Milady, que utiliza lentamente su pantalla de mano como un abanico, le vuelve a preguntar qué supone que tiene que ver con ella su sentido de los parecidos.
—Milady —replica el señor Guppy, que vuelve a consultar su papelito—, a eso voy. ¡Malditas notas! ¡Ah, sí! «Señora Chadband». Sí —y el señor Guppy acerca un poco su silla y se vuelve a sentar. Milady se reclina pausadamente en la suya, aunque quizá de manera una pizca menos elegante que de costumbre, y no cesa de contemplarlo fijamente—. Un… ¡un momento, por favor! ¿E. S. dos veces? ¡Ah, sí! Ya veo a lo que iba —dice el señor Guppy, tras consultar una vez más.
El señor Guppy enrolla el papelito como un instrumento para puntuar su discurso, y continúa:
—Milady, existe un misterio en torno a la señorita Esther Summerson, su nacimiento y su educación. Estoy informado al respecto porque (y lo digo confidencialmente) lo sé por mi trabajo en Kenge y Carboy. Bien: como ya he mencionado a Milady, tengo la imagen de la señorita Summerson impresa en mi corazón. Si pudiera aclarar ese misterio para ella, o demostrar que es de buena familia, o averiguar que al tener el honor de pertenecer a una rama lejana de la familia de Milady tenía derecho a ser parte en Jarndyce y Jarndyce, entonces podría, creo yo, aspirar a que la señorita Summerson contemplara de modo más favorable mis propuestas que hasta ahora. De hecho, no las contempla de modo nada favorable.
En la cara de Milady aparece una especie de sonrisa airada.
—Y es una circunstancia muy singular, señoría —continúa diciendo el señor Guppy—, aunque una de esas circunstancias que surgen a veces en la vida de profesionales como yo (y puedo decirme profesional, aunque todavía no estoy licenciado, pero ya me admiten como pasante letrado en Kenge y Carboy, porque mi madre ha avanzado con sus escasos ingresos el dinero para el sello, que es bastante caro), que he encontrado a la persona que vivía como sirvienta de la señora que educó a la señorita Summerson, antes de que se hiciera cargo de ella el señor Jarndyce. Milady, aquella señora se llamaba señorita Barbary.
¿Es el color de la muerte el que se ve en la cara de Milady, reflejado por la pantalla, que tiene un forro verde, y que tiene en la mano levantada como si se hubiera olvidado de ella, o es que se ha puesto terriblemente pálida?
—¿Ha oído Milady hablar de la señorita Barbary alguna vez? —pregunta el señor Guppy.
—No sé. Creo que sí. Sí.
—¿Tenía la señorita Barbary alguna relación con la familia de Milady?
Milady mueve los labios, pero no dice nada. Niega con la cabeza.
—¿
No
tenía ninguna relación? —exclama el señor Guppy—. ¡Ah! Quizá es que no lo sabía Milady. ¡Ah! Pero ¿sería posible? Sí. —Tras cada una de esas interrogaciones, ella ha inclinado la cabeza—. ¡Muy bien! Pues esa señorita Barbary era muy callada, parece que extraordinariamente callada para el sexo femenino, pues las hembras, por lo general (al menos en la vida ordinaria), son muy inclinadas a la conversación, y mi testigo nunca tuvo idea de si tenía algún pariente. Una vez, y sólo una, parece que se confió a mi testigo, y sobre un solo tema, y entonces le dijo que en realidad la niña no se llamaba Esther Summerson, sino Esther Hawdon.
—¡Dios mío!
El señor Guppy se queda mirándola. Lady Dedlock está sentada ante él, contemplándolo, con el mismo gesto sombrío en el rostro, con la misma actitud, incluso de la mano que sostiene la pantalla, con los labios entreabiertos, con el ceño levemente fruncido, pero por un instante como muerta. Ve que recupera la conciencia, que recorre su cuerpo un temblor, como una onda en el agua, ve que le tiemblan los labios, ve que se reanima con un gran esfuerzo, ve que se fuerza a reconocer la presencia de él y lo que él ha dicho. Todo ello con tal rapidez que su exclamación y su momentánea rigidez parecen haber desaparecido, como ocurre con los rasgos de cadáveres conservados durante mucho tiempo, que a veces, cuando se abren sus tumbas, desaparecen en un suspiro, afectados por la entrada del aire libre como si éste fuera un rayo.
—¿Milady conoce el nombre de Hawdon?
—Ya lo había oído antes.
—¿Es el nombre de alguna rama colateral o lejana de la familia de Milady?
—No.
—Pues bien, Milady —dice el señor Guppy—, llego ahora al último aspecto del caso tal como lo he venido reconstruyendo hasta ahora. Hay más, y los iré reconstruyendo poco a poco en sus diversos aspectos. Milady debe de saber (si es que Milady no lo sabe ya por casualidad) que hace algún tiempo hallaron muerto en casa de una persona llamada Krook, en Chancery Lane, a una persona, copista de los Tribunales, que se hallaba en grandes apuros. Se celebró una encuesta sobre ese copista, y ese copista era un personaje anónimo, o sea, que no se sabía cómo se llamaba. Pero, Milady, hace poco he descubierto yo que ese copista se llamaba Hawdon.
—¿Y qué tiene
eso
que ver conmigo?
—¡Sí, Milady, ésa es la cuestión! Ahora bien, Milady, pasó algo raro cuando murió ese hombre. Apareció una señora; una señora disfrazada, Milady, que fue a ver la escena de la acción y a mirar la tumba. Pagó a un chico de los que barren los cruces de las calles para que se la enseñara. Si Milady quiere ver al chico para que corrobore esta declaración, puedo echarle mano en cualquier momento.
El pobre chico no significa nada para Milady, y ésta
no
desea que se lo presenten.
—Pero aseguro a Milady que es un comienzo de lo más raro —dice el señor Guppy—. Si Milady le oyera describir los anillos que le brillaban en los dedos cuando se quitó ella el guante, le parecería de lo más romántico.
En la mano que sostiene la pantalla brillan unos diamantes. Milady juguetea con la pantalla y hace que brillen todavía más, una vez más con esa expresión que en otros tiempos podría haber sido tan peligrosa para el joven llamado Guppy.
—Se supuso, Milady, que no había dejado tras de sí ni un papel ni un trapo para que se le pudiera identificar con seguridad. Pero sí. Dejó un fajo de cartas antiguas.
La pantalla sigue moviéndose igual que antes. Todo este tiempo ella no ha dejado de contemplarlo fijamente.
—Vuelvo a preguntarle, ¿qué tiene todo eso que ver conmigo?
—Milady, mi conclusión es que —y el señor Guppy se pone en pie— si cree Milady que hay algo en toda esta cadena de circunstancias sumadas: en el indudable gran parecido entre esta señorita y su señoría, lo cual es un dato positivo para un jurado, en que la educara la señorita Barbary, en que la señorita Barbary dijera que la señorita Summerson se llamaba en realidad Hawdon, en que Milady conozca muy
bien
esos nombres, y en que Hawdon muriera como lo hizo, que hay algo en todo ello como para dar a Milady un interés de familia en investigar más el caso, le traeré aquí esos papeles. No sé qué son, salvo que son cartas antiguas. Todavía no las he tenido en mi posesión. Le traeré aquí esos papeles en cuanto los tenga, y los estudiaré por primera vez con Milady. Ya he dicho a Milady cuál es mi objetivo. Ya he dicho a Milady que me vería en una situación muy desagradable si se presentara alguna denuncia contra mí, y todo lo digo con estricta confidencialidad.
¿Es éste el único objetivo del joven llamado Guppy, o tiene algún otro? ¿Revelan sus palabras toda la extensión y la profundidad de su objetivo y de sus sospechas al venir a esta casa, o, si no, qué es lo que esconden? Puede medirse con Milady a este respecto. Ella puede mirarlo, pero él puede mirar a la mesa, e impedir que su gesto de testigo en el estrado revele nada.
—Puede usted traer las cartas —dice Milady—, si le agrada.
—Milady no es muy alentadora, le doy mi palabra, y de honor —dice el señor Guppy, un tanto herido.
—Puede usted traer las cartas —repite ella en el mismo tono—, si… hace el favor.
—Así lo haré. Deseo buenos días a Milady.
En una mesa al lado de Milady hay un finísimo estuche, con barras y candado, como una caja fuerte antigua. Ella lo sigue mirando, acerca la mano al estuche y lo abre.
—¡Ah! Aseguro a Milady que no actúo movido por aceptar nada por el estilo. Deseo un buen día a Milady, y, de todos modos, le quedo muy agradecido.
Así que el joven hace una inclinación y baja las escaleras, donde el desdeñoso Mercurio no se considera obligado a abandonar su Olimpo junto a la chimenea del recibidor para abrirle la puerta.
Mientras Sir Leicester sigue adormilado encima de sus periódicos, en la biblioteca, ¿no hay ninguna influencia en la casa que lo alarme, por no decir que haga que hasta los árboles de Chesney Wold agiten sus ramas, los retratos frunzan el ceño y las armaduras se muevan?
No. Las palabras, los gemidos, los gritos, no son más que aire, y el aire está tan encerrado por un lado, y tan excluido por el otro en toda la casa de la capital, que Milady tendría verdaderamente que lanzar grandes gritos en su salita para que a los oídos de Sir Leicester llegara la más mínima vibración, y, sin embargo, en la casa hay alguien, una figura destrozada y arrodillada, que lanza hacia el techo este grito:
—¡Ay, hija mía! ¡Hija mía! No murió en las primeras horas de su vida, como me dijo mi cruel hermana, sino que ella la crió severamente después de renunciar a mí y a mi nombre! ¡Ay, hija mía, hija mía!
Hacía algún tiempo que se había ido Richard cuando llegó una visitante a pasar unos días con nosotros. Se trataba de una señora anciana. Era la señora Woodcourt, que había venido de Gales a pasar un tiempo con la señora de Bayham Badger, y tras escribir a mi tutor «por deseo de mi hijo Allan», para comunicar que había tenido noticias de él y que estaba bien y nos «enviaba sus recuerdos más cariñosos», había recibido de mi Tutor una invitación para ir a visitarnos a Casa Desolada. Se quedó casi tres semanas con nosotros. Fue muy amable conmigo, y me hizo muchas confidencias, tantas que a veces me hacía sentir casi incómoda. Yo sabía perfectamente que no tenía derecho a sentirme incómoda porque me hiciera confidencias, y advertía que no era razonable, pero, pese a todos mis intentos, no podía evitarlo.
Era una señora tan vivaz, y solía sentarse con las manos cruzadas, con un aire tan vigilante mientras me hablaba, que me resultaba irritante. O quizá fuera que siempre estaba tan tiesa y tan formal, aunque no creo que fuera eso, porque aquello me resultaba curiosamente agradable. Tampoco podía tratarse de la expresión general de su cara, que era chispeante y bonita para una anciana. No sé lo que era. O quizá, si lo sé ahora, no lo sabía entonces. O, por lo menos… Pero no importa.
Por las noches, cuando yo me iba a ir a la cama, me invitaba a su cuarto, donde estaba sentada ante la chimenea en un sillón, y por Dios que hablaba de Morgan ap-Kerrig hasta que me hacía sentirme deprimida. A veces recitaba unos versos de Crumlinwallinwer y del Mewlinnwillinwodd (suponiendo que se escriban así, y estoy casi segura de que no) y se ponía muy excitada con los sentimientos que expresaban. Aunque no supe nunca cuáles eran (pues estaban en galés), salvo que encomiaban mucho el linaje de Morgan ap-Kerrig.
—De manera, señorita Summerson —me decía con solemnidad triunfal—, que ya ve usted la fortuna que hereda mi hijo. Dondequiera que vaya mi hijo, puede afirmar que desciende de Ap-Kerrig. Quizá no tenga dinero, pero siempre tendrá algo mucho más importante: una buena familia, hija mía.
Yo albergaba mis dudas de que en la India o la China atribuyeran mucha importancia a Morgan ap-Kerrig, pero, naturalmente, nunca las expresé. Le decía que era algo estupendo proceder de una familia tan importante.
—Lo es, hija mía, una gran cosa —replicaba la señora Woodcourt—. Tiene sus inconvenientes; por ejemplo, limita la elección de novia por mi hijo, pero también son muy limitadas las opciones matrimoniales de la Familia Real.
Después me daba unos golpecitos en el brazo y me alisaba el vestido, como para asegurarme que tenía muy buena opinión de mí, pese a la gran distancia existente entre nosotras.
—El pobre señor Woodcourt, hija mía —decía, y siempre con una cierta emoción, pues, pese a su alto linaje, en el fondo era muy afectuosa—, descendía de una gran familia de las Tierras Altas, los MacCoort de MacCoort. Sirvió a su patria y su Rey como oficial de los Reales Fusileros, y murió en el campo de batalla. Mi hijo es uno de los últimos representantes de dos familias muy antiguas. Si el Cielo lo quiere, las volverá a encumbrar, y las unirá con otra familia antigua.
Era inútil que yo tratase de cambiar de tema, como solía intentar (sólo por hablar de algo distinto, o quizá porque…), pero no hace falta que entre en detalles. La señora Woodcourt nunca me dejaba cambiarlo.
—Hija mía —me dijo una noche—, tienes tanto sentido común, y contemplas el mundo con una calma tan superior a tu edad, que me resulta reconfortante hablar contigo de estas cuestiones de mi familia. No conoces mucho a mi hijo, guapa, pero estoy segura de que lo conoces lo suficiente para recordarlo, ¿no?
—Sí, señora; lo recuerdo.
—Claro, hija mía. Bueno, hija mía, creo que eres buena jueza de las personas, así que me gustaría saber lo que opinas de él.
—Ay, señora Woodcourt —dije—, eso me resulta muy difícil.
—¿Por qué es tan difícil, hija mía? —contestó—. A mí no me lo parece.
—Dar una opinión…
—Cuando lo conoces tan poco, hija mía. Eso es verdad.
Yo no me refería a eso, porque, en total, el señor Woodcourt había pasado bastante tiempo en nuestra casa, y se había hecho muy amigo de mi Tutor. Lo dije, y añadí que parecía ser muy capaz en su profesión, según creíamos nosotros, y que su caballerosidad y su amabilidad para con la señorita Flite resultaban inestimables.
—¡Le haces justicia! —exclamó la señora Woodcourt, apretándome la mano—. Lo has definido exactamente. Allan es un muchacho magnífico, e impecable en su profesión. Puedo decirlo, aunque sea mi hijo. Pero debo confesar, niña, que no carece de defectos.
—Eso nos pasa a todos —dije.
—¡Ah! Pero los suyos son defectos que puede corregir y que debe corregir —respondió la cortante anciana, meneando la cabeza—. Te he tomado tanto cariño, que puedo hacerte una confidencia, hija mía, como tercera absolutamente desinteresada, y es que la inconstancia personificada.
Repuse que, a mi juicio, me parecía muy difícil que fuera otra cosa que constante en su profesión, y celoso en su desempeño, a juzgar por la reputación que se había hecho.