—Helen nos hará una serie de poses en las que representará a una mujer en el cuarto de baño.
Oí algunas risitas ahogadas mientras dejaba los vaqueros enrollados al lado del jersey. «Ah, los está provocando», pensé y sentí un sobresalto que me paralizó.
Mientras les daba los detalles, sabía que estaría señalando la pila y la pequeña toalla que había en la tarima y el cuadro de la bañera antigua. Sabía que debía darme prisa en desnudarme. En unos momentos Tanner diría: «Helen, cuando quieras». Pero aún no me había quitado la enagua de mi madre. Noté la suavidad de la vieja tela en contacto con mi piel. Me quité las bragas y después me desabroché el sujetador, que deslicé por debajo de los finos tirantes de la enagua. Por un momento pensé en Hamish, esperándome. Lo imaginé tumbado en el sofá del salón de Natalie. Entonces la imagen cambió y de repente tenía la cabeza cubierta de sangre. Dejé la ropa interior en el baúl, encima de los pantalones y el jersey.
Todo cuanto implicaba desnudarme en Westmore tenía su ritmo. Entraba en clase, saludaba a unos cuantos estudiantes, miraba la tarima y me escondía detrás del biombo. Empezaba a desnudarme cuando llegaba el profesor y seguía haciéndolo mientras él soltaba el discurso que precedía a mi aparición. Nuestra ropa tenía un lugar asignado en cada clase. En la que posaba Natalie había una vieja taquilla de metal rescatada del viejo gimnasio. En mi clase estaban los baúles y una silla de respaldo alto. Mientras deslizaba la mano por la tela color pétalo de rosa y me tocaba el pecho, el estómago, la leve curva de la cadera, pensé en mi madre. Pensé en el hecho de que Westmore siempre había sido un refugio para mí. Salía, despojada de todo, y me colocaba delante de los alumnos, que me dibujaban. Nunca había sido tan inocente como para creer que aquello significara que en realidad me veían, pero el proceso metódico de desnudarme, el hecho de subir a la tarima enmoquetada, incluso el escalofrío que me recorría el cuerpo, a menudo me parecía de lo más revolucionario.
Oí que los estudiantes abrían sus grandes cuadernos de bocetos por una hoja en blanco. Tanner estaba llegando al final de su breve e inútil explicación. Me quité la enagua por la cabeza y me calcé las chanclas de bambú. Dejé la enagua en la silla y descolgué la bata de hospital de la percha. Me apresuré a cubrirme. —Helen, cuando quieras.
Miré la enagua. Era mi madre lo que estaba en aquella silla. Sentí ganas de soltar un grito de terror pero me contuve. ¿Actuó el instinto de supervivencia en aquel momento? ¿Fue eso lo que me llevó a hacer lo que hice? Como si fuera uno de los pequeños adornos de mi casa que ya no quería, enrollé la enagua de mi madre y la lancé detrás de los baúles, contra la pared enlucida. Allí se quedaría, sin duda, durante un buen tiempo. Una vez Natalie perdió un anillo y pasaron meses antes de que un profesor tan aburrido como para cambiar los muebles de lugar en mitad de la clase lo encontró.
Salí de detrás del biombo con la bata de hospital anudada a la cintura, mis chanclas y el movimiento de los estudiantes como únicas fuentes de sonido. Subí los dos escalones que conducían a la tarima enmoquetada y Tanner me dio un librito. Tanto Natalie como yo lo conocíamos bien. Poco más grande que la palma de mi mano, formaba parte de una serie de pequeños libros de arte publicados a finales de los cincuenta que llevaban años dando vueltas por las clases. Aquel libro reproducía quince láminas en color y se titulaba, sencillamente,
Mujeres arreglándose.
—Lo tengo claro —dije, ofreciéndole el libro a Haku.
—Haremos una rotación. Primero dales una pose de tres minutos. Diez, nueve, siete, cuatro y terminas con la dos, que puedes aguantar durante un poco más de tiempo, si quieres. ¿Te sabes las láminas?
—Sí —respondí.
En otras circunstancias habría dicho los títulos en el orden que me había pedido, pero en aquel momento no le prestaba atención. Concentré toda mi atención en Dorothy, la mejor estudiante de la clase. Decidí que luciría para ella el asesinato de mi madre en la piel.
Para mi primera pose tenía que dar la espalda a los alumnos, de modo que me volví mientras Tanner se alejaba de la tarima. Me fijé en el cuadro de la bañera que colgaba de la cortina, me quité la bata y la sostuve con la mano derecha, como si fuera la toalla que aparecía en
Mujer secándose después del baño.
Me incliné, como hacía ella, y agaché la cabeza para mostrarles un medio perfil. La clase se llenó de inmediato con el sonido de los trazos furiosos de los estudiantes, como si ellos fueran las cámaras y yo el sujeto que hubieran de cazar al vuelo. Muy pocos, entre ellos Dorothy, tenían el don de la consideración.
Tres minutos era una concesión para los estudiantes. Al final del semestre tendrían que hacerlo en tan solo dos. Pero yo era capaz de aguantar poses durante mucho más tiempo, siempre lo había sido. Quedarme totalmente quieta se me había dado bien desde el principio.
—Parece que hayas nacido para esto —me dijo Jake una vez.
Entonces era mi profesor. Mi Tanner Haku, y a mi modo de ver, yo era su Dorothy. Pero yo no tenía el talento de Dorothy.
—Tienes una piel tan hermosa —me había dicho Jake.
Y yo me aferré a ello. Como si tuviera la sensación de que, si volvía a decirlo, algo se rompería en mi interior. Y lo hizo. Lo dijo cuando se dio cuenta de que tenía frío y estaba casi temblando. Se acercó a mí —estaba tumbada y se me había dormido el costado—, y se quedó allí de pie, mirándome. Temí que en cualquier momento dijera: «¿Sabes qué? Me he equivocado. Eres horrible. Ha sido un error».
—Estás amoratada de frío —dijo.
—Lo siento —respondí, intentando con todas mis fuerzas evitar que me castañetearan los dientes. Tenía dieciocho años, nunca había visto a un hombre desnudo y mucho menos había estado desnuda frente a uno.
—Relájate —dijo.
Se colocó detrás del biombo del estudio y lanzó una manta por encima que aterrizó sobre mí. La aspereza de la lana se sentía como una agresión, pero tenía demasiado frío para quejarme.
—He encendido la tetera. Te prepararé una taza bien caliente. También tengo sopa de fideos, si te apetece.
Sopa de fideos como afrodisíaco. Más tarde le pregunté a Jake si entonces ya sabía que haría el amor conmigo.
—En absoluto. Cuando te vi con aquel ridículo vestidito rosa estuve a punto de echarme a reír.
—Era de color coral —lo corregí. Me había dejado en él todo mi dinero.
—Cuando te lo quitaste me enamoré.
— ¿Entonces te pareció el vestido adecuado?
—Cuando cayó al suelo.
Seguía envuelta en la rugosa manta cuando Jake regresó con dos tazas de té.
—Gracias, Helen —dijo, y dejó la mía en el suelo. Recuerdo que aún tenía demasiado frío para alcanzarla—. Has hecho un trabajo extraordinario.
Guardé silencio. .
—Y tienes una piel realmente fantástica, en serio —dijo.
Rompí a llorar. Por el frío y por la nieve amontonada en el exterior, por lo lejos que estaba de mi casa y de mi madre. Jake dejó la taza en el suelo y me preguntó si podía abrazarme.
—Hummm…
Me rodeó con los brazos y apoyé la cabeza en su hombro. No podía dejar de llorar. — ¿Qué te pasa?
¿Cómo iba a decirle algo que me parecía tan ridículo? Tanto tiempo soñando con alejarme de mi madre y ahora la echaba de menos. Durante aquel primer semestre, esa sensación me persiguió como una sombra.
—Es solo que tengo mucho frío —respondí.
— ¡Cambio! —bramó Haku.
Los estudiantes dieron los toques finales a lo más evidente de
Mujer secándose después del baño,
que no era aquello que a muchos de ellos aún les daba vergüenza dibujar: mi culo. Cada vez que ojeaba los dibujos de los alumnos de primero veía que centraban su atención en los detalles accesorios. La vez que posé para el Centro de Ancianos no ocurrió así. Aquellos hombres y mujeres se metieron de lleno en la tarea, conscientes de que el tiempo era limitado.
— ¡
Mujer
en el baño!
—anunció Tanner orgulloso.
Entonces no hubo risas. Los estudiantes estaban concentrados, y después de soltar la bata que me había servido de toalla me incliné sobre la pila de metal, sostenida en una silla, y cogí la esponja con la mano derecha. Me volví hacia la clase y me cubrí los pechos con el brazo derecho mientras me acercaba la esponja a la axila izquierda, como si me estuviera lavando.
Aquella pose siempre me había resultado incómoda. Me obligaba a mirarme la axila y a cobrar demasiada conciencia de mi propio cuerpo. Con el paso de los años, cada vez tenía más manchas en el pecho y en los hombros, y la piel tersa con la que había sido bendecida se había vuelto fláccida a pesar de las posturas invertidas de las que era capaz en clase de yoga. Al fin y al cabo, la flexibilidad no anulaba la gravedad. Me encontraba en el límite entre una Venus que aún lo tenía todo en su sitio y
La madre
en cueros de Whistler. De repente, mientras la esponja seca seguía detenida junto a la delicada piel de mi axila, se me ocurrió que si hubiera sido menos flexible, si no hubiera estado en forma, no habría podido cometer ninguno de los delitos de los que ahora era culpable. Me habría sido imposible levantar y arrastrar a mi madre. Que Hamish me hubiera encontrado atractiva, impensable.
— ¿Helen? —dijo Tanner, y se acercó a la tarima. Me llegó el olor a las cápsulas de ajo que tomaba a diario.
— ¿Sí? —pregunté, manteniendo la pose.
—Da la impresión de que estás temblando. ¿Tienes frío?
—No.
—Concéntrate —ordenó—. Dos minutos más —anunció a la clase.
Cinco años antes, a altas horas de la noche, Tanner había decidido dibujar el esqueleto de un conejo que había visto en una vitrina polvorienta en el viejo edificio Krause de biología. Me había llevado a la inauguración de una exposición de arte y habíamos terminado abriéndonos paso con una linterna en un edificio a oscuras que aún no había sido restaurado. Encontramos muchas vitrinas, pero no la que andábamos buscando, y nos quedamos paralizados como niños traviesos al oír el crujido de la puerta de salida en el piso de abajo, y a Cecil, el viejo vigilante de seguridad, gritando en mitad de la oscuridad: «¿Hay alguien ahí?».
El año siguiente, durante la restauración del Krause, pasé por allí y vi algunos huesos que sobresalían de un contenedor. Sin preocuparme que alguien pudiera verme, me levanté la falda y subí a uno de los bloques de hormigón que una grúa había dejado en el lugar, aún envuelto en su malla de acero, para ver qué había en el contenedor. Allí estaba el esqueleto del conejo, tumbado sobre un costado.
El esqueleto, en tan buen estado como cabía esperar, se había convertido en la pieza principal de una colección de objetos encontrados que Tanner había dispuesto en la larga y alta repisa que rodeaba la clase. A veces era lo primero que veía nada más entrar: los delicados huesos del conejo junto a las rocas de distinta forma y tamaño, el ojo de Dios que había dibujado el hijo de una estudiante y la interminable colección de cristales de playa que Tanner recogía en sus viajes solitarios a las costas de Jersey.
Ahora sentía la amenazante presencia de aquel esqueleto a mis espaldas y no podía librarme de la imagen de mi madre, pudriéndose capa a capa hasta quedarse en los huesos. Había algo en aquella idea, la lenta muda hacia el calcio amarillento que debe mantenerse inmóvil para evitar la disgregación, que me resultaba a un tiempo terrorífico y tranquilizador. La idea de que mi madre era eterna como la luna. La naturaleza ineludible de aquel hecho me dio ganas de reír. Viva o muerta, la madre o la ausencia de la madre siempre determinaba la vida de una persona. ¿Acaso había pensado que sería fácil? ¿Que su sustancia, desmenuzada, me haría sentir que me había vengado? La había hecho reír con mis tonterías. Le había contado historias. Me había convertido en una imbécil a merced de otros imbéciles, y con ello había logrado que no se perdiera nada cuando decidió volver la espalda al mundo.
Entregándole por completo mi vida compraba breves espacios de tiempo. Podía leer los libros que quisiera. Podía plantar las flores que me gustaran. Podía conducir hasta Westmore y posar desnuda en una tarima. Solo cuando me creí Ubre descubrí lo aprisionada que estaba.
— ¡Cambio!, —bramó Haku. Su tono me transmitió que debía esmerarme en las poses.
Una bendición, aquella, después de lo violenta que había resultado la anterior. Me senté de lado en la silla, consciente de que los estudiantes tendrían que imaginarse el borde de la bañera junto a mi cuerpo. Que mi culo tendría que parecer redondeado, y no cuadrado como me lo dejaba la silla. De nuevo, cogí la bata de hospital y la utilicé a modo de toalla.
Después del baño, mujer secándose la nuca
siempre me permitía darme un rápido masaje en los hombros antes de volver a quedarme inmóvil.
Oí que algunos estudiantes se quejaban de la falta de tiempo. Querían que las poses duraran más. Había un chico que me caía especialmente mal, aunque en ocasiones sentía que era demasiado dura con él. La primera semana de clase, cuando me presenté y les hablé un poco de mí y de mis hijas —dónde vivían y a qué se dedicaban—, el chico me dijo: «Entonces tendrás, al menos, la edad de mi madre». Como mi orgullo no conocía límites, le contesté que tenía cuarenta y nueve años. Las dos palabras de su respuesta, que después le repetí a mi madre entres risas, fueron: «¡Menudo asco!».
—Una vez intenté seducir a Alistair Castle —me dijo ella.
Permanecí inmóvil y la miré. Cuando cumplió los ochenta comenzó a contarme cosas que ignoraba. Como que un amigo de su padre la había tocado de manera inapropiada. O que después del accidente de mi padre habían dejado de tener «relaciones». O que no le importaba demasiado Emily pero le gustaba enterarse de los fracasos de Sarah en las audiciones. «Imagina tener que pasar una audición para ser camarera», decía, encantada con la idea de que en Nueva York trabajar en un restaurante fuera tan competitivo que los aspirantes hubieran de superar una prueba.
Con cada una de aquellas inesperadas revelaciones me volvía más insensible, un arte que había desarrollado con el tiempo a fin de extraer la verdad que se escondía tras los destellos.
— ¿Y cómo resultó tu estrategia de seducción? —pregunté, la cabeza dándome vueltas al pensar en el daño que le habría hecho a mi padre si se hubiera enterado.