Me metí las manos debajo del jersey para calentarlas y sentí la seda de la enagua rosa pétalo. Aquello era como observar una manada de cebras en una llanura africana, tan diferentes parecían aquellos ancianos de mi madre. Los veía como los personajes fascinantes, casi fantásticos que me habría gustado que me criaran. ¿Qué habrían sido en sus vidas pasadas? ¿Abogados, albañiles, enfermeras, padres, madres? Me resultaba surrealista que hubieran elegido ir al Centro de Ancianos, que hubieran visto que se daban clases de acuarela y se hubieran inscrito. Sabía que yo nunca sería una de ellos. Una mujer solitaria me había educado para ser una niña solitaria, y eso era, entonces me di cuenta, en lo que inevitablemente me había convertido.
Tenía que comer algo y, estuviera o no Natalie, la asociación de estudiantes era el único lugar al que podía llegarme a pie donde servían comida a esas horas. Me levanté con desgana y me despedí de aquellos pintores aficionados a los que me habían enseñado a condenar.
Me abrí paso entre la multitud de estudiantes reunida a las puertas de la asociación. Westmore no se distinguía por sus alumnos brillantes ni tampoco por sus atletas. Se distinguía por ser una facultad de precio asequible, buena para las carreras de cuatro años con asignaturas como marketing o sistemas de asistencia sanitaria. El departamento de arte, al igual que el de inglés, era una anomalía consentida que se mantenía gracias a un surtido de ejemplares a los que Natalie y yo agrupábamos bien en fracasados bien en genios. El fundador de la facultad, Nathaniel Westmore, había sido artista y escritor antes de desaparecer a lo Thoreau en los bosques de Maine. El resultado fue que ambos departamentos eran relativamente independientes del resto del campus.
Los estudiantes de Westmore se vestían con ropa de saldo que se llevaba en Nueva York diez años atrás. En las contadas ocasiones en que mi hija Sarah me había acompañado al campus, su presencia había causado sensación. Siempre me había sentido orgullosa de que mis hijas vivieran en otros estados y hubieran elegido hacer sus vidas lejos de casa, aunque, muy a menudo, también me habría gustado poder subir al coche y hacerles una visita. Pero jamás le haría aquello a ninguna de las dos. Una de mis pocas virtudes era haber tenido una madre incapaz de venir a visitarme.
Subí por la rampa habilitada para las sillas de ruedas, dejé atrás el acalorado y momentáneo silencio de la doble puerta, y allí estaba Natalie, entre la marea de estudiantes treinta años más jóvenes que nosotras. Estaba sola, sentada a una mesa redonda cercana a la pared de ventanas que daba a la extensión pantanosa sin edificar.
Desde la asociación de estudiantes no se veía el viejo roble, solo la hierba poblada de juncos que muy pronto, tras las siguientes heladas, cambiaría de color y, con la llegada del invierno, cuando el viento agitara sus tallos secos, produciría un agradable sonido.
Tenía la mirada perdida a lo lejos, tal vez puesta en la autopista en que las grandes señales de tráfico se habían convertido en pequeñas salpicaduras de color verde y era imposible distinguir los coches.
Me di cuenta de que no se lo iba a decir. ¿Cómo hacerlo? Hasta entonces solo había pronunciado una vez aquellas palabras. «He matado a mi madre.» Repasé el nuevo vocabulario que había adquirido. «He matado a mi madre. Me he follado a tu hijo.»
Caminé hacia ella, apenas consciente de los estudiantes que pasaban a mi lado cargados con bandejas.
—Natalie.
Y allí estaban sus ojos, los ojos marrones de Natalie, los que llevaba viendo desde que era una niña.
Llevaba uno de sus vestidos Diane von Furstenberg de imitación en los que Diane von Furstenberg jamás se atrevería a imprimir su nombre. La tela tenía un estampado inescrutable que adornaba la mayoría de los cuerpos de mujeres de mediana edad, una especie de camuflaje deslumbrante ideado para que el ojo del observador no se fijara en la silueta que se ocultaba en su interior. Aquel vestido cruzado era del estilo que ambas considerábamos perfecto para desnudarse pero que yo había abandonado hacía tiempo. Llegó el día en que ver aquellos vestidos colgados de mi armario comenzó a deprimirme; su tela ligera y sus patrones indescifrables me hacían pensar en una sucesión interminable de prendas de carne gastada.
—Hola —dijo—. Cómetelo si quieres. Estoy a reventar.
Me senté frente a Natalie, que empujó la bandeja naranja pálido de la cafetería hacia mí. Había un pedazo de queso azul y un yogur sin abrir. Siempre había sido así. Ella pedía demasiado y yo me comía sus sobras.
— ¿Dónde estuviste ayer? —preguntó—. Te llamé un montón de veces. Incluso llamé al Teléfono Rojo un par de veces.
—En casa de mi madre —respondí.
—Me lo imaginaba. ¿Cómo está?
— ¿Podemos no hablar de eso? — ¿Un café? Sonreí.
Natalie se levantó con su taza. Los vigilantes de la cafetería nunca nos llamaban la atención cuando nos poníamos a la cola para rellenarlas de nuevo. Se daba por hecho que teníamos los mismos privilegios que los profesores.
Engullí el pedazo de queso y levanté la tapa del yogur. Cuando Natalie regresó ya casi me había terminado mi desayuno de segunda mano. El café —caliente, aguado, flojo— acabó de saciarme el apetito.
— ¿Qué te pasa? —preguntó.
— ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces algo inquieta. ¿Es por Clair?
Pensé en respuestas evasivas. Podría haberle dicho que no todo el mundo se toma media botella de vino y un somnífero antes de acostarse, o que no todo el mundo se folla en secreto a un contratista de obras de Downington… pero no lo hice. Hasta donde pudiera, iba a decirle la verdad.
—He visto a Jake —respondí.
Fue como si hubiera oído un disparo. Golpeó la mesa con las palmas de las manos y se inclinó sobre la mesa.
— ¿Qué?
— ¿Recuerdas cómo solía despertarme cuando las niñas estaban durmiendo? ¿Con las piedras que encontraba en los geranios de los vecinos?
—Sí, sí.
—Pues así me ha despertado esta mañana, sobre las cinco. Estaba frente a la valla del jardín, tirando piedras. Hemos pasado la mañana juntos.
— ¡Helen, ahora creo que no estás lo suficientemente inquieta! ¿Qué está pasando?
—No lo sé. ¿Cómo está Hamish?
— ¿Desde cuándo te importa? ¿Cómo está Jake?
Le conté que estaba viviendo en Santa Bárbara, en casa de un magnate de la informática al que todavía no conocía. Que le estaba haciendo un encargo. Que una mujer le cuidaba los perros, Milo y Grace, y que tenía previsto viajar a Portland a visitar a Emily y a los niños. Mientras le contaba lo poco que sabía me di cuenta de que no sabía demasiado.
— ¿Y por qué ha venido a verte?
Me retumbó en la cabeza: «No quería el divorcio».
—Aún no estoy segura —respondí.
Levanté la taza de café y fingí que me calentaba las manos con ella. Cuando Natalie me miró, con aquella mirada suya de «Me ocultas algo», sentí que me temblaban los codos, apoyados sobre la mesa. Un segundo más tarde, ya había derramado todo el líquido hirviente.
Natalie se levantó del banco. El café había llegado hasta la manga de su vestido, pero la mayor parte se concentraba en el centro de la mesa, filtrándose y empapándome los pantalones. No me moví. Sentí que el agua caliente me quemaba los muslos. Me resultó una sensación agradable. Vi el reloj que había en la pared de enfrente. Eran las 9.55.
—Hora de ir a clase —dije.
Y entonces oí mi voz. No tenía entonación. Siempre se lo había contado todo, y ahora, en tan solo veinticuatro horas, había hecho más de lo que la mejor de las amistades podría soportar.
Por un momento me pregunté qué diría Natalie si le propusiera marcharse conmigo a algún lugar, marcharnos juntas, mudarnos a otra ciudad y tal vez abrir la tienda de ropa con la que ella siempre había soñado. Estaba ajustándose el vestido y limpiando de su bolso las salpicaduras de café. «¿Te acuerdas de cuando montábamos en bici? —sentí ganas de preguntarle—. ¿Te acuerdas de aquel empollón que vivía al lado de tu casa y tenía un timbre en el manillar? ¿De cómo lo hacía sonar todo el tiempo?» Recordé que aquella mañana había visto al señor Forrest. Y de repente vi a la señora Castle hablando con la policía, sus brazos arqueados en el aire mientras lo hacía. ¿Lo había visto en realidad? ¿O tan solo hablaba tranquilamente con ellos? ¿Tomaban nota los agentes? ¿O solo la escuchaban? Traté de recordar cuántos coches de policía había en el lugar. Dos en el lado de la casa de mi madre y otro en la esquina. El furgón forense y la ambulancia se habían detenido frente a la casa de la señora Leverton. Podría llamar al hospital y averiguar qué le pasaba, pero a Jake no le parecería bien. Sería como meterme en la boca del lobo.
—Te ha afectado mucho verle —oí que decía Natalie.
Levanté la vista para mirarla. Veía los contornos borrosos y de repente su voz pareció llegarme de muy lejos.
—Bueno, hora de desnudarse. Y después tú y yo iremos a algún lugar y hablaremos de hombres. Yo también tengo noticias —dijo Natalie.
Aquello me hizo bien. Me gustaba que tuviera intención de hablarme del contratista. Era cuanto necesitaba —la futura confianza de mi amiga— para que mis piernas se pusieran en marcha y conseguir levantarme.
Salimos de la asociación de estudiantes y bajamos por la pendiente asfaltada que llevaba a la así llamada Cabaña de Arte. Jamás había entendido aquel mote, porque si algo parecía el edificio de arte era una pésima imitación de un complejo de oficinas. Un complejo que no había llegado a levantarse más de dos plantas y al que hubieran arrancado el techo para reemplazarlo por un enorme parche de conglomerado y alquitrán. En su interior, no obstante, estaban las cabañas. Los rincones cálidos y oscuros de los estudios más grandes en los que muchos de los profesores adjuntos pasaban la noche, ya que las condiciones del edificio de arte solían ser mejores que las de las casas que alquilaban en los alrededores, sobre todo en invierno. En la Cabaña de Arte podías poner la calefacción a tope y la factura llegaba a la universidad. Mientras cruzábamos la puerta y subíamos los tres escalones que conducían al pasillo del primer piso, pensé que tal vez debiera mudarme a aquel edificio. Seguro que quedaba libre algún recoveco acogedor. Lo que entonces aún no había descubierto era que ya estaba comenzando a maquinar. Parte de mi cabeza había comenzado a planear la huida.
Vi que Natalie me saludaba con la mano antes de entrar en la clase 230, la Sala Caliente. Pensé que era injusto que Natalie tuviera siempre la suerte de que le tocara aquella clase y me pregunté si habría un trato de favor hacia mi amiga por parte de los encargados de asignar las clases al inicio de cada semestre. No sería de extrañar. Ni Gerald, otro modelo, ni yo repartíamos magdalenas y vino entre los empleados de administración. Nunca dejábamos lápices de Halloween con la goma en forma de vampiro, o calabaza, o fantasma, en el buzón de secretaría.
Entonces pensé que no quería encontrarme con Gerald. Su madre había muerto en un incendio el año anterior. La mujer había dejado un cigarrillo mal apagado antes de acostarse y Gerald se había despertado en el suelo, esforzándose por tomar aire. Logró salir justo a tiempo, pero su madre, según le dijeron, había muerto por inhalación de humo antes de abrasarse. Desde entonces, cada vez que me encontraba con él, me decía «Mi madre ha muerto», en mitad de una conversación sobre el tiempo o sobre las poses que adoptábamos en clase. A Natalie siempre le había parecido poco avispado, y aquella nueva costumbre suya parecía confirmarlo, pero mientras avanzaba por el pasillo en dirección a mi clase no pude evitar pensar que era un auténtico genio. ¿Cómo supieron los bomberos que fue su madre quien dejó el cigarrillo mal apagado sobre la mesita de noche?
—Hola, Helen. ¡Estás estupenda! —me dijo una de las estudiantes.
Se llamaba Dorothy, era la mejor alumna de la clase y una pelota insufrible.
Noté que uno o dos estudiantes se fijaban en mí. Estaban preparando los carboncillos, desgastados y manchados tras años de uso.
Me dirigí al biombo de tres bastidores detrás del que me vestía o me desvestía. Eché un rápido vistazo al objeto colocado en la tarima y a lo que adornaba la cortina que servía de fondo. Era una pila. También había una esponja y un peine. De la cortina colgaba un enorme cuadro de una bañera antigua. No me sorprendió. Pensé «Bañera», me coloqué detrás del biombo y me senté en la silla negra de madera para quitarme los zapatos y acercarme las chanclas de bambú.
Mientras me entretenía con la idea de que Natalie me hablaría del contratista me llegó el punzante olor a lejía de la antigua bata de hospital que colgaba de la percha metálica que había en una de las paredes del biombo. Natalie y yo creíamos que la mujer que lavaba la ropa del edificio de arte temía contraer la enfermedad de los modelos al natural. En consecuencia, utilizaba tanta lejía que nuestras batas no tardaban en tener un aspecto desgastado, como de papel de seda. Pero el aroma de su miedo, patente en el de la lejía, me sirvió para concentrarme en mi tarea. Oí que Tanner Haku, un grabador japonés que había terminado en Pensilvania después de haberse pasado veinte años dando clases por todo el mundo, entraba en la habitación y saludaba a sus alumnos. Comenzó a hablar del estilo individual en la representación del desnudo.
Me quité el jersey y lo lancé al pequeño baúl que había debajo de la ventana que tenía a mi lado. Metí los zapatos en el otro baúl. Aún llevaba los vaqueros negros y la enagua de mi madre. Al otro lado del biombo, oí a Tanner Haku citando a Degas: «El dibujo no es la forma sino la manera de ver la forma».
Pero no mencionó a Degas. Si mencionara a Degas tendría que explicar quién era Degas y qué significaba Degas para él. Tendría que entregar mucho más de su alma en aquella clase de lo que estaba dispuesto a hacer.
Me desabotoné los vaqueros y me puse en pie para quitármelos.
—Eso no tiene sentido —dijo un chico de voz aflautada.
Entonces oí el ruido sordo en el interior del pecho de Haku. Después de tantos años, aunque fuera solo la modelo, también yo sentía ese ruido dentro de mí. Pero la afirmación contundente con la que aquel chico acababa de rebatir cien años de historia me dejó indiferente. De algún modo me hizo saber que, ocurriera lo que ocurriese, todo seguiría como hasta entonces, conmigo o sin mí. Gerald se acercaría y diría «Mi madre ha muerto», y los estudiantes, incómodos, asentirían con la cabeza, pero él subiría a la tarima y ellos acometerían un trabajo un tanto distinto
—Hombre subido a un pedestal
en lugar de
Mujer en el baño—,
y después los entregarían y Tanner los evaluaría con desgana mientras escuchaba ópera a todo volumen y bebía ginebra.