dejadla caer»
.
Quitaron la fibra de atar de mis muñecas, pero me ataron las manos en la espalda, para que no pudiera hacerme nada en las marcas. Me pusieron brazaletes de esclava. Luego él me llevó, sujetándome por el pelo, dando tumbos y sin fuerzas ni para andar, hasta la pequeña caja de hierro situada cerca de los mástiles y me echó dentro.
Me acurruqué en el suelo, en el interior de la caja, y vi cómo se cerraba la puerta y oí el sonido de los cerrojos al ser corridos. Por último distinguí el clic de los candados.
Me encerraron allí dentro. Alcanzaba a atisbar algo del exterior gracias a la ranura superior que había en la puerta de hierro. Hacía calor y estaba oscuro.
Recordé que una de las esclavas, el primer día de mi estancia en el campamento, me había advertido que, si robaba o mentía, me azotarían y me enviarían a aquella celda para esclavas.
Gemí y me dejé caer sobre uno de mis costados, para recoger las rodillas debajo de mi barbilla, mientras mis manos seguían atadas, con los brazaletes, a mi espalda. Me quemaba el muslo por las marcas, y la espalda y la parte posterior de mis piernas me escocían y me ardían por la crueldad del látigo. Elinor Brinton, de Park Avenue, había sido marcada como embustera, ladrona y traidora, y un tarnsman temerario de otro planeta, su amo, había grabado sobre su carne, insolentemente, la marca de su propia ciudad. A la joven que estaba en la garita de las esclavas no le cabía la menor duda de a quién pertenecía. Él le había puesto un collar, y, con un hierro candente, había colocado su marca sobre la carne de ella.
Quedé inconsciente en la caja de las esclavas. Pero aquella noche se desperté por el frío, con el cuerpo aún dolorido.
Desde el otro lado de la puerta me llegaron los sonidos de la fiesta y del placer, por la celebración en honor de las dos muchachas capturadas cuando huían de los compañeros elegidos para ellas por sus padres.
Pasé bastantes días en la garita para las esclavas. La puerta sólo se abría para darme de comer y beber, pues no soltaron mis muñecas. No se me permitía estirarme, o salir para relajar las piernas. El quinto día, retiraron los brazaletes que aseguraban mis muñecas, pero permanecí en la caja. En realidad la propia caja, su calor, su oscuridad, sus pequeñas dimensiones, también me infligían su tortura.
Durante los primeros días, con las manos atadas, grité y di patadas y supliqué que me dejasen salir. Cuando retiraron los brazaletes, y me pasaban el agua y la comida a través del hueco que quedaba a los pies de la puerta, golpeé, grité y arañé la parte interior de la garita. Pasaba los dedos a través de la pequeña ranura e imploraba piedad. Temía volverme loca. Ute me daba de comer y llenaba el cuenco del agua, pero no hablaba conmigo. En una ocasión, sin embargo, sí me dijo algo.
—Serás puesta en libertad cuando tu amo lo desee y no antes.
Un día Inge se acercó por allí, para provocarme.
—Rask de Treve se ha olvidado de ti —me dijo.
Rena estaba con Inge.
—Sí —rió Rena—, se ha olvidado de ti. Se ha olvidado.