Casa desolada (63 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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El señor Smallweed, al oír que esa autoridad también es un ex soldado, insiste tan decididamente en la conveniencia de que el soldado veterano allí presente consulte con él, y especialmente que le comunique que se trata de una cuestión de cinco guineas o más, que el señor George se compromete a ir a verlo. El señor Tulkinghorn no dice nada en un sentido ni en otro.

—Entonces, con su permiso, caballero, voy a consultar a mi amigo —dice el soldado— y me tomaré la libertad de volver aquí con mi última respuesta hoy mismo. Señor Smallweed, si desea usted que ayude a bajarle por la escalera…

—Dentro de un momento, mi querido amigo, un momento. ¿Me permite que antes hable un momento en privado con este caballero?

—Desde luego, señor mío. Por mí no hay prisa —y el soldado se retira al punto más distante de la sala y continúa su inspección curiosa de las cajas, tanto la fuerte como las otras.

—Si yo no estuviera más débil que un bebé del infierno, señor —susurra el Abuelo Smallweed, haciendo que el abogado se rebaje a su nivel mediante un tirón de la solapa, y con un fuego medio apagado en su mirada furiosa—, le sacaría a golpes sus papeles. Los tiene en el bolsillo del pecho. He visto cómo se los metía en él. Judy también lo ha visto. ¡Habla, imagen deforme de una muestra de tienda de bastones, y di que lo has visto!

Este vehemente conjuro del anciano caballero va acompañado de un gesto tan vehemente hacia su nieta que resulta demasiado para sus fuerzas y se resbala de la silla, arrastrando consigo al señor Tulkinghorn, hasta que interviene Judy y le da una sacudida.

—No me agrada la violencia, amigo mío —observa entonces fríamente el señor Tulkinghorn.

—No, no; ya lo sé, ya lo sé, señor Pero resulta irritante e indignante. Es… es peor que esa cotorra incoherente de tu abuela —dice a la imperturbable Judy, que se limita a contemplar la chimenea— saber que tiene lo que hace falta y se niega a dárnoslo. ¡Que se niega a dárnoslo! ¡Ése! ¡Un vagabundo! Pero no importa, caballero, no importa. En el peor de los casos, podrá hacer lo que quiera durante muy poco tiempo. Lo tengo sometido a una servidumbre periódica. Y voy a doblegarlo, caballero, voy a doblegarlo. Le aseguro que voy a doblegarlo. ¡Si no quiere hacerlo de grado, tendrá que hacerlo por fuerza, señor mío!… i Vamos, señor George! —dice el Abuelo Smallweed con un guiño horroroso dirigido al abogado al soltar a este último—. ¡Estoy listo para recibir su ayuda, mi querido amigo!

El señor Tulkinghorn se queda de pie en la alfombrilla que hay ante la chimenea y muestra algunos indicios de diversión dentro de su taciturnidad habitual, mientras de espaldas a la chimenea contempla cómo desaparece el señor Smallweed y devuelve con un gesto de la cabeza el saludo que hace el soldado al marcharse.

El señor George advierte que resulta más difícil deshacerse del anciano caballero que el echar una mano para transportarlo escaleras abajo, pues una vez vuelto a instalar en su vehículo es tan locuaz acerca del tema de las guineas, y se le queda agarrado, a uno de sus botones con tanto afecto (pues en realidad mantiene un deseo secreto de rasgarle la ropa, de robarle), que el soldado tiene que aplicar una cierta fuerza para efectuar la separación. Por fin lo logra y marcha solo en busca de su consejero.

Junto a los claustros del Temple, y junto a Whitefriars (sin dejar de echar una mirada al Callejón de la Espada Colgada, que parece encontrarse en su camino), y junto al Puente de Blackfriars, y el Camino de Blackfriars, el señor George va avanzando pausadamente hasta una calle de pequeños comercios que se halla en medio de la maraña de caminos que van a Kent y a Surrey, y de calles que van a los puentes de Londres, y que se centran en el famosísimo Elefante que ha perdido su Castillo
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formado por mil coches de cuatro caballos arrebatado por un extraño monstruo de hierro más fuerte que él y que está dispuesto a convertirlo en picadillo en el momento en que ose desafiarlo. El señor George sigue avanzando a zancadas hacia una de las tiendecitas de esta calle, que es la tienda de un músico, con unos cuantos violines en el escaparate, unas cuantas flautas de Pan, una pandereta, un triángulo y unas hojas de papel pautado. Y cuando se detiene a unos pasos de ella, ve a una mujer de aspecto militar con el mandil recogido, que avanza con una artesa de madera, y que en esa artesa empieza con grandes chapoteos a lavar algo apoyándose en la acera. El señor George se dice: «Como de costumbre, lavando las verduras. ¡Salvo una vez que la vi montada en una carreta, jamás la he visto que no estuviera lavando verduras!».

El tema de esta reflexión está, en todo caso, tan ocupada en lavar verduras que no se da cuenta de que se le acerca el señor George, hasta que se levanta junto con su artesa y tras echar toda el agua en la cuneta, se lo encuentra a su lado. No lo recibe de forma muy halagüeña:

—¡George, cada vez que te veo desearía que estuvieras a cien millas de distancia!

El soldado no hace caso de este saludo y la sigue a la tienda de instrumentos musicales, donde la dama coloca su artesa de verduras encima del mostrador y, tras darle la mano, pone los brazos en la artesa.

—Te juro —dice—, George, que nunca considero a Matthew Bagnet verdaderamente a salvo cuando te tiene cerca. Eres tan inquieto y tan vagabundo…

—¡Sí! Ya lo sé, señora Bagnet. Ya lo sé.

—¡Y tanto que lo sabes! —replica la señora Bagnet—. ¿Qué más da? ¿Por qué eres así?

—Por naturaleza, supongo —responde el soldado con buen humor.

—¡Ja! —exclama la señora Bagnet con voz un tanto chillona—. Pero ¿de qué me va a valer tu naturaleza cuando hayas tentado a mi Mat para que abandone el negocio de la música y se me vaya a la Nueva Zelandia o a la Australia?

La señora Bagnet no es nada fea. De huesos bastante grandes, tez áspera y curtida por el sol y el viento, que le han desteñido el pelo encima de la frente, pero sana, robusta y de mirada animada. Es una mujer fuerte, ocupada e incansable, que tiene de cuarenta y cinco a cincuenta años. Limpia, ordenada, hacendosa y vestida de forma tan económica (aunque bien) que el único artículo ornamental que lleva parece ser su anillo de bodas, en torno al cual le ha engordado tanto el dedo desde que se lo puso que nunca se lo podrá sacar hasta que se mezcle con las cenizas de la señora Bagnet.

—Señora Bagnet —dice el soldado—, le doy mi palabra de honor de que por mi culpa jamás le pasará nada malo a Mat. De eso puede estar segura.

—Bueno, pues creo que sí. Pero la verdad es que sólo de verte se pone una nerviosa —responde la señora Bagnet—. ¡Ay, George, George! Si te hubieras casado con la viuda de Joe Pouch cuando murió él en Norteamérica, estoy segura de que por lo menos irías bien peinado.

—Desde luego, aquello fue una oportunidad —replica el soldado, medio en broma, medio en serio—, pero seguro que ya no voy a convertirme en persona respetable. Probablemente me hubiera ido bien con la viuda de Joe Pouch, porque había algo, y tenía algo, pero la verdad es que no pude decidirme. ¡Si hubiera tenido la suerte de conocer una mujer como la que encontró Mat!

La señora Bagnet, que parece, dentro de un estilo virtuoso, tener pocas reservas con un buen chico, pero que también es una buena chica ella misma, recibe este cumplido tirándole a la cabeza al señor George una de las verduras que lleva en la artesa, y se lleva ésta al cuartito de la trastienda.

—¡Hombre, mi muñequita Quebec! —dice George, que la sigue a esa zona cuando ello lo invita—. ¡Y aquí está la pequeña Malta! ¡Venid a dar un besito a vuestro Bluffy!

Esas damiselas, que oficialmente no tienen esos nombres de pila aunque en la familia siempre las llaman así, por el nombre de los acuartelamientos en los que nacieron, están sentadas en sus taburetes; la más pequeña (que tiene cinco o seis años) está aprendiendo las letras en una cartilla de a penique; la mayor (de ocho o nueve años quizá) se las enseña al mismo tiempo que cose con gran diligencia. Ambas reciben al señor George con las grandes aclamaciones dignas de un viejo amigo, y tras darle unos besos y jugar con él, colocan sus taburetes al lado de él.

—¿Y cómo está el joven Woolwich?

—¡Ah, vamos! —grita la señora Bagnet, volviéndose de sus cacerolas (porque está preparando la comida) con la cara sonrojada—. ¿A que no te lo crees? Tiene un contrato en el teatro, con su padre, para tocar la flauta en una obra militar.

—¡Bien por mi ahijado! —exclama el señor George, dándose una palmada en el muslo.

—¡Y tanto! —dice la señora Bagnet— Hace de antiguo británico. Eso es, mi Woolwich: ¡un antiguo británico!

—Y Mat sopla en su bajón y todos ustedes son unos civiles de lo más respetable —responde el señor George—. Una familia. Los niños van creciendo. Se escriben con la anciana madre de Mat, allá en Escocia, y con su padre de usted en otra parte, y les ayudan un poco y… ¡bien, bien! ¡Desde luego, no sé por qué no va a desear usted que yo estuviera a cien millas de distancia, porque no tengo nada que ver con todo esto!

El señor George se va poniendo pensativo; sentado ante la chimenea en la habitación encalada, que tiene el suelo enarenado y exhala un olor a cuartel limpio, y que no contiene nada superfluo, ni una mota visible de polvo o suciedad, desde las caras de Quebec y de Malta hasta los cacharros relucientes del vasar; el señor George se va poniendo pensativo, allí sentado, mientras la señora Bagnet se dedica a sus cosas, cuando vuelven oportunamente a casa el señor Bagnet y el joven Woolwich. El señor Bagnet es un antiguo artillero, alto y erguido, con cejas pobladas y patillas como las fibras del coco, sin un solo pelo en la cabeza y de piel muy tostada por el sol. Habla con frases cortas, profundas y sonoras, no muy distintas de los tonos del instrumento que toca. De hecho, cabe observar en general en él un aire inflexible, rígido, metálico, como si él mismo fuera el bajón de la orquesta humana. El joven Woolwich es del tipo y el modelo de un joven tambor.

Tanto el padre como el hijo saludan animadamente al soldado. Pasado un rato, éste dice que ha venido a consultar al señor Bagnet, ante lo cual el señor Bagnet declara hospitalariamente que no quiere hablar de cosas serias hasta después de comer, y que su amigo no recibirá sus consejos hasta que primero haya compartido el cerdo hervido con verduras. Cuando el soldado accede a esta invitación, él y el señor Bagnet se van, a fin de no perturbar los preparativos domésticos, a dar una vuelta por la callejuela, que recorren a paso medido y con los brazos cruzados, como si fuera un bastión.

—George —dice el señor Bagnet—, ya me conoces. La que vale para dar consejos es la viejita. Es la que tiene buena cabeza. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Espera hasta que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces la consultamos. Te diga lo que te diga, ¡hazlo!

—Eso es lo que me propongo, Mat —replica el otro—. Prefiero su opinión antes que la de toda una Universidad.

—Universidad —responde el señor Bagnet, en frases cortas, como un bajón—. ¿Qué universidad podrías dejar… al otro lado del mundo… sin más que una capa gris y un paraguas… para que volviera sola a Europa? La viejita lo haría mañana mismo, si se lo pido. ¡Ya lo hizo una vez!

—Tienes razón —dice el señor George.

—¿Qué universidad —continúa Bagnet— iba a compartir tu vida… con dos peniques de cal… un penique de tierra de alfar… medio penique de arena… y el resto del cambio de una moneda de seis peniques… por todo dinero? Así empezó la viejita. En la empresa actual.

—Me alegro mucho de saber que prosperan, Mat.

—La viejita —dice el señor Bagnet, asintiendo sabe ahorrar. Tiene una media escondida. Con dinero. Nunca la he visto. Entonces te dirá lo que sea. Espera a que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces te dirá lo que sea.

—¡Es un tesoro! —exclama el señor George.

—Es más que eso. Pero nunca lo digo delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Fue la viejita la que descubrió mi talento musical. De no ser por ella, yo seguiría en la artillería. Pasé seis años con el violín. Diez con la flauta. La viejita dijo que aquello no iba; buenas intenciones, pero falta de flexibilidad; prueba el bajón. La viejita tomó prestado un bajón al jefe de la banda del Regimiento de Fusileros. Practiqué en las trincheras. Aprendí, me conseguí otro, ¡y ahora vivo de eso!

George observa que la señora parece estar fresca como una rosa y sana como una manzana.

—La viejita —replica el señor Bagnet— es una mujer extraordinaria. Por eso es como un buen día. Según pasa el tiempo, se pone mejor. Nunca he conocido a nadie que se la pueda comparar. Pero nunca lo digo delante de ella. ¡Hay que mantener la disciplina!

Pasan a hablar de cuestiones de poca monta y siguen paseándose por la callejuela, marcando el paso, hasta que Malta y Quebec los llaman para que hagan justicia al cerdo y las verduras, que el señor Bagnet bendice brevemente, como un capellán militar. En la distribución de esos comestibles, la señora Bagnet, al igual que en todas las funciones domésticas, observa un sistema preciso: se sienta con todos los platos ante ella, asigna a cada porción de cerdo su propia porción de caldo, de verduras, de patatas e incluso de mostaza, y lo sirve completo. Tras servir de igual forma la cerveza de una lata, y dotar así a la tropa de todo lo necesario, la señora Bagnet procede a satisfacer su propio apetito, que se halla en buen estado. Las herramientas de reglamento, si cabe llamar así a la cubertería, están formadas sobre todo por utensilios de cuerno y estaño, que han servido fielmente en diversas partes del mundo. En particular, el cuchillo del joven Woolwich, que es del tipo para las ostras, con la característica adicional de un fuerte mecanismo de cierre, que se opone a menudo al apetito de ese joven músico, y que según se dice ha hecho en diversas manos todo el recorrido de los destinos en ultramar.

Una vez terminada la comida, la señora Bagnet, ayudada por los elementos menores (que dejan pulquérrimos sus tazas y sus platos, sus cuchillos y sus tenedores), hace que todos los cacharros de la comida queden tan relucientes como antes, y los coloca todos en su sitio, tras limpiar primero el suelo, con objeto de que el señor Bagnet y el visitante no tengan que esperar a fumar sus pipas. Estas tareas domésticas entrañan muchas marchas y contramarchas por el patio y el uso considerable de un cubo, que al final acaba por tener la dicha de servir para las abluciones de la propia señora Bagnet. Cuando reaparece la «viejita», perfectamente lozana, y se sienta a hacer su labor de punto, entonces y sólo entonces (pues hasta entonces no se considera que se le hayan quitado totalmente de la cabeza las verduras), el señor Bagnet pide al soldado que exponga su problema.

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