Casa desolada (66 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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¿Qué busca? ¿Una mano que ya no existe, una mano que nunca existió, un contacto que podría haber cambiado mágicamente su vida? ¿O escucha el Paseo del Fantasma y piensa a qué se parecen más sus pasos? ¿A los de un hombre? ¿A los de una mujer? ¿A los pasitos de un niño pequeño que se acercan… y se acercan? Está sometida a alguna influencia melancólica, pues, si no, ¿por qué iba una dama tan orgullosa a cerrar las puertas y sentarse tan desolada ante la chimenea?

Volumnia se marcha al día siguiente, y antes de la cena se han dispersado todos los primos. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta asombrado durante el desayuno al oír a Sir Leicester hablar de la eliminación de todos los puntos de referencia y de la apertura de las compuertas y de los rasguños en el tejido de la sociedad, todo lo cual manifiesta la conducta del hijo de la señora Rouncewell. No hay ni uno solo del montón de primos que no se sienta verdaderamente indignado, y que lo relacione todo con la debilidad de William Buffy cuando estuvo en el poder, y que se sienta verdaderamente despojado de sus intereses en la nación, o en la lista de pensiones, o en lo que sea, por el fraude y la maldad. En cuanto a Volumnia, Sir Leicester la acompaña por la gran escalera, hablando con tanta elocuencia del tema como si existiera un insurrección general en el norte de Inglaterra para quedarse con la caja de colorete y el collar de perlas de su prima. Y así, en medio del escándalo que forman las doncellas y los ayudas de cámara —pues una característica de los primos es que, por difícil que les resulte mantenerse,
tienen
que mantener doncellas y ayudas de cámara—, los primos se dispersan a los cuatro vientos, y el viento de invierno que sopla hoy hace que de los árboles al lado de la casa desierta caiga un chaparrón, como si todos los primos se hubieran transformado en hojas.

29. El joven

Chesney Wold está cerrado, las alfombras están enrolladas como gigantescos manuscritos en los rincones de habitaciones desnudas. El damasco brillante hace su penitencia encerrado en holandas marrones; las tallas y los estucos hacen penitencia, y los antepasados de los Dedlock vuelven a retirarse de la luz del día. En torno a toda la casa, las hojas caen constantemente, pero nunca de prisa, pues van trazando círculos, con una levedad muerta que es sombría y lenta. Por mucho que el jardinero barra y barra el césped y meta las hojas en carretillas y se las lleve, le siguen llegando a los tobillos. El viento chillón gime en torno a Chesney Wold; la lluvia densa golpea, las ventanas tiemblan y las chimeneas gruñen. Las nieblas se esconden en las avenidas, velan las perspectivas y avanzan funeralmente por las lomas. Toda la casa está invadida por un olor frío y blanco, como el olor de una iglesia pequeña, aunque algo más seco, que sugiere que los Dedlock muertos y enterrados salen a pasear durante las largas noches, y dejan tras ellos el aroma de sus tumbas.

Pero la casa de la ciudad, que rara vez está del mismo humor que Chesney Wold al mismo tiempo, que raras veces se alegra cuando se alegra aquélla, ni gime cuando gime aquella, excepto cuando muere un Dedlock; la casa de la ciudad brilla despierta. Tan cálida y luminosa como pueda ser un lugar tan ceremonioso, tan delicadamente lleno de aromas agradables tan distante de la menor huella de invierno como pueda conseguirse con flores de invernadero; blanda y silenciosa, de forma que sólo el tic-tac de los relojes y el chisporroteo del fuego alteran la paz de los salones, la casa parece envolver los fríos huesos de Sir Leicester en lana de color arco iris. Y Sir Leicester celebra descansar con satisfacción solemne ante la gran chimenea de la biblioteca, mientras ojea condescendiente los lomos de sus libros u honra a las bellas artes con una mirada de aprobación. Porque tiene sus cuadros, antiguos y modernos. Los tiene de la Escuela de los Bailes de Máscaras, en los que el Arte a veces condesciende a intervenir, que sería mejor catalogar en una subasta como artículos varios. Por ejemplo: «Tres sillas de respaldo alto, una mesa y un tapete, botella de cuello alto (con vino), una frasca, un vestido de española, retrato de tres cuartos de la señorita Jogg, la modelo, y una armadura con un Don Quijote», o «Una terraza de piedra (agrietada), una góndola en la distancia, un traje de senador veneciano, completo, ricamente bordado traje de raso blanco con retrato de perfil de la señorita Jogg, la modelo, una cimitarra soberbiamente montada en oro con empuñadura de joyas, un traje complicado de moro (muy raro), y un Otelo».

El señor Tulkinghorn va y viene muy a menudo, pues hay asuntos del patrimonio de los que tratar, arriendos que renovar, etc. También ve a menudo a Milady Dedlock, y él y ella son tan formales, y tan indiferentes, y se hacen tan poco caso el uno al otro como siempre. Pero es posible que Milady tema a este señor Tulkinghorn, y que él lo sepa. Es posible que él la persiga obsesiva y tenazmente, sin el menor detalle de pesar, remordimiento ni compasión. Es posible que la belleza de ella, y toda la pompa y la brillantez que la rodean, sólo sirvan para acicatearlo más a él en lo que ha decidido hacer, y lo haga más inflexible en su determinación. Sea que es frío y cruel, sea que es inconmovible en lo que ha decidido que es su deber, sea que está absorbido por su ansia de poder, sea que ha determinado que no se le puede esconder nada en donde ha huroneado en busca de secretos toda su vida, sea que en su fuero interno desprecia el esplendor en el cual él no es sino un rayo distante, sea que esté acumulando siempre desdenes y ofensas en la afabilidad de sus lujosos clientes; sea cualquiera de estas cosas, o todas ellas, es posible que a Milady más le valiera tener cinco mil pares de ojos del gran mundo sobre ella, llenos de vigilancia desconfiada, que los dos ojos de este abogado descolorido, con su corbatín transparente y sus calzones cortos negros anudados con cintas en las rodillas.

Sir Leicester está sentado en la sala de Milady —la sala en la que el señor Tulkinghorn leyó la declaración jurada de Jarndyce y Jarndyce— y se siente especialmente benévolo. Milady, igual que aquel día, está sentada ante la chimenea, pantalla protectora en mano. Sir Leicester se siente especialmente benévolo porque ha encontrado en su periódico algunas observaciones agradables relativas a las compuertas y al tejido de la sociedad. Son tan felizmente aplicables a lo ocurrido últimamente, que Sir Leicester ha venido directamente desde la biblioteca a la sala de Milady para leérselas en voz alta.

—El hombre que ha escrito este articulo —observa como prefacio, mirando al fuego como si estuviera mirando a ese hombre desde un monte— tiene una mente equilibrada.

La mente del hombre no está tan bien equilibrada que deje de aburrir a Milady, quien, tras un lánguido esfuerzo por escuchar, o más bien una lánguida resignación a hacer como que escucha, se queda distraída y cae en una contemplación ensimismada del fuego, como si fuera el suyo de Chesney Wold y nunca se hubiera ido de allí. Sir Leicester no se da cuenta de nada y sigue leyendo con las gafas puestas, deteniéndose de vez en cuando para quitarse las gafas y expresar su aprobación con frases de: «Una gran verdad», «Muy bien dicho», «Eso mismo he dicho yo muchas veces», después de cada una de cuyas observaciones pierde invariablemente el sitio y tiene que mirar arriba y abajo de la columna para volverlo a encontrar.

Sir Leicester está leyendo, con una gravedad y una pomposidad infinitas, cuando se abre la puerta y el Mercurio empolvado hace este extraño anuncio:

—Milady, el joven llamado Guppy.

Sir Leicester se detiene, mira y dice con voz asesina:

—¿El joven llamado Guppy?

Cuando mira hacia atrás, ve al joven llamado Guppy, muy nervioso y que no presenta una carta demasiado impresionante de presentación, por sus modales y su aspecto.

—Dígame —se dirige Sir Leicester a Mercurio—, ¿qué significa esto de que anuncie de manera tan abrupta a un joven llamado Guppy?

—Con su permiso, Sir Leicester, pero Milady dijo que quería ver a este joven en cuanto viniera. No sabía que estaba usted aquí, Sir Leicester.

Con esta excusa, Mercurio dirige una mirada despectiva e indignada al joven llamado Guppy, que significa claramente: «¿Qué significa esto de que venga usted aquí y me meta a mí en una bronca?».

—Está bien. Efectivamente, di esa orden —dice Milady—. Que espere ese joven.

—En absoluto, Milady. Puesto que has ordenado que venga, no voy yo a interrumpir —y Sir Leicester se retira galante, aunque declina aceptar la inclinación que le hace el joven al salir él, y supone majestuosamente que se trata de un zapatero con aspecto de inoportuno.

Lady Dedlock mira imperiosa a su visitante cuando el criado sale de la sala, y lo inspecciona de la cabeza a los pies. Deja que se quede junto a la puerta y le pregunta qué quiere.

—Que Milady tenga la amabilidad de permitirme una pequeña conversación —contesta Guppy, todo apurado.

—Naturalmente, es usted la persona que me ha escrito tantas cartas, ¿no?

—Varias, Milady. Varias, antes de que Milady condescendiera a hacerme el favor de responder.

—¿Y no podría usted utilizar el mismo medio para hacer que fuera innecesaria una conversación? ¿No podría usted hacerlo ahora?

El señor Guppy forma con la boca un silencioso «¡No!» y niega con la cabeza.

—Ha sido usted extrañamente inoportuno. Si después de todo eso parece que lo que ha de decir no me concierne (y no sé en qué puede concernirme, ni lo creo), me permitirá usted que le interrumpa con poca ceremonia. Diga usted lo que tiene que decir, por favor.

Milady, con un gesto descuidado de la pantalla de mano que le protege la cama, se vuelve otra vez hacia la chimenea, y se queda sentada casi de espaldas al joven llamado Guppy.

—Entonces, con permiso de Milady —dice el joven—, pasaré a ocuparme del asunto. ¡Ejem! Como ya dije a Milady en mi primera carta, trabajo en los Tribunales. Al trabajar en los Tribunales, he adquirido el hábito de no comprometerme por escrito, y por eso no mencioné a su señoría el nombre del bufete con el que estoy relacionado, y en el cual mi posición es relativamente buena (al igual, si se me permite añadir, que mis ingresos). Ahora puedo decir a Milady, confidencialmente, que el nombre de ese bufete es Kenge y Carboy, de Lincoln’s Inn; que quizá Milady no encuentre desconocido del todo, en relación con el caso de Jarndyce y Jarndyce.

La figura de Milady empieza a expresar una cierta atención. Ha dejado de agitar la pantalla, y la sostiene como si estuviera escuchando.

—Ahora, permítame Milady decirle inmediatamente —continúa el señor Guppy, algo más animado— que no es por ningún motivo relacionado con Jarndyce y Jarndyce por lo que tenía tantos deseos de hablar con Milady, conducta que sin duda ha parecido, y sigue pareciendo, impertinente…, por no decir ruin. —Tras esperar un momento, a ver si lo refutan, y al ver que no es así, el señor Guppy sigue adelante—: Si se hubiera tratado de Jarndyce y Jarndyce, hubiera ido a ver inmediatamente al procurador de Milady, el señor Tulkinghorn de los Fields. Tengo el placer de conocer al señor Tulkinghorn, o por lo menos nos saludamos cuando nos vemos, y si se hubiera tratado de algo de ese género, hubiera ido a verle a él.

Milady se vuelve un poco hacia él, y le dice:

—Más vale que se siente.

—Gracias, Milady —y el señor Guppy se sienta y mira una hojita de papel en la que ha escrito notas breves sobre lo que ha de exponer, y que parece dejarlo de lo más confuso cada vez que lo consulta—. Ahora bien, Milady, yo… ¡Ah, sí!…, me pongo totalmente en manos de Milady. Si Milady me denunciara a Kenge y Carboy, o al señor Tulkinghorn, por hacerse esta visita, me vería en una situación muy desagradable. Lo reconozco francamente. En consecuencia, confío en la honorabilidad de Milady.

Milady, con un gesto desdeñoso de la mano en la que sostiene la pantalla, le asegura que él no merece la pena de que lo denuncie.

—Gracias, Milady —dice el señor Guppy—; muy satisfactorio. Pues bien, yo…, ¡maldita sea!… El hecho es que he apuntado aquí una o dos de las cosas que me pareció que le debía mencionar, y las he escrito muy resumidas y ahora no comprendo lo que significan. Si Milady me permite que me acerque un momento a la ventana, entonces….

El señor Guppy se acerca a la ventana, se tropieza con una pareja de aves inseparables, a los que en su confusión pide mil perdones. Eso no hace que sus notas resulten más legibles. Murmura algo, mientras se va ruborizando, y con el papel pegado a los ojos primero, y después muy alejado de la vista, va leyendo: «C. S.». ¿Qué significa C. S.? ¡Ah! ¡E. S.! ¡Ya sé! ¡Claro!». Y vuelve a su sitio, ya más aclarado.

—No sé —dice el señor Guppy, a mitad de camino entre Milady y su propia silla— si Milady ha oído hablar alguna vez de una señorita llamada Esther Summerson. Milady le mira directamente a los ojos:

—No hace mucho que conocí a una señorita que se llama así. Fue en otoño pasado.

—¿Y no opinó Milady que se parecía mucho a alguien? —pregunta el señor Guppy, cruzándose de brazos y ladeando la cabeza; y rascándose la comisura de la boca con su memorando.

Milady no aparta la vista de la suya.

—No.

—¿Que no se parecía a la familia de Milady? —No.

—Quizá Milady —dice el señor Guppy— no recuerda bien la cara de la señorita Summerson.

—Recuerdo muy bien a esa señorita. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Milady, le aseguro que como tengo la faz de la señorita Summerson grabada en el corazón (cosa que le menciono confidencialmente), observé, cuando tuve el honor de visitar la mansión de Milady en Chesney Wold, durante una breve excursión con un amigo al condado de Lincolnshire, tal parecido entre la señorita Esther Summerson y el retrato de Milady, que me dejó con la boca abierta; tanto, que en aquel momento ni siquiera comprendí qué era lo que me dejaba con la boca abierta. Y ahora que tengo el honor de estar al lado de Milady (desde entonces me he tomado muchas veces la libertad de mirar a Milady cuando pasaba en su coche por el parque, cuando estoy seguro de que Milady ni siquiera me veía a mí, pero nunca había estado tan cerca de Milady), resulta todavía más sorprendente de lo que me había parecido.

¡Joven llamado Guppy! Hubo épocas en que las señoras vivían en fortalezas y tenían auxiliares poco escrupulosos a su disposición, cuando esa pobre vida tuya no hubiera valido un comino, si esos ojos tan bellos te hubiesen mirado como lo están haciendo ahora.

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