—Tienes razón una vez más, hija mía —replicó la anciana—, pero fíjate que no me refiero a su profesión.
—¡Oh! —exclamé.
—No —respondió ella—. Me refiero, hija mía, a su conducta social. Se pasa la vida prestando atenciones triviales a damiselas, y lo lleva haciendo desde los dieciocho años. Pero fíjate, hija mía, que en realidad nunca le ha importado ninguna de ellas, y con esa actividad no ha pretendido hacerles ningún daño, ni expresar más que cortesía y buen carácter. Pero sigue sin estar bien, ¿no te parece?
—No —comenté, pues parecía esperar algo de mí—. Y comprenderás que puede llevarles a concebir falsas ilusiones.
Supuse que sí.
—Por eso le he dicho muchas veces que de verdad debería ser más prudente, tanto para hacerse justicia a sí mismo como a los demás. Y siempre me dice: «Madre, lo seré; pero tú me conoces mejor que nadie, y sabes que nunca pretendo hacer nada malo; que en realidad no significa nada». Todo lo cual es muy cierto, hija mía, pero no lo justifica. Sin embargo, como ahora se ha ido tan lejos, y por tiempo indefinido, y como tendrá buenas oportunidades y cartas de presentación, podemos considerar que se trata de algo del pasado. Y tú, hija mía —dijo la anciana, que ahora no paraba de hacer gestos de asentimiento y de sonreír— ¿qué me dices de ti misma?
—¿De mí, señora Woodcourt?
—Por no ser siempre tan egoísta, ya que me paso el tiempo hablando de mi hijo, que ha ido a hacer fortuna y encontrar una esposa… ¿Cuándo se propone usted buscar fortuna y encontrar un marido, señorita Summerson? ¡Vamos! ¡Se ha sonrojado!
No creo que me hubiera sonrojado (y en todo caso, si lo hice, no tenía importancia), y dije que mi situación actual me tenía muy satisfecha, y que no tenía ganas de cambiarla.
—¿Quiere que le diga lo que pienso siempre de usted y de la fortuna que todavía le espera? —preguntó la señora Woodcourt.
—Si cree ser buena profetisa —respondí.
—Pues es que se va a casar con alguien muy rico y digno de usted mucho mayor que usted, quizá veinticinco años más que usted. Y que usted será una excelente esposa, y él querrá mucho y será muy feliz.
—Es un buen destino —comenté—. Pero, ¿por qué va a ser el mío?
—Hija mía —me dijo, pasando a tutearme—, es lo adecuado: eres tan hacendosa, y tan ordenada, y toda tu situación general es tan fuera de lo corriente, que eso es lo adecuado y lo que va a pasar. Y nadie te felicitará más sinceramente por ese matrimonio que yo.
Fue curioso que aquello me hiciera sentir incómoda, pero creo que así fue. Sé que así fue. Me dejó incómoda parte de aquella noche. Me sentí tan avergonzada por mi tontería, que no se la quise confesar ni siquiera a Ada, lo cual me haría sentir todavía más incómoda. Hubiera hecho cualquier cosa por no recibir tantas confidencias de aquella ancianita tan vivaz, si me hubiera resultado posible rechazarlas. A veces me parecía una fantasiosa, y otra que no decía más que grandes verdades. Unas veces pensaba que era muy astuta; otras, que su honrado corazón galés era perfectamente inocente y sencillo. Y, después de todo, ¿qué me importaba y por qué me importaba? ¿Por qué no podía yo, al irme a la cama con mi manojo de llaves, pararme a sentarme con ella junto a la chimenea, y adaptarme un rato a ella, por lo menos igual que a los demás, en lugar de molestarme por las cosas inocentes que me decía? Si me sentía atraída hacia ella, como efectivamente me ocurría, pues deseaba mucho agradarla, y celebraba mucho ver que así era, ¿por qué me incomodaba después, y sentía una inquietud y un dolor muy reales ante cada palabra que me decía, y las sopesaba una vez tras otra en veinte balanzas? ¿Por qué me preocupaba tanto que estuviera ella en nuestra casa y me hiciera confidencias todas las noches, cuando, por otra parte, sentía que, en cierto sentido, era mejor y más seguro que estuviera aquí que en ninguna otra parte? Eran perplejidades y contradicciones que no podía explicarme. Por lo menos, si pudiera… Pero ya hablaré de eso en su momento, y es ocioso entrar en ello ahora.
Así que cuando la señora Woodcourt se marchó, lo lamenté, pero también me sentí aliviada. Y después llegó Caddy Jellyby, y Caddy traía tantas noticias de su casa; que nos dio mucho que hablar.
Primero, declaró Caddy (y al principio no quería hablar de nada más) que yo era la mejor consejera jamás vista. Aquello, dijo mi amiga del alma, no era ninguna noticia, y yo dije, naturalmente, que estaban diciendo bobadas. Después, Caddy nos contó que iba a casarse dentro de un mes, y que si Ada y yo queríamos ser sus damas, de honor, sería la novia más feliz del mundo. Aquello sí que era noticia, y creí que nunca dejaríamos de hablar de ella; tantas eran las cosas que teníamos que decir a Caddy y que tenía ella que decirnos a nosotros.
Parecía que el pobre papá de Caddy había terminado su quiebra (había «pasado por la Gaceta», dijo Caddy, como si fuera por un túnel) con la clemencia y la conmiseración general de sus acreedores, y había liquidado sus asuntos sabe Dios cómo, sin llegar a comprenderlos, y había renunciado a todo lo que poseía (que no valía mucho, pensé, a juzgar por el estado de los muebles) y había convencido a todos los interesados de que no podía hacer más, el pobre. Así que lo habían devuelto honorablemente a «la oficina», para empezar todo de nuevo. Nunca supe qué hacía en la oficina: Caddy decía que era «Agente de Aduanas y General», y lo único que yo pude comprender de todo aquel, asunto era que cuando tenía más necesidad de dinero que de costumbre, se iba a los muelles a buscarlo, y casi nunca lo encontraba.
En cuanto su papá se quedó más tranquilo al convertirse en una oveja trasquilada, y la familia se mudó a un piso amueblado en Hatton Garden (donde encontré a los niños, cuando fui a verlos más tarde, cortando la crin de las sillas y metiéndosela en la boca), Caddy había convocado una reunión entre él y el señor Turveydrop padre, y como el señor Jellyby era tan humilde y manso, adoptó ante el Porte del señor Turveydrop una actitud tan sumisa que se hicieron excelentes amigos. Poco a poco, el señor Turveydrop, al irse reconciliando con la idea del matrimonio de su hijo, había llevado sus sentimientos paternales hasta la altura de considerar que el acontecimiento se aproximaba y había accedido graciosamente a que la joven pareja se fuera a vivir a la Academia de Newman Street en cuanto se casaran.
—Y tu papá, Caddy, ¿qué dijo?
—¡Ay, pobre Papá! —exclamó Caddy—. Se limitó a llorar y dijo que esperaba que nos lleváramos mejor que él y Mamá. No lo dijo delante de Prince; sólo delante de mí. Y dijo: «Pobre hija mía, no te han enseñado muy bien a llevar la casa de tu marido, pero si no aspiras con todo tu corazón a lograrlo, más te valiera matarlo que casarte con él…, si es que de verdad lo quieres».
—¿Y cómo lo tranquilizaste, Caddy?
—Pues la verdad es que resultaba muy triste ver a Papá tan bajo de ánimo y oírle decir cosas tan terribles, y no pude evitar echarme a llorar yo también. Pero le dije que sí, que aspiraba a ello con todo mi corazón, y que esperaba que nuestra casa se convirtiera en un sitio al que pudiera él ir en busca de tranquilidad las tardes que quisiera, y que esperaba y creía que yo podría ser una hija mejor para él allí que en nuestra casa. Entonces mencioné que Peepy vendría a vivir conmigo, y entonces Papá empezó a llorar otra vez y dijo que los niños eran unos indios.
—¿Unos indios, Caddy?
—Sí —dijo Caddy—. Indios salvajes. Y Papá dijo —y ahora Caddy se echó a llorar, la pobrecita, y no parecía en absoluto ser la chica más feliz del mundo— que se daba cuenta de que lo mejor que les podía pasar era que a todos los mataran con el tomahawk al mismo tiempo.
Ada sugirió que resultaba agradable saber que el señor Jellyby no expresaba en serio esos sentimientos destructivos.
—No, claro; ya sé que a Papá no le gustaría ver a su familia nadando en su propia sangre —dijo Caddy—, pero lo que quería decir era que tienen muy mala suerte por ser hijos de Mamá, y que él tiene muy mala suerte por ser el marido de Mamá, y estoy segura de que es verdad, aunque parezca antinatural el decirlo.
Pregunté a Caddy si la señora Jellyby sabía que ya se había fijado la fecha de la boda.
—¡Ay, ya sabes cómo es Mamá, Esther! —me contestó—. Es imposible decir si lo sabe o no. Se lo hemos dicho más de una vez, y cuando se lo decimos, se limita a mirarme plácidamente, como si yo fuera no sé qué… un campanario lejano —dijo Caddy con una idea repentina—, y después menea la cabeza y dice: «Caddy, Caddy, qué bromista eres!», y sigue con las cartas de Borriobula.
—¿Y tu ajuar, Caddy? —pregunté. Porque con nosotras no tenía reservas.
—Bueno, mi querida Esther —contestó, secándose los ojos—. Tendré que hacerlo lo mejor que pueda, y confiar en que mi querido Prince no tenga un mal recuerdo de lo pobremente que me fui con él. Si se tratara de encontrar ropa para Borriobula, Mamá sabría hacerlo perfectamente, y estaría activísima. Pero como se trata de lo que se trata, ni sabe ni le importa.
Caddy no carecía en absoluto de cariño por su madre, sino que mencionó aquello entre lágrimas, como algo innegable, y me temo que lo era. Nosotras lo sentimos por la pobre chica, y encontramos tan admirable la buena disposición con la que había sobrevivido a tanto desencanto, que inmediatamente nos pusimos las dos (quiero decir Ada y yo) a proponerle un pequeño plan que la dejó encantada. Consistía en que se quedara con nosotras tres semanas, y después, yo una con ella, y las tres nos pondríamos a planear y cortar, repasar y coser y economizar y hacer todo lo mejor posible para sacar el mayor partido de lo que tenía. Como a mi Tutor le agradó la idea tanto como a Caddy, la llevamos a su casa al día siguiente para organizar la cuestión, y nos la volvimos a llevar a la nuestra en triunfo, con sus cajas y con todas las compras que pudo hacer con un billete de diez libras que el señor Jellyby había encontrado en los muelles, supongo, pero que en todo caso le dio. Resultaría difícil saber lo que no hubiera dado mi Tutor si lo hubiéramos animado, pero consideramos que lo apropiado sería simplemente su vestido y su sombrero de novia. Él lo aceptó, y si Caddy había sido feliz alguna vez en su vida, lo fue ahora cuando nos pusimos al trabajo.
La pobre era bastante torpe con la aguja, y se pinchaba los dedos con tanta frecuencia como antes se los manchaba de tinta. No podía evitar el ruborizarse de vez en cuando, en parte por el pinchazo y en parte por la irritación de no saber hacerlo mejor, pero pronto lo superó y empezó a mejorar rápidamente. Así que, días tras día, ella, mi niña y mi doncellita Charley y una sombrerera de la ciudad y yo nos los pasábamos trabajando mucho, pero contentas.
Pero, por encima de todo, lo que más deseaba Caddy era «aprender a llevar una casa», como decía ella. ¡Dios mío! La idea de que aprendiera a llevar una casa de alguien tan enormemente experimentada como yo era tan absurda que me eché a reír, y me ruboricé y fui objeto de una confusión cómica cuando me lo propuso. Sin embargo, le dije:
—Caddy, estoy segura de que me encantará enseñarte todo lo que yo te pueda enseñar —y le enseñé mis libros y mis métodos y todas mis pequeñas manías. Cabría suponer que le estaba enseñando algún invento maravilloso, por la forma en que lo estudiaba todo, y si la hubierais visto, cuando yo agitaba las llaves de la casa, cómo se levantaba para ayudarme, hubierais pensado que jamás hubo mayor impostora que yo, ni seguidora más ciega que Caddy.
De manera que entre el trabajo y la casa y las lecciones de Charley y las partidas de
backgammon
por las tardes con mi Tutor, y los dúos con Ada, las tres semanas se fueron en un suspiro. Después me fui yo con Caddy a su casa, a ver lo que se podía hacer allí, y Ada y Charley se quedaron a cuidar de mi Tutor.
Cuando digo que me fui a casa de Caddy, me refiero al piso amueblado de Hatton Garden. Fuimos dos o tres veces a Newman Street, donde también había en marcha preparativos; muchos de ellos, según observé, para aumentar las comodidades del señor Turveydrop padre, y unos pocos para dejar a la pareja de recién casados instalados por poco precio en la parte de arriba de la casa, pero lo que más nos importaba era dejar el piso amueblado en condiciones para el banquete de bodas, e imbuir a la señora Jellyby de antemano con una ligera idea de qué se trataba.
Esto último era lo más difícil, porque la señora Jellyby y un muchacho de aspecto poco agradable ocupaban la sala delantera (la de atrás era un cuartucho), que estaba llena de papeles tirados por todas partes, y de personas que tenía cita para hablar de Borriobula. El muchacho desagradable, que me dio la sensación de estar enfermo, comía fuera de la casa. Cuando el señor Jellyby llegaba, generalmente lanzaba un gruñido y se iba a la cocina. Allí comía algo, si lograba que se lo diera la criada, y después, para no molestar, se iba a dar un paseo bajo la lluvia por Hatton Garden.
Los pobres niños se peleaban y recorrían la casa a gritos, como estaban acostumbrados a hacer desde siempre. Como era absolutamente imposible poner a aquellos pobrecillos en condiciones presentables con un plazo de sólo una semana, propuse a Caddy dejarlos lo más contentos posible, el día de su boda, en el ático en el que dormían todos, y concentrar nuestros principales esfuerzos en su Mamá, y en la habitación de su Mamá y en organizar una comida adecuada. De hecho, la señora Jellyby requería mucha atención, pues el enrejado que tenía a la espalda se había ensanchado considerablemente desde que la había conocido yo, y tenía el pelo como la melena del caballo de un barrendero.
Pensando que la exhibición del ajuar de Caddy sería el mejor medio de enfocar el tema, invité a la señora Jellyby a que viniera a verlo extendido en la cama de Caddy, una tarde que ya se había ido el muchacho desagradable.
—Mi querida señorita Summerson —dijo, levantándose de su escritorio con su buen humor habitual—, verdaderamente se trata de unos preparativos absurdos, aunque usted demuestra lo amable que es al ayudar en ellos. ¡A mí me parece tan inefablemente absurda la idea de que Caddy se vaya a casar! ¡Ay, Caddy, qué bobita, pero qué bobita eres!
Sin embargo, subió con nosotras y contempló el ajuar con su aire habitual de distanciamiento. Le sugirió una idea bien clara, pues con su sonrisa plácida, y meneando la cabeza, dijo:
—¡Dios mío, señorita Summerson, por la mitad de este dinero, esta bobita podría haberse equipado para ir a África!
Cuando volvimos a bajar, la señora Jellyby me preguntó si todo aquel aburrido asunto iba efectivamente a ocurrir el miércoles siguiente. Cuando le dije que sí, me preguntó: