Me eché hacia atrás. Solté el bolígrafo, que rodó en silencio hasta detenerse. Tras la muerte de mi padre me pasé años añorando los momentos que no había pasado con él, mirando a Emily y a Sarah, pensando en las fiestas de graduación a las que las había acompañado y en cómo las vigilaba mientras jugaban en las jaulas del parque. En una o dos ocasiones él se había sentado a mi lado al borde de la zona de juegos. Tuve eso. Y a eso me aferraba, pero cuando intentaba recordar de qué habíamos hablado, no era capaz. Siempre quise haberme quedado con algo suyo; al menos mi madre se había apresurado a cortarle un mechón de pelo cuando oímos que los hombres de la funeraria se acercaban a la puerta.
La miré horrorizada mientras se lo metía debajo de la camisa.
—Era mi marido —susurró.
Cuando llamaron al timbre sentí que mi obligación era ayudar a aquellos hombres en su trabajo. A subir a mi padre a la camilla. A ceñir las correas.
Sin embargo, seguí el consejo del director de la funeraria y me retiré. Me llevé a mi madre al salón, donde nos quedamos frente a la enorme vitrina que había en el rincón, al lado de la cocina, acurrucadas la una junto a la otra, no tanto tocándonos como manteniendo una forzada proximidad.
—Lamento su pérdida —dijo el director cuando bajó del piso de arriba para empezar con el papeleo. Estaban acostumbrados a decir esa frase.
El otro, más joven, acababa de empezar a trabajar en la funeraria.
—Sí, igualmente —dijo, y me estrechó la mano.
Noté que algo se me clavaba. Algo afilado que me pinchaba. Me di cuenta de que llevaba un rato haciéndome daño.
Me incliné hacia atrás y me metí la mano en el bolsillo. La mariposa de Sarah. La saqué y la sostuve en la palma de la mano, la luz del aplique resaltaba los azules y los verdes, las pepitas doradas de las antenas y las patas.
Eran casi las nueve. Me pregunté si Sarah y Jake estarían buscándome o si se les habría ocurrido hablar con Hamish. Me pregunté si Hamish ya habría abierto el cajón de su mesilla de noche.
Cerré la mano y atrapé la mariposa con fuerza, pensé en todos los objetos de los que me había desembarazado a lo largo de los años para sentirme libre. No había tirado el Buda lloroso que Emily me había regalado. Y no iba a tirar la mariposa.
Me puse en pie, atravesé la lana de mi jersey negro con la punta redondeada de la mariposa y la cerré.
«El señor Forrest ya estará dormido, o escuchando música en su preciado equipo Bose», pensé. Me había hablado de él un día que nos encontramos, haría un año aproximadamente.
—El sonido es fantástico. Puedo tumbarme en la cama a escuchar música. Tengo un antifaz de terciopelo para dormir. Antes, si quería escuchar música tenía que sentarme en el salón.
Me agaché para recoger la carta de Emily y la caja de lápices. Me lo coloqué todo debajo del brazo como si fuera un bolso sin asas. Por fin estaba en la casa de la Otra. Los Leverton y sus cruceros en vacaciones, sus elaborados montajes navideños, sus abundantes barbacoas en el jardín, las risas de los invitados que se colaban entre los árboles y llegaban hasta nuestra casa. Todo aquello se había acabado para siempre.
Sabía exactamente adonde quería ir, de modo que avancé por el corto pasillo que en casa de mi madre conducía hasta el único baño del piso de arriba. El de la señora Leverton daba a otro pasillo que se abría al dormitorio desde el que la noche anterior nos había visto a mí y a mi madre en el jardín.
En un rincón de la habitación había un humidificador y el aroma embriagante de la menta y el eucalipto llenaba el ambiente. En la mesilla de noche —la madera protegida por una lámina de cristal cortado a medida— había filas y más filas de frascos de medicamentos y un bloc de notas hecho a partir de trozos de papel sujetos con un clip. Junto a él, un lápiz mordisqueado. Todo parecía querer recordarme que estaba allí para quitarme de en medio.
Dejé los lápices y la carta para Emily en la cama y me senté junto a la mesa. Había algo escrito en el bloc. Lo cogí.
Tenía una letra de trazos sorprendentemente largos e inseguros.
Me fijé en que casi todas las hojas estaban llenas, no de listas de la compra o tareas por hacer, sino de las capitales de los cincuenta estados, de los nombres de los médicos que la habían tratado, además de los de las enfermeras. Pasé las hojas una por una.
En los días buenos, la grafía era más segura y se acordaba de Frankfort, Kentucky; Augusta, Maine, y Cheyenne, Wyoming. En los días malos la letra era más agitada y no se acordaba de ningún presidente entre Johnson y Bush. Mis conocimientos palidecían al lado de los suyos. Yo no sabía nada de Rutherford Hayes.
Estaba a punto de desmoronarme, sentía las lágrimas al borde de los ojos, pero entonces vi el dibujo que había hecho —un garabato, en realidad—, la silueta de una mujer. Supe que era una mujer porque llevaba falda, y porque a su alrededor, con letra temblorosa por el miedo y la desesperación, aparecía de manera obsesiva el nombre mal escrito de su nuera. Sherill, Sherelle, Cherelle, Shariwell, Charül. Por mucho que lo intentara, nunca llegó a Cheryl.
Me pregunté qué pensaría Cheryl de ella. Yo la había visto tan solo en una o dos ocasiones. ¿Querría la señora Leverton a Cheryl o sería para ella un ogro con el que estaba obligada a llevarse bien si quería acercarse a su hijo?
Me fijé en la figura que la señora Leverton había dibujado junto al nombre deformado de su nuera. «Todos los días», pensé. La señora Leverton escribía todos los días aquellas cosas que la mantenían unida al mundo exterior. Aun tan frágil, se había mantenido aferrada.
Sabía qué era lo que a mí me mantenía aferrada.
Busqué la nota que le había escrito a Emily. La rasgué de arriba abajo una vez. Volví a hacerlo en la misma dirección. Estaba decidida a explicarles lo que pudiera a mis nietos y a cargar con la vergüenza de mis errores.
Solté el confeti en el suelo y pensé fugazmente en el agua que había dejado en el fuego. Sonreí al recordar que Jake llamaba a Sarah su «pequeña Gadafi» por lo mucho que le gustaba la ropa verde. Podría llevarme los lápices de colores y derretirlos en una sartén hasta reducirlos a pequeños grumos. Después podría señalar las capitales de los países que nunca había visitado y que no visitaría jamás. «Verde para Nuuk —pensé—, la capital de Groenlandia, donde viven ogros verdes.» Podría dar clases de arte en la cárcel. Un día me soltarían y volvería al campo de Westmore para enseñar a los ancianos a pintar el roble podrido.
Me levanté. En la cocina había una pistola sobre la mesa y el fuego estaba encendido, pero me acerqué a la ventana de bisagras que había en el rincón. Un lado daba al jardín de atrás de los Leverton, el otro a la casa de mi madre.
Los árboles se habían vuelto más frondosos desde que muriera mi padre, pero el otoño había llegado temprano y las hojas ya habían comenzado a caer. Vi el taller de mi padre y, más allá, la casa iluminada por la luz de la luna. Vi la ventana de mi habitación e imaginé las enredaderas arrolladas hacia arriba, el cuerpo de mi madre asomado a la ventana mientras mi padre la sujetaba y yo esperaba en silencio sentada en la cama.
Debió de ser entonces, o pocos segundos más tarde, cuando vi las luces. Destellos azules y rojos que parecían proceder de la parte delantera de la casa. Luces azules y rojas.
No lo entendía, y no estaba segura de llegar a entenderlo jamás. De qué estaba hecho el miedo de mi madre, por qué mi padre creyó que debía abandonarnos del modo en que lo hizo. O la suerte de tener aquellas hijas y el amor —una vez, o dos, porque Hamish también contaba— de hombres más que buenos.
Me acerqué a la ventana y me quité los zapatos. Los pies se me hundieron en la moqueta afelpada. Abrí unos milímetros la ventana y por la rendija se coló una corriente apresurada que inundó la atmósfera cerrada de la habitación con el aire fresco de la noche. Escuché con atención. Oí el crujido de las ramas mecidas por el viento, y después, procedentes de la casa de mi madre, oí voces y vi siluetas oscuras armadas con linternas que se dispersaban por nuestro jardín y entraban en el taller de mi padre.
Haría lo que mejor se me daba, pensé. Esperaría. Al fin y al cabo, era solo cuestión de tiempo.
la sangre:
Bender, Cooper, Dunow, Gold.
el círculo:
Barclay, Doyle, Elworthy, Fain, Goff, Muchnick, Nurnberg, Pietsch, Snyder.
el factor sorpresa:
Charlan.
los expertos en mecánica:
Bronstein, MacDonald, Schultz.
la ciudadela:
La Colonia MacDowell.
el comodín:
Wessel y el contingente italiano.
el perro salvaje:
Lilly (¡guau!).