Casi la Luna (10 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Joder —dijo Hamish. Se frotó la cabeza y soltó los pantalones, que se me quedaron arrugados en los tobillos, la apremiante locura seriamente amenazada de nuevo.

Me mordí el labio. Me estremecí.

—Fóllame —dije, con la esperanza de que no me estuviera mirando ningún Dios.

Aquello lo devolvió al momento. Me miró fijamente.

— ¡Uau! —exclamó. De un solo tirón, me arrancó los pantalones y los lanzó sobre el suelo de gravilla. Contraje el gesto cuando me rompió las bragas. No es que fueran altas de cintura, ni viejas, ni que estuvieran raídas, pero el hecho de que me desnudara me devolvía con demasiada fuerza a lo que yo acababa de hacerle a mi madre. Me incorporé de repente y lo agarré por el pene, que le asomaba por encima de la goma de los calzoncillos.

Tiré de él hacia delante y hacia abajo. Hamish gemía de placer mientras yo separaba las piernas y le rodeaba con ellas la cintura.

— ¡Oh, mierda, mierda, mierda! —chilló.

Permanecí inmóvil, no me lo podía creer. Había eyaculado encima de mi estómago. Mis dedos, pegajosos y enfurecidos, apretaron con fuerza. —

— ¡Ay! —gritó, y me agarró por la muñeca—. Suéltame.

Comenzó a desplazarse sobre el asiento y me aplastó una rodilla con el culo, hasta que por fin logró sentarse detrás de mis piernas, con las suyas dobladas por encima. Me llegó el olor fétido de la parte de atrás, donde el aroma de las verduras frescas que había comprado en el mercado se mezclaba con el olor a humedad que salía de mi bolsa del gimnasio.

—Joder, lo siento —dijo—. Esto es bastante intenso.

Me quedé tumbada. De repente estaba con mi madre en el sótano. La señora Leverton bajaba por las escaleras con una bandeja de chocolatinas After Eight dispuestas en un bonito círculo. El teléfono de la cocina sonaba sin cesar y Manny estaba en el piso de arriba, lanzando preservativos a diestro y siniestro.

— ¿Me llevas a Limerick? —pregunté, como si estuviera pidiendo que me ingresaran en un manicomio al otro lado de las montañas. No quería mirarlo. No quería verle la cara. De modo que me concentré en el rasgón que había en la esquina superior del asiento del copiloto y traté de recordar cómo se había producido.

Hamish fue amable, aunque su amabilidad estuviera motivada por una vergüenza innecesaria.

— ¿Quieres lavarte?

—Me quedaré aquí —respondí.

Noté que quería decir algo pero se contenía.

—Te traeré una toalla —dijo al fin, y yo asentí con la cabeza para decir que sí a la toalla y para que, por el momento, desapareciera de mi lado.

Me quedé tumbada en el asiento de atrás y me dediqué a escuchar los ruidos nocturnos que me rodeaban, me recordé follando con Jake en el escarabajo Volkswagen, en Madison. Avery venía a cuidar de las niñas y nosotros nos marchábamos a algún rincón oscuro de las afueras del campus de la universidad y dejábamos la radio en AM mientras hacíamos el amor.

Me habría gustado estar mirando el cielo, pero en lugar de eso me quedé mirando el techo tapizado de mi Saab. El aire fresco de la noche se coló por la puerta abierta de la que me colgaban los pies y sentí un escalofrío, de modo que me incorporé, me coloqué en posición fetal y me quedé mirando la parte de atrás del asiento del copiloto, en el que la trenza de mi madre descansaba en el interior de mi bolso.

Una vez había leído uno de los libros de Sarah sobre crímenes reales que se había dejado en casa. Trataba sobre un asesino en serie llamado Arthur Shawcross y lo más llamativo de la historia, al menos para mí, era el retrato que hacía de una mujer a la que era evidente que había intentado matar, pero que había resultado demasiado lista para él. Era una vieja prostituta que aún se metía
speedballs
y se colocaba con frecuencia. Se pasó tres días colocada después de que Shawcross intentara estrangularla mientras la violaba en su coche. El tipo escogía a una prostituta, se la llevaba a un lugar oscuro y la mataba después de no haber sido capaz de realizar el acto sexual. Aquella mujer había sabido cómo hablarle, cómo situarse para que las manos de él, aferradas a su cuello, no produjeran el grado de presión que le habría partido la tráquea. Y había sabido que su supervivencia estaba en íntima relación con la capacidad de eyacular de aquel hombre. Había tardado horas, o eso declaró, y había sido difícil, pero él se sintió tan agradecido que en lugar de matarla la devolvió al lugar donde la había recogido.

— ¿Cómo puedes leer esas cosas? —le pregunté a Sarah por teléfono, agitando, como si pudiera verme, el ejemplar de aquel libro que había devorado en una sola noche.

—Es todo verdad —respondió ella—. No es ninguna gilipollez.

Hamish regresó oliendo a
Obsession
para hombre de Calvin Klein, lo cual, el hecho de saberlo, me avergonzó. Se inclinó frente al asiento trasero y me ofreció una toalla de manos azul. La miré horrorizada, sin ni siquiera tocarla.

—Estoy bien. No me hace falta.

De nuevo una expresión burlona le cruzó el rostro, pero en lugar de preguntar, dibujó una sonrisa.

—A ti te gusta que te lo echen encima —dijo.

—Hamish —grité, al tiempo que me incorporaba y salía apresuradamente del coche para recuperar los pantalones y las bragas—. Si no te callas vas a lograr que vomite.

—Te has pasado.

—Tienes que entender que soy la amiga de tu madre y que tus frases de seductor están calibradas para funcionar con mujeres a las que doblo la edad.

—Como mínimo.

—Touché
—respondí, y me abroché el pantalón al tiempo que me calzaba las zapatillas.

—Aunque tienes que admitir que normalmente no nos relacionamos de este modo.

—Iremos en mi coche. Yo conduzco. Ve al otro lado.

—Guay. Mamá siempre me hace conducir.

Me senté al volante, aparté bruscamente el bolso del asiento del copiloto y lo encajé a mi lado. Imaginé a un Hamish de ocho años, corriendo hacia mi coche con una sonrisa salvaje en el rostro. Se había enamorado locamente de Emily el mismo día que la conoció, cuando ambos tenían dos años. Miré por la ventana al adulto que había estado a punto de follarme y que ahora rodeaba el coche para sentarse a mi lado. Ya no sabía quién era ni de qué era capaz.

Se metió en el coche y me besó en la mejilla.

—Abróchate —dije, la espalda erguida contra la suave piel del asiento.

Salí por el camino marcha atrás, la gravilla crujiendo debajo de mis ruedas. La sillita de Leo había hecho el rasgón que había en el asiento del copiloto. Me había costado una barbaridad meterla en el coche el día que a mi madre se le cayó el niño, pero quería demostrarle a Emily que era capaz de hacerlo, mientras ella seguía de pie en la acera, abrazando a Leo y gritando: «¡No importa, madre! ¡Déjalo! ¡Déjalo ya!», hasta que por fin logré colocarla y cerré la puerta. El día que llamé a mis padres para decirles que estaba de nuevo embarazada, mi madre soltó un bostezo exagerado y preguntó: «¿Es que aún no te has aburrido?».

— ¿Con quién ha salido Natalie? —pregunté, mientras giraba para tomar la carretera.

—Mierda. No me hagas decírtelo.

Pero yo no quería hablar sobre lo que había ocurrido entre nosotros.

—Está bien, ¿podemos hablar de tu padre, entonces? ¿Te alegra que esté muerto?

— ¿A ti qué cono te pasa? Siento lo que ha ocurrido, pero haz el favor de calmarte, ¿de acuerdo? Solo quiero hacerte feliz.

—Lo siento, es que he estado en casa de mi madre.

—Ah.

Era de dominio público que mi madre y yo teníamos nuestros problemas, que me ocupaba de ella por obligación, pero ahora acababa de cometer una estupidez, y lo sabía. Acababa de darle información a Hamish sobre dónde había estado. Era una asesina pésima y él era un amante pésimo. Estábamos hechos el uno para el otro.

—Estoy a gusto con mi madre —dijo Hamish—. Nos llevamos bien y eso de vivir juntos funciona. Con papá era más difícil.

—No tienes que hablar de ello —dije, sintiéndome culpable.

—Te lo cuento, si quieres.

Pensé en Hamish de pequeño, en cómo dejaba que Emily le diera órdenes, y en cómo, con el paso del tiempo, ella llegó a aprovecharse de la situación de un modo que no me gustaba en absoluto. Seguía siendo el mismo niño. Me diría cuanto quisiera saber igual que regalaba sus juguetes a mi hija o, cuando ella se lo ordenaba, le llevaba un cubo de arena tras otro para que construyera castillos para su Barbie. Natalie y yo, aunque por poco tiempo, llegamos a imaginar que acabarían casándose. En un momento determinado nos dimos cuenta de que ninguna de las dos tenía la menor idea acerca de qué constituía un buen matrimonio.

—Ya sabes que tu padre y yo no nos llevábamos bien —dije.

Habíamos dejado atrás la zona de cutres mansiones engastadas entre abedules y atravesábamos la extensa tierra de nadie poblada de almacenes de una sola planta y locales comunitarios de la época de los cincuenta.

—Eso no es raro en ti —dijo Hamish, con la mirada clavada al frente.

— ¿Cómo dices?

—Si a pasar de alguien, como haces conmigo, lo llamas llevarse bien… —respondió Hamish.

—Nunca he pasado de ti.

—Sé qué piensas de mí.

— ¿Y qué pienso de ti?

—Que soy un vago. Que soy una carga para mi madre. Cosas por el estilo.

Guardé silencio. Todo lo que había dicho era verdad. Salí de Phoenixville Pike y enfilé hacia Moorehall Road. Estaba tomando el camino más largo.

—Soy una auténtica zorra, ¿no? Hamish se rió.

—Pues sí. La verdad es que puedes serlo.

Reduje velocidad y eché un vistazo al aparcamiento de Mabry's Grill en busca del coche de Natalie.

—La ha recogido en un Toyota cuatro por cuatro —dijo Hamish.

Me aclaré la garganta y puse el intermitente para girar por Yellow Springs.

—Mi padre fue horrible en muchos sentidos. No echo de menos los gritos entre ellos y entre él y yo. Me odiaba.

Aquel era el momento de decir: «No es cierto», o «Estoy segura de que no era así», pero no lo hice. Hamish podía necesitar sus buenas clases de sexo tántrico, pero su noción de la verdad era de lo más exacta.

—Mi madre se alegra —dijo Hamish—. Aunque a mí nunca me lo dirá. El sueño de mi padre era volver a Escocia algún día.

— ¿Cómo soporta vivir tan cerca del puente? —pregunté.

—Tengo mi teoría. Creo que quiere estar cerca por si algún día su espíritu asoma del arroyo, para poder darle un buen golpe en la cabeza.

—Eso mismo siento yo por mi madre —dije.

—Ya lo sé —respondió Hamish, y alargó un brazo para tocarme el pelo.

¿Cuánto tardaría Jake en llegar a Pensilvania? El vuelo duraba al menos cinco horas, tal vez más. Venía de Santa Bárbara, no de Los Angeles o San Francisco. Había demasiadas cosas que yo no sabía. Sentí ganas de contarle a Hamish que el mismo día que Jake conoció a mi madre, se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Por qué no me habías dicho que estaba chiflada?». Y que aquello había sido como una cortina que se abría y me mostraba por primera vez un mundo más grande, el principio de la línea divisoria entre el amor de Jake y el de mi madre. La fuerza que, de haberlo permitido, me habría partido por la mitad.

—Lo conoció por Internet, al tipo con el que ha salido —dijo Hamish—. Es contratista. De Downington.

— ¿Qué?

—Tenía miedo de que la juzgaras. Creo que quiere volver a casarse.

Pasamos por delante de las graveras y dejamos atrás uno o dos edificios de poca altura en los que, en el tiempo que llevaba viviendo en el valle, jamás había visto entrar a nadie. Aquellos edificios lucían dos enormes uves en las fachadas de acero ondulado, no tenían ventanas y estaban protegidos por vallas electrificadas.

— ¿Te acuerdas? —pregunté, señalando los edificios con la cabeza.

—Solo quise entrar porque no nos dejaban —dijo Hamish—. No pretendía robar nada.

—Así que un Toyota cuatro por cuatro, ¿eh?

— ¿Helen? ¿Juzgar a alguien? Helen nunca juzga nada. ¡Todo le parece bien!

— ¿Una zorra?

—De primera.

— ¿Quién querría conformarse con menos? —pregunté entre risas.

—Por eso mi padre me mandó a Valley Forge —dijo Hamish un momento más tarde.

Y entonces mi corazón lo vio en sus años más difíciles. Los años en que había intentado hacer feliz a su padre y siempre había fracasado, como el día que los tres vinieron a cenar a mi casa y Hamish se sentó en el borde de la silla, «como un auténtico soldado», con una sonrisa en los labios mientras le pasaba a Emily las chuletas de cordero. «Tú no eres un auténtico soldado», le dijo su padre, sirviéndose gelatina de menta mientras un silencio de lo más incómodo se instalaba en la mesa.

Al otro lado de Industrias Vanguard se encontraban los restos de un pueblo fundado durante los años previos a la guerra de la Independencia, así como algunas construcciones que se habían añadido al término de la misma y hasta finales del siglo XIX. Solo quedaban en pie siete edificios, todos a un lado de la calle. Los del lado opuesto habían desaparecido durante la misma tormenta que dejó al descubierto el gran yacimiento de grava que formaba la cantera Lapling.

Cuando Hamish y yo pasamos por allí, en el pueblo estaba todo cerrado. La tienda de comestibles, aún en activo y anexa a una taberna que solo servía Schlitz, había cerrado sus puertas a las ocho de la tarde. A través de las ventanas vi la tenue luz que iluminaba la barra y a Nick Stolfuz —de mi misma edad y el único hijo del propietario—, que estaba recogiendo.

Al llegar a la esquina del Ironsmith Inn, cerrado ya a cal y canto, di un volantazo a la derecha con la habilidad conseguida tras años de recorrer aquellos atajos, casi invisibles.

El día que descubrí la central nuclear de Limerick iba con Natalie. Fue durante una larga y cálida tarde de principios de los ochenta en la que me dirigía a casa de mis padres con Emily a remolque. Sarah se había quedado en Madison con Jake.

Cada vez que regresaba a casa desde Wisconsin llamaba a Natalie, y aquellos se convertían en largos viajes en los que ninguna de las dos decía palabra. Era nuestro modo de estar a solas sin estarlo y nos servía de excusa perfecta que darle a mi madre, a Jake, al marido de Natalie, para alejarnos un rato de los vínculos emocionales que con tanta benevolencia se denominan «vida familiar».

Salíamos dispuestas a perdernos juntas. Y así llegábamos a viejas carreteras rurales sin salida que nadie había pisado en muchos años o íbamos a parar a remotos camposantos sin iglesia, donde nuestros pies se hundían en los hoyos cavados por los únicos visitantes asiduos: los topos. Una vez perdidas y fuera ya del coche, paseando, nos separábamos, convencidas de que nos volveríamos a encontrar. Si decidía buscarla, era probable que topara con un castaño que llevara años muerto y la oyera llorar. En aquellos momentos sentía que las cuerdas de mi educación tiraban de mí hacia atrás. No me habían educado para abrazar, ni para consolar, ni para convertirme en familia de nadie. Me habían educado para mantener las distancias.

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