Casa desolada (108 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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¿Qué es eso? ¿Quién ha disparado una pistola o una escopeta? ¿Dónde ha sido?

Los pocos peatones que quedan se paran a mirar en su derredor. Se abren algunas puertas y ventanas y sale gente a mirar. El disparo ha hecho mucho ruido, ha despertado muchos ecos. Ha hecho retemblar una casa, o por lo menos eso es lo que ha dicho alguien que pasaba por allí. Ha despertado a todos los perros del vecindario, que se han puesto a ladrar vehementes. Los gatos, aterrados, salen corriendo por la calzada. Mientras los perros siguen ladrando y aullando —hay un perro que aúlla como un demonio—, empiezan a sonar los relojes de las iglesias, como si también ellos se hubieran asustado. La vibración de las calles también parece haberse convertido en un grito. Pero pronto acaba todo. Antes de que el último reloj empiece a dar las diez se produce un silencio. Cuando el reloj termina, vuelven a quedar en paz la noche tan buena, la luna tan grande y las multitudes de estrellas.

¿Se ha visto molestado el señor Tulkinghorn? Sus ventanas están oscuras y silenciosas, y su puerta está cerrada. Tendría que ser algo muy fuera de lo habitual para sacarlo de su concha. No se le oye, no se le ve. ¿Qué artillería haría falta para sacar a ese anciano descolorido de su compostura inmutable?

Hace muchos años que el persistente romano viene señalando, sin ningún significado aparente, desde ese techo. No es probable que esta noche tenga ningún significado especial. Una vez que se indica algo, se indica, para siempre, igual que cualquier romano, o incluso cualquier británico, con una idea única. Allí está, sin duda, en su actitud imposible, señalando algo, sin ningún resultado, a lo largo de toda la noche. Luna, oscuridad, alborear, salida del sol, día. Ahí sigue él, inmóvil, y nadie se fija en él.

Pero poco después de iniciarse el día llega gente a limpiar las casas. Y, o bien el romano ha adquirido un nuevo significado, nunca expresado antes, o la primera persona que llega se ha vuelto loca, pues al mirarle a la mano alargada, y mirar lo que hay debajo de ella, esa persona lanza un grito y se echa a correr. Los demás, al mirar al sitio donde miró la primera, también se ponen a gritar y a correr, y se produce una alarma en la calle.

¿Qué significa esto? No entra la luz en el bufete oscuro, y las gentes desacostumbradas a él entran y, con pasos silenciosos, pero pesados, transportan un bulto a la cama y lo ponen encima de ella. Todo el día se pasa entre susurros y preguntas, en registros a fondo por todos los rincones, en descripciones de ellas, en tomas cuidadosas de notas de todos los muebles. Todos los ojos miran al romano y todas las voces murmuran: «¡Si pudiera contar lo que ha visto!»

Él está indicando una mesa en la cual hay una botella (parcialmente llena de vino) y un vaso, y dos velas apagadas de repente poco después de que se encendieran. Está indicando una silla vacía y una mancha en el piso ante ella que casi se podría tapar con una mano. Estos objetos entran totalmente en su campo visual. Una imaginación calenturienta podría suponer que había en ellos algo tan aterrador como para que el resto de la composición, no sólo los muchachotes de piernas robustas, sino también las nubes y las flores e incluso los pilares…, en resumen, al cuerpo y el alma de la Alegoría y todo su cerebro, se vuelvan locos de remate. Y sin una sola excepción, todos los que entran en ese aposento oscuro y miran esas cosas, levantan la vista hacia el romano, que reviste para todos ellos un aspecto de misterio y de temor, como si fuera un testigo mudo y paralizado.

Y así sucederá sin duda en muchos años por venir, cuando se contarán historias de fantasmas acerca de la mancha en el piso, tan fácil de tapar, tan difícil de quitar, y el romano seguirá indicando desde el techo, mientras el polvo, y la humedad, y las arañas se lo permitan, con mucho más significado del que tuvo jamás en vida del señor Tulkinghorn, y con un significado mortal. Pues la vida del señor Tulkinghorn ha terminado para siempre, y el romano indicaba a la mano asesina levantada contra su vida, e indicaba impotente hacia él, desde la noche hasta la mañana, caído boca abajo en el suelo, con un disparo en el corazón.

49. Amistad y deber

Ha llegado la gran ocasión anual en casa del señor Matthew Bagnet, también conocido como Lignum Vitae, ex artillero y actual intérprete del bajón. Una ocasión de festividad y alegría. Hay que celebrar un cumpleaños en la familia.

No es el cumpleaños del señor Bagnet. El señor Bagnet se limita a celebrar esa fecha en el negocio de instrumentos musicales besando a los niños una vez más de lo habitual antes del desayuno, fumándose una pipa más después de la cena y preguntándose hacia el atardecer lo que estará pensando su pobre y anciana madre al respecto, objeto de infinitas especulaciones, debido a que su madre abandonó este mundo hace veinte años. Algunos hombres raras veces vuelven a pensar en sus padres, sino que parece como si, en los talonarios de sus recuerdos, hubieran traspasado todo su capital de afecto filial a nombre de sus madres. El señor Bagnet es uno de ellos. Quizá se deba a su enorme aprecio de los méritos de su viejita el que suela utilizar el sustantivo, neutro en inglés de «bondad» en el género femenino.

No es el cumpleaños de ninguno de los tres retoños. Esas ocasiones se señalan con algunas pruebas de que es un día diferente, pero raramente sobrepasan los límites de una felicitación y un pudding. Claro que cuando fue el último cumpleaños del joven Woolwich, el señor Bagnet, tras hacer algunas observaciones sobre cómo había crecido y progresado en general, procedió, en un momento de profunda reflexión acerca de los cambios que trae el tiempo, a hacerle un examen de catecismo, en el cual formuló con gran precisión las preguntas primera y segunda: «¿Cómo te llamas?» y «¿Qué significa tu nombre?», pero al fallarle ahí la precisión exacta de su memoria, sustituyó la pregunta tercera por la de «¿Y qué te parece tu nombre?», con tal sentido de su importancia, tan edificante y ejemplar que le dio un aire ortodoxo. Sin embargo, aquello fue una excepción en aquel cumpleaños concreto, y no un festejo habitual.

Es el cumpleaños de su viejita, y ésa es la mayor fiesta y el día señalado con letras más rojas en el calendario del señor Bagnet. El auspicioso acontecimiento se conmemora siempre conforme a determinados ritos, prescritos por el señor Bagnet hace ya unos años. Como el señor Bagnet está convencido de que el comerse un par de gallinas equivale a alcanzar las cumbres más altas del lujo imperial, invariablemente sale solo a primera hora de la mañana de ese día a comprar un par; invariablemente el vendedor lo engaña y le vende los dos habitantes más ancianos de los gallineros de toda Europa. Tras volver con esos triunfos de la dureza atados en un limpio pañuelo azul y blanco (que forma parte indispensable del ceremonial), invita al desgaire a la señora Bagnet a que declare durante el desayuno lo que le gustaría comer más tarde. Como la señora Bagnet, por una coincidencia que nunca falla, dice que unas Aves, el señor Bagnet saca instantáneamente su hatillo de algún lugar donde lo ha escondido, lo cual causa gran sorpresa y alegría. Entonces él exige que la viejita no haga nada en todo el día, más que quedarse sentada ataviada con sus mejores galas y servida por él y los muchachos. Como no se distingue por su capacidad culinaria, cabe suponer que se trata más bien de una ceremonia que de darle una alegría a su viejita, pero ella mantiene el ceremonial con todo el ánimo imaginable.

Este cumpleaños, el señor Bagnet ha hecho los preparativos de rigor. Ha comprado dos especímenes alados que, como dicen en algunos sitios, desde luego han «muerto en posición de firmes»; ha sorprendido y regocijado a la familia al sacarlos; él mismo se encarga de que se asen las gallinas, y la señora Bagnet, con sus dedos morenos y sanos ardiendo de deseos de impedir lo que sabe que va a salir mal, sigue sentada con su vestido de los días de fiesta, como invitada de honor.

Quebec y Malta ponen los manteles para la comida, mientras Woolwich actúa, como le corresponde, a las órdenes de su padre y mantiene a las gallinas girando en el asador. El señor Bagnet imparte de vez en cuando a sus jóvenes pinches un guiño, o un gesto de la cabeza, o una mueca cuando se equivocan.

—A la una y media —dice el señor Bagnet—. Al minuto. Entonces estarán hechas.

La señora Bagnet contempla angustiada que una de ellas está inmóvil sobre el fuego y ha empezado a quemarse.

—Viejita —anuncia el señor Bagnet—, te vamos a hacer una comida digna de una reina.

La señora Bagnet muestra sonriente su blanca dentadura, pero su hijo percibe hasta tal punto lo intranquila que está que se ve obligado por los dictados del afecto a preguntarle con la mirada qué es lo que va mal y, al quedarse ante ella con los ojos bien abiertos, se olvida de las gallinas todavía más que antes, y no cabe abrigar la menor esperanza de que advierta lo que pasa. Por fortuna, la hermana mayor percibe la causa de la agitación en el seno de la señora Bagnet y con un gesto admonitorio se la recuerda. Las gallinas inmóviles vuelven a ponerse en movimiento y la señora Bagnet cierra los ojos, dada la intensidad de su alivio.

—George va a venir a vernos a las cuatro y media —dice el señor Bagnet—. Puntualmente. ¿Cuántos años hace, viejita, que George viene a visitarnos? ¿Esta tarde?

—Ay, Lignum, Lignum, tantos como para hacer que una vieja volviera a la juventud, empiezo a creer. Más o menos ésos, nada menos —responde la señora Bagnet con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

—Viejita —dice el señor Bagnet—, ni, hablar. Siempre serás igual de joven. Si es que no eres más joven. Que lo eres. Como sabe todo el mundo.

Entonces Quebec y Malta palmotean y exclaman que seguro que Bluffy le traerá algo a su madre, y empiezan a preguntarse qué será.

—¿Sabes una cosa, Lignum? —dice la señora Bagnet, mirando hacia el mantel y diciendo con un guiño: «¡la sal!» a Malta con el ojo derecho, y haciendo con un meneo de cabeza que le quiten la pimienta de las manos a Quebec—, empiezo a pensar que George está pensando en ponerse en marcha otra vez.

—George —dice el señor Bagnet— no desertará nunca. Y dejar a su viejo camarada en la estacada. No lo temas.

—No, Lignum. No. No digo que vaya a hacerlo. No creo que vaya a hacerlo. Pero si pudiera liquidar ese problema de dinero que tiene, creo que se marcharía.

El señor Bagnet pregunta por qué.

—Bueno —responde su mujer, pensativa—, me da la sensación de que George se está poniendo un tanto impaciente e inquieto. No digo que no sea tan franco como siempre. Claro que es franco, porque si no, no sería George. Pero está irritable y parece intranquilo.

—Tiene que hacer maniobras suplementarias —dice el señor Bagnet—. Le obliga a ellas un abogado. Que confundiría hasta el diablo.

—Algo hay de eso —asiente su mujer—, pero te digo que así es, Lignum.

De momento la conversación queda interrumpida por la necesidad en que se encuentra la señora Bagnet de dirigir toda su atención a la comida, que se ve en peligro por el mal humor de las gallinas, que no dan ninguna salsa, y también porque la salsa ya hecha no da ningún sabor y tiene un tono cerúleo. Con parecida perversidad, las patatas se deshacen en los tenedores en el momento de pelarlas, saltan de sus centros en todas las direcciones, como si estuvieran padeciendo un terremoto. También los muslos de las gallinas son más largos de lo que sería deseable, y llenos de durezas. El señor Bagnet supera estas dificultades lo mejor que puede y por fin sirve; la señora Bagnet ocupa el lugar de los invitados, a la derecha de él.

Menos mal para la viejita que sólo tiene un cumpleaños al año, porque dos excesos así de gallina podrían hacerle daño. En estos especímenes, todos los tipos de tendones y ligamentos que puede tener una gallina se han desarrollado en la extraña forma de cuerdas de guitarra. Las patas parecen haber echado raíces en la pechuga, como las raíces que echan en tierra los árboles añosos. Son tan duras esas patas que sugieren la idea de que deben de haber consagrado la mayor parte de sus largas y arduas vidas a ejercicios pedestres y a la marcha. Pero el señor Bagnet, inconsciente de esos defectillos, se consagra a que la señora Bagnet coma una enorme cantidad de los manjares que le va sirviendo, y como la buena de la viejita no le causaría una desilusión ningún día, y menos que ninguno en un día así, por nada del mundo, pone su digestión en un peligro terrible. La preocupada madre de Woolwich no puede comprender cómo éste termina su muslo pese a que no desciende de un avestruz.

La viejita ha de soportar otra prueba al concluir el festín y tenerse que quedar sentada a contemplar cómo se limpia el comedor, se barre la chimenea y se lava y se seca la vajilla en el patio. La felicidad y la energía con que las dos señoritas se aplican a esas funciones, levantándose las faldas en imitación de su madre, y patinando sobre pequeños andamios de zuecos, inspiran las mayores esperanzas para el futuro, pero una cierta preocupación por el presente. Las mismas causas llevan a la confusión de las lenguas, los golpes en los platos, el tintineo de las tazas de metal, el blandir de las escobas y un gran gasto de agua, todo ello en exceso, mientras la saturación de las dos damiselas es un espectáculo casi demasiado conmovedor para que la señora Bagnet lo pueda contemplar con la calma propia de su posición. Por fin quedan triunfalmente terminados todos los diversos procesos de limpieza; Quebec y Malta aparecen con ropa limpia, sonrientes y secas; se colocan en la mesa pipas, tabaco y algo que beber, y la viejita goza del primer rato de tranquilidad que conoce en el día de esta encantadora conmemoración.

Cuando el señor Bagnet ocupa su asiento de costumbre, las manillas del reloj están muy cerca de las cuatro y media; justo cuando las marcan, el señor Bagnet anuncia:

—¡George! Puntualidad militar.

Es George, que felicita efusivamente a la viejita (a quien da un beso en esta magna ocasión) y saluda cariñosamente a los niños y al señor Bagnet.

—¡Que cumpla usted muchos! —dice el señor George.

—¡Pero George, muchacho! —exclama la señora Bagnet mirándolo curiosa— ¿Qué te ha pasado?

—¿A mí?

—¡Ay, estás tan pálido! George, resulta extraño en ti. Y pareces como aturdido. ¿No es verdad, Lignum?

—George —dice el señor Bagnet—, díselo a la viejita. Qué pasa.

—No sabía que estaba pálido —dice el soldado, que se pasa la mano por la frente—, ni que pareciese aturdido, y lo siento. Pero la verdad es que el chico que estaba en mi casa se murió ayer por la tarde y me ha dejado muy triste.

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