Jake y yo llevábamos casados poco más de un año cuando comencé a tener pesadillas. Aparecían cajas, cajas de regalo vacías que ocupaban espacio sobre las mesas o formaban un círculo debajo del árbol de Navidad. Pero aquellas cajas estaban empapadas y el cartón había oscurecido. Lo que aquellas cajas contenían eran trozos de mi madre.
Jake aprendió a despertarme despacio. Me ponía la mano en el hombro mientras yo farfullaba palabras al principio demasiado confusas para que pudiera entenderlas. «Estás conmigo, Helen, y Emily está a salvo en la cuna. Vamos a ver a Emily, Helen. Estás con nosotros.» Había leído en algún sitio que repetir el nombre de la persona dormida contribuía a devolverla al presente. Y así me hablaba hasta que notaba que salía a la superficie. Entonces yo abría los ojos, que seguían extraviados hasta que lo oía decir su nombre, y el de Emily, y el mío. Mis pupilas eran como las lentes de una cámara, tenían que ajustarse, reajustarse, enfocar. «¿Otro sueño de mutilaciones?», me preguntaba después. Despacio, regresaba de ese mundo en que yo misma había despedazado a mi madre y etiquetado las cajas. En el sueño mi padre solía estar en casa. Silbando.
Mientras salían los últimos estudiantes y Tanner gritaba en vano a sus espaldas los deberes para la clase siguiente, me dirigí al biombo para vestirme.
—La esperaremos fuera —dijo el detective Broumas.
Oí que se marchaban y el ruido de la puerta al cerrarse, pero no me vestí. Seguí sentada en la silla de madera, temblando, abrazada cada vez con más fuerza a la bata de hospital. Por fin lo había hecho y ahora el mundo lo descubriría.
— ¿Helen?
Era Tanner.
— ¿Estás bien?
—Ven aquí —dije.
Tanner rodeó el biombo y se arrodilló frente a mí. Una vez habíamos intentado acostarnos pero terminamos borrachos y deprimidos por el rumbo que habían tomado nuestras vidas. Cuando se arrodilló frente a mí me fijé en que se estaba quedando calvo en la coronilla.
—Tienes que vestirte.
—Lo sé.
Me miré las rodillas, que de repente me parecieron tener el mismo aspecto marmóreo que la piel de mi madre. Me vi las articulaciones, la grasa vertida en una planta de tratamiento de residuos animales. Hamburguesas Scarsdale hechas con carne de mis muslos y brazos y almacenadas en un congelador, a la espera de que las asaran o las doraran en una sartén.
—Todo saldrá bien —dijo Tanner—. Los polis meten un poco de miedo, pero solo te harán preguntas sobre la rutina de tu madre, cosas así. Yo pasé por lo mismo cuando murió mi casera.
Pensé en asentir, por un segundo incluso creí que lo hacía, pero era como si el cerebro se me hubiera partido por la mitad. Miré a Tanner.
—No estoy llorando —dije.
—No, Helen, no lo haces.
—Se acabó.
Tanner no conocía los detalles de mi vida, pero cuando nos emborrachamos le mencioné que sentía que mi madre me succionaba la vida día tras día, año tras año. Me pregunté si cabía la posibilidad de que supiera qué significaba «Se acabó», o si, a pesar de sus costumbres libertarias, le conmovía la imagen sentimentaloide que se tenía de las madres en todo el mundo.
—Deja que te ayude. ¿Es este tu jersey?
Se acercó al baúl y sacó el jersey junto con el sujetador, que también había guardado allí. Se apresuró a recogerlo del suelo mugriento.
—Lo siento —dijo.
Aunque Tanner me había visto desnuda semana tras semana durante años, en el momento que me deslicé la bata por los hombros y la dejé caer sobre el asiento me sentí como si nunca antes me hubiera desnudado delante de él. Tanner sostenía el sujetador como sostendría un vestido para ayudarme a ponérmelo. Cuando me di cuenta de que su intención era vestirme, me dije que, por difícil que me resultara, tendría que hacerme con el control y salir adelante.
Le quité el sujetador y me lo llevé al regazo. —Gracias, Tanner. Puedo hacerlo sola.
Me ofreció su mano izquierda y posé en ella la que tenía libre. Me levanté y él se inclinó levemente y me dio un beso en la cabeza. — ¿Te veo el lunes a las diez? En aquella ocasión sí asentí.
Me estaba abrochando los pantalones cuando entró Natalie.
— ¿Estás ahí detrás?
—Sí.
Apareció con su vestido de Diane von Furstenberg y una nube de perfume recién pulverizada. Tenía la cara llena de manchas. Se notaba que hacía poco que las lágrimas le habían humedecido las mejillas.
—Han entrado a buscarte en la doscientos treinta y dos. Me he vestido todo lo rápido que he podido. ¿Puedo darte un abrazo? —preguntó. En cualquier situación, incluso en aquella, irradiaba que para ello se me tenía que pedir permiso.
Su calor me hizo fundirme en ella, quererla como siempre había querido una madre. Sin embargo, mi cerebro animal me advertía de lo peligroso que era aquello. Las mismas cosas que me confortaban podían desatar lo peor de mí.
Sentí ganas de arañarla. De rasguñarle los generosos pechos y el pliegue de grasa en el estómago que, según había leído, a su edad se debía a «causas hormonales». Quería agarrar aquel ridículo pelo teñido y arrancárselo de cuajo. Y quería hacer todo eso porque no podía hacer lo que más deseaba: filtrarme en su interior y desaparecer.
Dejé que pasara la mano por las cortas cerdas que me cubrían la cabeza y que la bajara hasta la nuca. Dejé que me frotara los marcados omoplatos. Y lloré, solo un poco, incapaz de discernir si lo hacía porque era lo que debía hacer en aquellas circunstancias o porque el consuelo de Natalie me resultaba doloroso.
— ¿Dónde está Jake? —preguntó.
Me puso las manos en los hombros y me apartó de su cuerpo. La miré. Me alegré de que me hubieran asomado las lágrimas. ¿Servirían para despertar compasión? ¿Podría volver a hacerlo cuando fuera necesario?
Recordé nuestra coartada.
—No lo sé. Tiene que venir a recogerme. Había quedado con un antiguo alumno que ahora trabaja en la Tyler.
—Entonces llegará pronto. Puede venir con nosotras.
— ¿Con nosotras?
—A comisaría —dijo Natalie.
— ¿Qué?
—A tu madre la han asesinado, Helen. Tuve que sentarme.
— ¿No te lo han dicho? Creí que lo sabías. Intenté contener un gesto de dolor. — ¿Quién ha sido?
—Creí que te lo habían dicho, cariño. Lo siento. Vamos, ponte los zapatos. Enseguida te dirán todo lo que saben.
— ¿Tienen a algún sospechoso?
—No lo sé. Estaba hablando con un policía y entonces llegó otro, uno con cazadora, y lo interrumpió.
—El detective Broumas —dije. Mi voz articuló cada una de las sílabas con un tono monocorde. Me acordé de Jake y de nuestros votos: «¿Aceptas a este hombre como tu legítimo esposo, hasta que la muerte os separe, en la salud y en la enfermedad y en las excentricidades criminales?».
—Los zapatos —dijo Natalie, y me los acercó con el pie.
La puerta se abrió y oí la voz de Jake en el pasillo.
— ¿Le queda mucho? —preguntó una voz familiar.
—Enseguida vamos —trinó Natalie—. Denos un minuto.
—Su marido está aquí. —Puede pasar.
—El detective le está haciendo algunas preguntas.
Natalie y yo nos miramos. Ya me había puesto los zapatos y, a efectos prácticos, no podía estar más lista.
Agarré el bolso y durante unos segundos de confusión pensé que la trenza de mi madre estaba aún en su interior. Suerte que le había hecho caso a Jake. De no haber sido por él, la trenza seguiría en la cama, enroscada como una serpiente.
— ¿Pintalabios? —preguntó Natalie.
—Bésame —ordené.
Y sin dudarlo, lo hizo. Apreté un labio contra el otro para extender el brillo. — ¿Lista? —Vamos.
—Es horrible lo que ha sucedido —dijo Natalie cuando estábamos ya cerca de la puerta—. Pero Jake está aquí. Los caminos del Señor son inescrutables.
No podía contarle a mi amiga que aquello no tenía nada que ver con el Señor y todo que ver con una sucesión de acontecimientos que yo misma había puesto en marcha menos de veinticuatro horas antes. La presión sobre las toallas, las mantas alrededor de su cuerpo roto, la enagua pétalo de rosa encajada entre el baúl y la pared, los restos de la trenza plateada en la taza de váter de mi casa. Todo aquello, igual que la llamada a Avery que había alertado a Jake, lo habían hecho las mismas manos que ahora sostenían mi bolso, que ahora sujetaban la puerta abierta, que ahora estrechaban la palma carnosa del detective Broumas.
Vi a Jake sentado a la mesa del profesor, en la clase de enfrente. Hizo ademán de levantarse, pero una mano en el hombro se lo impidió.
—Su marido está respondiendo unas cuantas preguntas sencillas —dijo el detective Broumas—. Me gustaría que usted hiciera lo mismo.
Me fijé en sus hombros. El negro azulado de la lana estaba salpicado de caspa. Los ojos, de un marrón intenso y cercados por tupidas pestañas, me recordaron a los del psicoterapeuta al que había ido durante cinco años tras la muerte de mi padre. «Explorar, explorar, explorar —le había dicho a aquel médico—. ¿No piensa hacer nada más?»
Un estudiante que llegaba tarde a su clase, auriculares a todo volumen, pasó frente a mí, volvió la cabeza como si fuera una cámara de seguridad y siguió su camino.
—Ya podemos irnos —dijo Natalie.
— ¿Irnos?
—Sí, detective. Me gustaría acompañarla a comisaría. El detective sonrió.
—No necesitamos tanta sofisticación. Creo que podemos buscar una clase vacía y sacarle partido.
Yo miraba a Jake. Le sobresalían los pies por delante de la mesa. Pese a su altura, a su madurez, en aquel momento me pareció estar viendo a un niño. Habiendo venido a ayudarme, habiéndose colado por aquella ventana, se había enredado inextricablemente en lo que fuera a suceder conmigo. Recordé nuestra versión. Se había ofrecido para arreglar la ventana de mi madre, como favor por los viejos tiempos.
— ¿Le parece si entramos?
— ¿Aquí? —pregunté, señalando la puerta por la que Natalie y yo acabábamos de salir.
—Sí, si le parece bien.
El detective Broumas le pidió a Natalie que esperara fuera. Llamó a uno de los agentes de uniforme y entramos los tres en la clase.
—Ha sido una mañana muy agitada para los vecinos del barrio —dijo el detective Broumas.
Echó un vistazo a la habitación y, viendo que había poco espacio para sentarnos, señaló la tarima.
—Allí debe de haber una silla. ¿Le parece bien?
—Claro. Hay otra silla detrás del biombo —respondí—. En realidad —añadí—, el profesor Haku preferiría que no tocaran esa silla. La ha dejado en su sitio para la pose del lunes.
El detective Broumas sonrió. Se quitó la cazadora azul oscuro y la colgó en uno de los caballetes de la primera fila.
—Hemos estado hablando con su marido. Todo un artista. ¿Fue así como comenzó en este trabajo?
—Sí —respondí.
El policía, que se llamaba Charlie, acercó la silla en la que hacía tan poco me había sentado y la colocó delante del detective Broumas.
—Déjela allí arriba, junto a la otra —dijo—. Cuando quiera.
Mientras subía a la tarima y me sentaba en la silla que me había servido de bañera en
Mujer lavándose en la bañera,
el detective Broumas se volvió para sacar un cuaderno del bolsillo de su cazadora.
Recordé la vez que encontré un pequeño cuaderno que debía de haberse caído del bolsillo de la chaqueta de Jake. Era una especie de diario del tiempo que pasaba fuera de casa, en el frío.
Los carámbanos llevan cuarenta minutos goteando sobre la nieve. Un árbol me sirve de cubierta. ¿Podría arrancar un pedazo de hielo y soldarlo con el calor de las manos?
Hojas delgadas como pergaminos. ¿Cómo embellecer lo que ya es perfecto?
— ¿Está lista? —preguntó el detective Broumas. Se sentó frente a mí. El policía de uniforme se había apostado junto a la puerta. Lo miré durante unos segundos y noté en él cierto aburrimiento, como si aquel fuera un día como cualquier otro.
—Mi amiga me ha dicho que a mi madre la han asesinado —dije.
—Vemos en ello la mano de alguien, sí.
— ¿De quién?
—Todavía no estamos seguros. Una vecina la encontró en el sótano.
—La señora Castle. Tiene llave —dije, respondiendo para mí la pregunta tácita que acababa de formularme.
—En realidad no. Encontró abierta la ventana de atrás, vio que la habían forzado y le pidió ayuda a una joven.
El detective Broumas echó una ojeada a su cuaderno. Era pequeño, encuadernado en piel, con una cinta roja que señalaba la página.
—Madeline Fletcher. Su padre vive en la casa de al lado.
Por unos momentos pensé en aquella piel tatuada, deslizándose en el interior de la casa de mi madre, lo desagradable que habría sido para ella.
—Sí. Esa es la ventana que mi marido intentó arreglar ayer. —Estaba del todo abierta. —No debería haberlo estado.
—La señora Castle nos ha dicho que usted estuvo allí ayer por la tarde. Que a las siete su coche aún estaba en la puerta. —Así es.
— ¿Qué hacía allí?
—Es mi madre, detective.
—Cuénteme qué hizo y cómo estaba ella cuando se marchó, si es tan amable. ¿Estaba dormida? ¿Despierta? ¿Qué llevaba puesto? ¿La llamó alguien por teléfono? ¿Oyó algún ruido extraño? ¿Tenía su madre miedo de algo o de alguien?
—Hacía ya tiempo que mi madre estaba perdiendo facultades —me oí decir. Utilicé el tópico que tanto odiaba en relación con los ancianos—. La mala racha comenzó años atrás, cuando le diagnosticaron un cáncer de colon y nunca se recuperó del todo. Su médico dice que, si vivimos los años suficientes, el cáncer intestinal termina por afectarnos a todos. Es su broma favorita.
El detective Broumas se aclaró la garganta.
—Sí, bueno, suena muy duro. Hemos hablado con la señora Castle y al parecer ayudaba mucho a su madre. ¿Había alguien más que frecuentara la casa?
Me miré las manos. Ya no utilizaba joyas de ningún tipo. No me gustaba tener que soportar su peso en el cuerpo, y cada vez que iba a un restaurante, al final de la comida las había amontonado todas, anillos, pendientes y reloj, a la izquierda de mi plato. Era incapaz de hablar con ellas puestas.
—Últimamente no —respondí.
—La señora Castle mencionó un incidente que tuvo lugar en la casa no hace demasiado tiempo —me provocó. Alcé los ojos para mirarlo.
—Encontré un preservativo en mi antigua habitación.
— ¿Y?