—Debo confesar que lo siento —dije.
—No sé por qué ha de sentirlo —respondió, un tanto nerviosa—, pero en todo caso estoy comprometida con el señor Turveydrop, que me quiere mucho. Todavía es secreto, incluso por su parte, porque el señor Turveydrop padre también tiene que dar su permiso, y quizá le rompiera el corazón, o le diera un ataque, si se lo dijéramos de golpe. El señor Turveydrop padre es todo un caballero…, todo un caballero.
—¿Lo sabe su esposa? —preguntó Ada.
—¿La esposa del señor Turveydrop padre, señorita Clare? —preguntó la señorita Jellyby, abriendo mucho los ojos—. No existe. Es viudo.
Entonces nos interrumpió Peepy, a quien su hermana le había tirado tanto de la pierna, porque se la sacudía inconscientemente como la cuerda de una campana cada vez que quería subrayar algo, que ahora el pobre niño empezó a quejarse de que le dolía, y a llorar muy alto. Como me pidió compasión a mí, y como mi papel se limitaba al de oyente, lo volví a poner en mis rodillas. La señorita Jellyby siguió adelante, tras pedirle perdón con un beso y asegurarle que había sido sin querer.
—Y así están las cosas —dijo Caddy—. Si alguna vez me lo reprocho, pienso que es culpa de Madre. Nos vamos a casar en cuanto podamos, y entonces iré a ver a Padre a la oficina y le escribiré una carta a Madre. A ella no le importará demasiado; para ella no soy más que un tintero y una pluma. Una cosa que me alegra mucho pensar —dijo Caddy con un gemido— es que cuando me case ya no volveré a oír hablar de África. El señor Turveydrop hijo ya la odia por lo que me ha oído decir, y si el señor Turveydrop padre sabe que existe, ya es mucho.
—Es el que es todo un caballero, ¿no? —pregunté.
—Efectivamente, todo un caballero —dijo Caddy—. Es famoso casi en todas partes por su Porte.
—¿Enseña él también? —preguntó Ada.
—No, no enseña nada en particular —replicó Caddy—, pero tiene un Porte magnífico.
Caddy dijo después, tras muchas dudas y titubeos, que tenía otra cosa que decirnos, que creía que debíamos saber, y que esperaba que no nos ofendiéramos. Era que había trabado más conocimiento con la señora Flite, la ancianita loca, y que iba a verla muchas mañanas, y que unos minutos antes del desayuno se encontraba allí con su enamorado, pero sólo unos minutos. «Yo voy a verla a otras horas», dijo Caddy, «pero entonces no viene Prince. El señor Turveydrop hijo se llama Prince. No me gusta, porque parece el nombre de un perro, pero, claro, no se lo puso él. El señor Turveydrop padre lo hizo bautizar Prince en recuerdo del Príncipe Regente. El señor Turveydrop padre adoraba al Príncipe Regente por el majestuoso Porte que tenía. Espero que no les parezca mal a ustedes que tenga estas pequeñas citas en casa de la señorita Flite, a la que conocí con ustedes, porque me agrada mucho la pobrecita, y creo que yo a ella también. Si pudieran ustedes conocer al señor Turveydrop hijo, estoy segura de que tendrían muy buena impresión de él, o, por lo menos, estoy convencida de que no podrían jamás pensar nada malo de él. Ahora voy a ir a su casa a que me dé la clase. No soy capaz de pedirle a usted, señorita Summerson, que me acompañe allí, pero si pudiera venir» —dijo Caddy, que había hecho todos aquellos comentarios con gran preocupación y nerviosismo—, «me daría una gran alegría…, una gran alegría».
Daba la casualidad de que aquel mismo día habíamos quedado con mi Tutor en ir a ver a la señorita Flite. Le habíamos contado nuestra visita anterior, y nuestro relato le había interesado, pero siempre había habido algo que nos impedía volver a verla. Como yo creía que tendría la suficiente influencia sobre la señorita Jellyby para impedirle que tomara una medida demasiado imprudente si aceptaba plenamente la confianza que la pobre estaba tan dispuesta a depositar en mí, propuse que Peepy, ella y yo fuéramos a la Academia y después a reunirnos con mi Tutor y Ada en casa de la señorita Flite, cuyo nombre oía ahora por primera vez. Aquello comportaba la condición de que la señorita Jellyby y Peepy fuesen después a cenar con nosotros. Cuando ambos accedieron, encantados, a esta última parte del acuerdo, arreglamos un poco a Peepy con ayuda de unos cuantos alfileres, algo de agua y de jabón y un cepillo para el pelo, y nos fuimos camino de Newman Street, que estaba muy cerca.
Vi que la Academia estaba establecida en un edificio bastante destartalado en la esquina de un pasaje, con bustos en todas las ventanas de la escalera. Según pude observar por las placas de la puerta, en aquel mismo edificio estaban establecidos un maestro de dibujo, un mayorista de carbón (aunque allí, desde luego, no había sitio para carbón) y un artista litógrafo. En la placa que por su tamaño y su posición tenía precedencia sobre todas las demás, leí: SR. TURVEYDROP. La puerta estaba abierta, y el vestíbulo estaba bloqueado por un piano de cola, un arpa y varios instrumentos musicales más, que estaban llevando de un lado a otro, y todos los cuales tenían aspecto un tanto desvencijado a la luz del día. La señorita Jellyby nos comunicó que la noche anterior se habían alquilado los locales de la Academia para que se celebrase un concierto.
Subimos las escaleras (había sido una casa excelente hacía tiempo, cuando había quien se ocupara de mantenerla limpia y ventilada, y cuando nadie fumaba en ella a todo lo largo del día) y entramos en el salón del señor Turveydrop, que daba a unas antiguas caballerizas por la parte de atrás y estaba iluminado por una claraboya. Era un salón desnudo, lleno de ecos y de olor a establo, con bancos de enea a lo largo de las paredes, las cuales estaban adornadas también a intervalos regulares con pinturas de liras y receptáculos de cristal para las velas, en forma de ramajes, que parecían estar derramando sus lágrimas anticuadas igual que otras ramas podrían estar dejando caer sus hojas de otoño. Había reunidas varias alumnas jóvenes, desde los trece o los catorce años hasta los veintidós o los veintitrés, y estaba yo buscando a su profesor en medio de ellas cuando Caddy me pellizcó el brazo y repitió la ceremonia de presentación:
—¡Señorita Summerson, el señor Prince Turveydrop!
Hice una reverencia a un hombre bajito, de piel clara y ojos azules, de aspecto juvenil, con pelo muy rubio, peinado con raya al medio y que le formaba rizos a ambos lados de la cabeza. Llevaba bajo el brazo un violín pequeño, de los que en la escuela llamábamos «de bolsillo», y en la misma mano llevaba el arco. Sus zapatillas de baile eran especialmente pequeñas, y tenía unos modales un poco inocentes y femeninos, que no sólo me resultaron atractivos y amistosos, sino que me hicieron, un efecto singular: me dio la impresión de que yo era su madre y de que su madre no había sido una persona bien atendida ni bien tratada.
—Celebro mucho conocer a la amiga de la señorita Jellyby —dijo, haciéndome una profunda reverencia, y añadió con dulzura tímida—: Estaba empezando a temer que no viniera la señorita Jellyby, dado que ya había pasado su hora habitual.
—Le ruego tenga la bondad de atribuírmelo a mí, que la he retenido, y que reciba mis excusas, señor mío —dije.
—¡Dios mío! —respondió.
—Y le ruego —proseguí— que no me permita ser motivo de más retrasos.
Con aquellas excusas me retiré a un asiento entre Peepy (que como ya estaba acostumbrado al lugar se había encaramado a un puesto en un rincón) y una señora anciana de gesto adusto, que había llevado a dos sobrinas suyas a la clase y que estaba muy indignada con las botas de Peepy. Entonces, Prince Turveydrop rasgueó con los dedos las cuerdas de su violincito y las jovencitas se pusieron en pie para bailar. En aquel preciso momento apareció por una puerta lateral el señor Turveydrop padre, con toda la majestuosidad de su Porte.
Se trataba de un señor viejo y grueso, de falso buen color, dentadura falsa, patillas falsas y peluca. Llevaba un cuello de piel y un chaleco forrado bajo la levita, a la que no faltaba más que una estrella o una banda azul para estar completa
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. Iba todo lo ajustado, lo holgado, lo vestido y lo calzado que era humanamente posible. Llevaba tal corbatín (que le hacía abultar los ojos de forma antinatural), con la barbilla y hasta las orejas totalmente hundidas en él, que parecía inevitable que estuviera a punto de caer hacia adelante si de pronto se le desanudara. Llevaba bajo el brazo un sombrero de gran tamaño y peso, que iba estrechándose desde la copa hacia el ala, y en la mano un par de guantes blancos con los que lo golpeaba, mientras se apoyaba en una sola pierna, con los hombros bien tiesos, los codos hacia atrás, en una actitud de elegancia insuperable. Llevaba un bastón, un monóculo, una caja de rapé, anillos, puños almidonados; tenía aire de cualquier cosa, menos de naturalidad; no parecía joven y no parecía viejo, no se parecía a nada en el mundo, más que a un modelo de Porte.
—¡Padre! Una visita. La señorita Summerson, amiga de la señorita Jellyby.
—Nos distingue mucho —dijo el señor Turveydrop— la presencia de la señorita Summerson —y cuando me hizo una reverencia, tan comprimido como estaba, creo que casi vi que se le salían las arrugas hasta en los blancos de los ojos.
—Mi padre —me dijo su hijo en un aparte, tan lleno de fe que resultaba enternecedor— es un personaje famoso. Mi padre es objeto de gran admiración.
—¡Sigue adelante, Prince, sigue adelante! —dijo el señor Turveydrop, dándole las espaldas a la chimenea, con un gesto condescendiente de los guantes—. ¡Continúa lo que estabas haciendo, hijo mío!
Ante aquella orden, o aquella amable autorización, continuó la clase. A veces, Prince Turveydrop tocaba el violincito mientras bailaba, y otras veces tocaba el piano en pie; a veces tarareaba la melodía con el escaso resuello que le quedaba, mientras corregía a una de las alumnas; siempre acompañaba atentamente a las menos adelantadas en cada paso y cada parte de la figura, y no descansaba un momento. Su distinguido padre no hacía nada en absoluto, salvo seguir ante la chimenea como un modelo de buen Porte.
—Y nunca hace más que eso —comentó la anciana señora de gesto adusto—. ¿Se podría usted imaginar que el nombre de la placa de abajo es el de ése?
—Bueno, su hijo se llama igual que él —le dije.
—Si pudiera quitárselo, no le dejaría a su hijo ni el nombre —replicó la señora—. ¡Mire cómo va vestido el hijo! —desde luego, no era nada elegante; llevaba la ropa incluso un poco gastada, casi de pobre. Y la anciana añadió—: Sin embargo, el padre, siempre vestido de punta en blanco, ¡y todo por culpa de su Porte! ¡Ya lo iba yo a portar! ¡Más bien, a deportar, eso es lo que le haría yo!
Sentí curiosidad por saber algo más acerca de aquella persona, y pregunté:
—¿Es que ahora da lecciones de Porte?
—¡Ahora! —respondió la anciana inmediatamente—. Nunca las ha dado.
Tras un momento de reflexión, pregunté si quizá su fuerte era la esgrima.
—No creo que sepa nada de esgrima en absoluto, señorita —contestó la anciana.
Puse un gesto de sorpresa y curiosidad. La anciana, que se iba poniendo cada vez más irritada contra el Maestro del Porte a medida que se iba metiendo en el tema, me dio algunos detalles de su carrera, con grandes seguridades de que, si acaso, se quedaba corta.
Se había casado con una mujercita mansa que daba clases de baile y que tenía una clientela pasable (pues él nunca había hecho nada en la vida, salvo exhibir su Porte), y la había matado a trabajar, o, en el mejor de los casos, había permitido que se matara a trabajar, a fin de que él pudiera subvenir a los gastos indispensables en su posición. Tanto para exhibir su Porte ante los mejores modelos como para mantener siempre ante sí los mejores modelos, había considerado necesario frecuentar los lugares públicos de moda y de ocio, hacerse ver en Brighton y otros puntos en las temporadas de moda y llevar una vida de ocio, siempre vestido a la última moda. Para que se lo pudiera permitir, la afectuosa maestrita de baile había trabajado y trabajado, y hubiera seguido trabajando y trabajando todavía si le hubieran durado las fuerzas. Pues la clave de la historia era que, pese al egoísmo absorbente de aquel hombre, su mujer (dominada por el buen Porte de él) había creído en él hasta el final, y en su lecho de muerte lo había confiado, en los términos más conmovedores, a su hijo, como alguien que tenía un derecho inextinguible sobre él, y a quien nunca podría contemplar con suficiente orgullo y deferencia. El hijo, que había heredado la fe de su madre y que siempre tenía ante sí aquel modelo de Porte, había vivido y crecido con la misma fe, y ahora, a los treinta años de edad, trabajaba para su padre doce horas al día, y lo colocaba sobre el mismo pedestal imaginario.
—¡Pero qué aires se da ese hombre! —dijo mi informante, sacudiendo la cabeza en dirección al señor Turveydrop padre con una indignación muda cuando él se puso los guantes ajustados, inconsciente, claro está, del homenaje que se le estaba haciendo—. ¡Está totalmente convencido de pertenecer a la aristocracia! Y es tan condescendiente con el hijo, al que engaña tan paladinamente, que cabría suponer que es el más virtuoso de los padres. ¡Ay, me gustaría abofetearlo! —dijo la anciana, apostrofándolo con infinita vehemencia.
No pude evitar el sentirme divertida, aunque lo que decía la anciana me llenaba de la mayor preocupación. Era difícil dudar de ella, cuando tenía ante mí a padre e hijo. No puedo decir lo que hubiera pensado de ellos de no ser por el relato de la anciana, ni lo que hubiera pensado del relato de la anciana de no tenerlos a ellos delante. Pero la suma de todo aquello resultaba muy convincente.
Seguía yo mirando alternativamente al señor Turveydrop hijo, que tanto trabajaba, y al señor Turveydrop padre, que tan buen Porte tenía, cuando se me acercó este último e inició una conversación.
Primero me preguntó si confería yo encanto y distinción a Londres como residente en la ciudad. No me pareció necesario responderle que tenía perfecta conciencia de que en cualquier caso no conferiría tales cosas, sino que me limité a decirle dónde residía.
—Dama tan graciosa y llena de virtudes —dijo, besándose el guante derecho y señalando después con él a las alumnas— contemplará con lenidad los defectos que aquí ve. ¡Hacemos todo lo posible por educar, educar y educar! —Se sentó a mi lado, con cierto cuidado, me pareció, para adoptar la misma postura que el grabado de su ilustre modelo en el sofá. Y la verdad es que se le parecía mucho.—¡Educar, educar y educar! —repitió, tomando un poco de rapé y agitando delicadamente los dedos—. Pero, si se me permite decirlo a alguien formado para la gracia, tanto de la Naturaleza como del Arte, no estamos a la altura a la que estábamos en materia de buen Porte —dijo, con aquella reverencia metiendo la cabeza entre los hombres, que según parecía le resultara imposible hacer sin al mismo tiempo enarcar las cejas y cerrar los ojos.