Al llegar a los árboles me detuve. Vi a Sarah, tachando los días en el calendario, viviendo sola en mi casa, esperando a que volviera una vez cumplida mi condena de asesinato no premeditado o de homicidio involuntario. Necesitaría un trabajo, y mi puesto estaría vacante. Quizá Natalie la llevara en coche el primer día. Los estudiantes estarían encantados —carne fresca— y Sarah podría hablar con Gerald durante los descansos. «Mi madre ha muerto», diría él. «A mi madre le han caído diez años», diría ella. La conocía lo suficiente para saber que le gustaría utilizar aquel tipo de jerga, su mísero premio de consolación.
Sin embargo, ninguna de aquellas era la imagen que más temía. La que más temía era aquella en la que estaba de vuelta en casa, en la que Sarah y yo vivíamos juntas, en la que ella me hacía los encargos y me masajeaba los pies, apoyados suplicantes sobre un diván de piel. Me traería tazones de caldo a la cama y me pondría una toquilla sobre los hombros, me limpiaría los restos de comida de las comisuras de los labios con un trapo húmedo. Y yo comenzaría a olvidarme de ella, a gritarle, a hacer comentarios crueles acerca de su cuerpo, de su vida amorosa, de su inteligencia.
Avancé entre los árboles que bordeaban la zona y me adentré en un camino cercano al bosque. A cada paso que daba encontraba más basura desparramada por el suelo, latas de cerveza y preservativos eran los desperdicios del día, y me estremecía cada vez que sin darme cuenta los pisaba.
Me había olvidado el lazo rojo en el porche, que se había quedado allí tirado para que Chico Malo jugara con él, y mis huellas estaban por toda la cocina. ¿Cuántos hijos lavaban a sus madres en el suelo, les cortaban la ropa con tijeras y las arrastraban al exterior para que les diera el fresco? No encontrarían ninguna prueba contra Manny Zavros.
En el brazo de la lámpara de mesa de mi casa había colgado un lazo de mi madre. Era demasiado rojo. Pero había otros lazos, así como un imán en forma de gato, una calavera mexicana del Día de los Muertos, la figura de un caracol y el adorno navideño de fieltro que me había enviado mi madre. ¿Por qué tendría que llamar la atención un objeto más que otro?
Aquella mañana no había echado lejía en el váter. Tal vez aún quedaran pelos de su trenza, tal vez estuvieran esparcidos sobre las baldosas del suelo del baño y yo no me había dado cuenta. ¿Podrían determinar la fecha y la hora si los analizaran en un laboratorio?
Llegué a Elm. El tráfico en las carreteras secundarias era intermitente y esperé mi momento para salir de entre los árboles y correr agachada hasta el otro lado a esconderme en aquella porción de bosque abandonado.
La policía podría descubrir con facilidad las pruebas suficientes. Y si me sometían a un interrogatorio sabía que diría la verdad. En cualquier caso, cuando pensaba en regresar a casa con Sarah, solo imaginaba un destino, y era el suyo, no el mío.
Llegué al lugar donde tendría que arrastrarme por una pronunciada pendiente para encontrarme con Hamish. Miré el terraplén pedregoso que rodeaba las tres caras del edificio Vanguard. Más que cualquier otra cosa, aquel sitio parecía una central eléctrica de alto voltaje. En el aparcamiento de más abajo, separado del terraplén por una alta valla de alambre, había una hilera de relucientes deportivos negros de gama alta. Tendría que pasar pegada a ellos.
Tomé precauciones para no hacerme daño y me dispuse a bajar la pendiente sentada, avanzando hasta el final como un cangrejo. Me coloqué el bolso en bandolera sobre el hombro izquierdo y me lo apoyé en el pecho para iniciar el descenso. Sabía que aquella no sería la última vez que desearía cambiar mi disciplina por la capacidad de recuperación tan propia de la juventud que tenía Sarah. Mi hija pequeña podría sacudirse la mierda y acudir al trabajo al día siguiente. .. si tuviera un empleo.
Al llegar abajo me detuve durante unos espléndidos cinco minutos, desafiando a los hombres que estaban en el interior de Vanguard a percibir el calor que irradiaba mi cuerpo apostado al otro lado de la valla de tres metros de altura. Fue del todo inútil. Ni una hormiga, ni una brizna de césped. Ni una mala hierba. Solo grava y más grava. Un infinito océano gris iluminado por los focos colocados a lo largo de la valla.
No quería que Hamish viniera a buscarme, de modo que trepé y después corrí pegada a la pared en dirección al aparcamiento.
El coche de Hamish estaba aparcado a unos cincuenta metros, muy cerca de la entrada. El se paseaba junto a la gigantesca «V» luminosa que había en el límite del recinto.
Avancé con paso seguro hacia él y me metí en el coche.
—Vayámonos de aquí —dije.
—Tú mandas —respondió Hamish.
Mientras retrocedíamos para tomar la carretera me fijé en un vigilante de seguridad que doblaba la otra esquina y nos miraba desconcertado. Podría haber quedado con Hamish enfrente del edificio de Veteranos o del guardamuebles, pero no se me había ocurrido antes.
— ¿Dónde está tu coche? —preguntó.
Me llegó el olor más cargado de lo habitual de Obsession y me acordé de que una vez el señor Forrest le había regalado a mi padre un frasco de colonia de España que olía a marihuana. Ajeno a ello, mi padre la había utilizado hasta terminarla y había guardado el frasco en el tocador, donde lo encontré el día después de que se suicidara.
—Se lo he dejado a Sarah —respondí.
Pareció creérselo. Se detuvo ante el stop de una intersección y se inclinó sobre mí para besarme. Me eché hacia atrás pero Hamish no se desanimó.
— ¿Adonde vamos? —preguntó.
«A París, al Ritz», sentí ganas de decir, y recordé una canción sensiblera en la que una triste mujer de treinta y siete años se lamentaba de que nunca conduciría un descapotable por una capital europea. Si aquel era el peor de sus males, podía considerarse una zorra afortunada.
—En realidad —comencé, con las manos en el regazo y evitando su mirada—, necesito un coche.
Hamish pisó el acelerador.
— ¿Para eso me has llamado?
—Estoy en una situación difícil —respondí.
— ¿Por lo de tu madre?
—Sí.
— ¿Tienen alguna idea de quién ha sido? —preguntó.
—Creo que sí —respondí, y pensé que no tenía nada de malo—. Un chico que iba por casa y le hacía encargos. Se llama Manny.
— ¿El que se folló a alguien en tu habitación?
—Sí.
—Me lo dijo mi madre.
Pasamos frente a la cantera, donde las montañas de grava y esquisto esperaban la llegada de camiones que las trasladaran a otro lugar. Brillaban bajo las tenues luces de argón que rodeaban el recinto.
Veinte años atrás, había habido un niño de la edad de Sarah que jugaba a los piratas subido a un enorme montón de grava que había al final de nuestra calle. Había escalado hasta lo más alto armado con el listón de madera que su padre le había ayudado a convertir en una espada la noche anterior y se había hundido en el montón minutos después.
— ¿Te acuerdas de Ricky Dryer?
Recosté la cabeza en la ventana. Vi de cerca el reflejo de mis ojos cansados, que enseguida desapareció.
—El chico que murió en tercero. Vaya, hacía años que no pensaba en él.
—Vamos a tu casa, Hamish. Podemos tomar algo y charlar.
—Eso me gusta más —respondió. Noté que me miraba pero no lo miré—. No te hace falta ningún coche. Yo te llevaré a donde quieras ir.
Pensé que se lo merecía: mi cuerpo a cambio de un coche.
Llegamos a su casa. Debía asegurarme de que Natalie no volvería en el momento menos pensado. Hamish me confirmó que había salido con su contratista.
—Es como si tuviera una vida totalmente distinta —dijo—. Y yo no formo parte de ella.
Me armé de valor. No sería la primera vez que me acostaba con alguien sin apetecerme, y Hamish era —no podía quitarme de la cabeza la palabra «chico»— un hombre tierno y encantador.
El cuerpo entero me ardía en deseos de pasar a la acción. De empezar con los preámbulos, de comenzar a hacerlo, las palabras dulces y vacías, el falso arrepentimiento al terminar, las previsibles operaciones de limpieza y al fin, al fin, el coche en que me alejaría de todo.
Me tomó de la mano y me guió por las escaleras enmoquetadas. ¡Bum-bum-bum!, el cuerpo de mi padre rodando por ellas. Mi madre meciendo su cráneo cuando entré. Sangre por todas partes.
Había pasado por delante de la habitación de Hamish un sinnúmero de veces de camino al baño del piso de arriba. Un día, cuando nuestros hijos estaban en el instituto, Natalie me hizo entrar y me pidió que respirara hondo.
—Es la habitación más singular de toda la casa. No consigo librarla de este olor y él nunca abre las ventanas —dijo.
—Las hormonas —respondí.
Natalie sonrió.
—Es como vivir con una bomba a punto de estallar.
Sin embargo, el aroma a lujuria adolescente había desaparecido gracias a un ruidoso purificador de aire instalado en un rincón de la habitación, y me fijé en que ahora tenía una cama grande.
— ¿Traes chicas a casa? —pregunté.
—A algunas —respondió, y me puso una mano en la nuca. Nos besamos.
—Solo quiero hacerte sentir mejor, Helen. No espero nada más.
Recordé lo que Jake me había dicho una vez, poco después de nacer Emily, cuando no lograba relajarme. «Déjate llevar.»
Nos tumbamos en la cama y cerré los ojos. Me había pasado la vida adoptando poses que otros me pedían. Cuando me resultaba difícil solía pensar en los carboncillos emborronados que llenaban los sótanos y almacenes de los antiguos alumnos de Westmore desperdigados por el país y de los pocos artistas que habían llegado a hacer algo más que eso.
En el Museo de Arte de Filadelfia había un cuadro de Julia Fusk. Me había contratado para posar para ella a los treinta y tres años. El cuadro resultante representaba un torso en movimiento que ocupaba todo el lienzo. Solo porque había sido la modelo sabía que Fusk se había tomado algunas libertades; me había dibujado más musculosa, menos delgada.
Mientras Hamish me hacía el amor yo pensaba en el cuadro de Fusk. Llegaría el día en que las niñas volvieran a verlo. Jake las llevaría hasta él o Sarah recordaría que ella y su hermana habían venido conmigo al museo. Sarah había contemplado los azules y verdes y naranjas que ondeaban en mis muslos y mi vientre. Emily se había disculpado y había ido a la tienda.
Aquella obra de Fusk representaba mi inmortalidad. El hecho de que no tuviera cabeza jamás me había importado.
Hamish paró de golpe.
—Tienes que colaborar, Helen.
Busqué su pene, aquella vez con la esperanza de una eyaculación rápida sobre el estómago que pudiera limpiarme con una fingida mueca de decepción.
Tras el placer inicial, me agarró de la muñeca.
—Soy algo más que mi polla —dijo—. Tócame.
Sentí lo pequeños y desesperados que se habían vuelto mis ojos.
—No me pidas demasiado, Hamish. Ahora mismo no puedo darte mucho.
—Estás haciendo esto por el coche.
No lo negué.
Entonces algo cambió. Me separó las piernas más de lo que resultaba cómodo. Me manejó con brusquedad, como si fuera uno de los muñecos de acción que cubrían el suelo de su habitación cuando era pequeño.
Traté de ayudarle. Eché mano de mis recursos y pronuncié palabras que habían salido de mis labios en momentos de pasión real montones de veces. Me quedé mirando el pequeño dragón tatuado debajo de su clavícula e imité para él a la persona que alguna vez había sido.
Por fin, cuando los músculos de los muslos alcanzaron un grado de tensión insoportable, las articulaciones de las caderas los cojinetes oxidados de una mujer de la edad de mi madre, se corrió.
Dio una última sacudida y se dejó caer sobre mi cuerpo. Me quedé sin aire y durante un fugaz segundo pensé en la prostituta en el coche de Arthur Shawcross, en que después se había pasado tres días hasta arriba de
speedball.
Empujé el pecho de Hamish.
—El coche —dije.
—Tú también follas de vicio —respondió con amargura.
Mientras se subía los pantalones —de algodón, me fijé, y no los vaqueros que llevaba siempre—, pensé en mi habilidad para estropearlo todo.
—Dame cinco minutos para que le eche un vistazo —dijo.
Me quedé desnuda en su cama y lo oí bajar por las escaleras, cruzar el salón y abrir la puerta del garaje.
No me moví hasta que el purificador de aire se puso en marcha y creó una suave brisa que me acarició el cuerpo. Me tumbé de lado y me apoyé en un brazo para incorporarme. Me senté en la esquina de la cama de Hamish y empecé a vestirme. Estaba mirando las puertas de persiana de su armario cuando se me ocurrió. Como aquella no era su casa sino la de su madre, debía de guardar cuanto de verdad le importaba en aquella habitación. Me levanté apresuradamente y abrí las puertas. Razoné que no podía estar tirado en el suelo ni en ningún lugar demasiado accesible. Hamish no era de los que fardaban de algo así. Saqué un cajón de plástico hasta arriba de CD y lo vacié sin preocuparme por el ruido. En la estantería que había sobre la barra de la ropa tenía una manta, un saco de dormir y una caja que contenía los relucientes zapatos de punta que se había puesto el día que enterraron a su padre. No encontré lo que buscaba.
Estaba enloquecida. Durante la sesión de sexo no había derramado una sola gota, pero ahora sentía que el sudor me corría por la sien. No podía predecir cuánto tardaría Hamish o cuándo vendría a buscarme. Recorrí con la vista la habitación. Consideré las posibilidades. ¿Dónde la habría metido?
Y entonces, por supuesto, lo supe. Hamish debía de verse como el hombre de la casa. No era un aprovechado sino el protector de su madre. Estaba en el cajón de su mesilla de noche, aún en la bolsa de fieltro en que el padre de mi madre la había guardado siempre, y a su lado había una caja entera de balas. Levanté la bolsa por el cordón dorado y cogí las balas antes de cerrar el cajón.
Me fijé en la cama revuelta; nuestro encuentro sexual había hecho saltar las esquinas de la sábana ajustable, convertida ahora en una especie de medusa en el centro de la cama. En otro momento la habría arreglado, pero eso era cuando no estaba intentando dejar atrás cuanto conocía.
Comencé a bajar por las escaleras muy despacio, las piernas doloridas, consciente de que me dolerían más al día siguiente, preguntándome dónde estaría entonces. Sarah y Jake estarían juntos, tal vez viendo cómo la policía registraba mi casa. Esperaba que Sarah se hubiera terminado la copa y solo entonces hubiera ido a buscarme al baño. Tenía que esconder la bolsita de fieltro antes de que Hamish la viera. Me senté al pie de las escaleras. Mi bolso estaba en la cocina. Sabía que tenía que moverme pero no era capaz.