Casa desolada (65 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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La señorita Volumnia huye con un tercer chillido, mientras manifiesta a sus anfitriones:

—¡Dios mío! ¡Más vale deshacerse de…! ¿Cómo has dicho?… ¡Del metalúrgico!

Pronto se dispersan los demás primos, hasta el último de ellos. Sir Leicester toca la campanilla:

—Mis saludos al señor Rouncewell, en los apartamentos del ama de llaves, y díganle que ya puedo recibirlo.

Milady, que ha escuchado todo esto con pocas muestras de prestar atención, observa al señor Rouncewell cuando éste entra. Tiene poco más de cincuenta años, buena figura, igual que su madre, y tiene la voz clara, una frente despejada con entradas en el pelo, y una cara inteligente y franca. Es un caballero de aspecto responsable, vestido de negro, bastante corpulento, pero firme y activo. Actúa con toda naturalidad y franqueza, y no se siente en lo más mínimo nervioso ante la excelencia de quienes lo reciben.

—Sir Leicester y Lady Dedlock, como ya he presentado mis excusas por molestar a ustedes, lo mejor que puedo hacer es ser breve. Le agradezco que me reciba, Sir Leicester.

El jefe de los Dedlock ha hecho un gesto hacia un sofá que hay entre él y Milady. El señor Rouncewell se sienta pausadamente.

—En momentos tan ocupados, cuando están en marcha tan grandes empresas, quienes como yo empleamos a tantos obreros en tantos sitios, siempre andamos corriendo de un lado a otro.

Sir Leicester le satisface que el fabricante considere que no hay prisa allí, en aquella casa antigua, arraigada en su parque silencioso, donde la hiedra y el musgo han tenido tiempo para madurar y donde los olmos retorcidos y nudosos, y los robles umbríos están hundidos en medio de los helechos y las hojas centenarias, y donde el reloj de sol de la terraza lleva registrando desde hace siglos el Tiempo, que era tan de la propiedad de los Dedlock (mientras éstos durasen) como la casa y las tierras. Sir Leicester se sienta en una butaca, y opone su reposo y el de Chesney Wold a las idas y venidas inquietas de los metalúrgicos.

—Lady Dedlock ha tenido la amabilidad —continúa diciendo el señor Rouncewell, con una mirada respetuosa y una inclinación hacia ella— de colocar a su lado a una joven belleza llamada Rosa. Resulta que mi hijo se ha enamorado de Rosa, y me ha pedido permiso para proponerle matrimonio, y para comprometerse con ella si ella está dispuesta, y yo supongo que sí lo estará. No he visto a Rosa hasta hoy, pero tengo bastante confianza en el buen sentido de mi hijo, incluso en asuntos de amor. Veo que la forma en que él la representa es cierta, a mi leal saber y entender, y mi madre habla de ella con grandes elogios.

—Los merece en todos los respectos —dice Milady.

—Celebro mucho oírselo decir a usted, Lady Dedlock, y huelga añadir comentarios sobre el valor que me merece su amable opinión de ella.

—Eso —observa Sir Leicester, con una grandeza indecible, pues considera que el fabricante es demasiado elocuente— es algo que resulta innecesario.

—Totalmente innecesario, Sir Leicester. Ahora bien, mi hijo es muy joven, y Rosa también. Al igual que yo tuve que abrirme camino por mi cuenta, mi hijo debe hacer lo mismo, y es imposible que se case de momento. Pero de suponer que yo diera mi consentimiento a que se comprometiera en absoluto con esa muchachita, y que esa muchachita quisiera comprometerse con él, creo que estoy obligado por sinceridad a decir inmediatamente (estoy seguro, Sir Leicester y Lady Dedlock, de que me comprenderán y me perdonarán) que impondría como condición que ella no se quedara en Chesney Wold. Por consiguiente, antes de seguir hablando con mi hijo, me tomo la libertad de decir que si la marcha de ella provocara en cualquier sentido una incomodidad o una molestia, le daré a él un plazo razonable de espera y dejaré las cosas exactamente igual que están.

¡No quedarse en Chesney Wold! ¡Imponer eso como condición! Todas las dudas de Sir Leicester acerca de Wat Tyler y de la gente de las metalurgias que no hacen más que manifestarse a la luz de antorchas le caen de golpe en la cabeza como un chaparrón, y de hecho el fino pelo gris de la cabeza, al igual que el de las patillas, se le ponen de punta de la indignación.

—¿He de entender, señor mío —pregunta Sir Leicester—, y ha de entender Milady —a la que introduce así en la discusión especialmente, en primer lugar como cuestión de cortesía, y en segundo lugar como cuestión de prudencia, pues confía mucho en el buen sentido de Milady—, he de entender, señor Rouncewell, y ha de entender Milady, caballero, que considera usted que esa joven vale demasiado para Chesney Wold o que es probable que le haga algún perjuicio al seguir aquí?

—Desde luego que no, Sir Leicester.

—Celebro saberlo —dice Sir Leicester en tono muy altivo.

—Por favor, señor Rouncewell —dice Milady, advirtiendo a Sir Leicester que no intervenga con un gesto levísimo de la manita, como si él fuera una mosca—, explíqueme lo que quiere decir.

—Con mucho gusto, Lady Dedlock. Es lo que más deseo.

Milady vuelve su cara compuesta, cuya inteligencia, sin embargo, es demasiado viva y activa para que la pueda disimular ninguna impasibilidad estudiada, por habitual que sea en ella, hacia la fuerte cara sajona del visitante, imagen de resolución y perseverancia, y escucha atentamente, bajando la cabeza de vez en cuando.

—Lady Dedlock, yo soy el hijo de su ama de llaves, y he pasado mi infancia en esta casa. Mi madre lleva medio siglo aquí, y no me cabe duda de que morirá aquí. Es uno de esos ejemplos (quizá uno de los mejores) del amor, la lealtad y la fidelidad de un tipo de personas, de las que Inglaterra puede estar muy orgullosa, pero en los que ninguna de las partes interesadas puede atribuirse el mérito exclusivo, porque esos casos dicen mucho de ambas partes; sin duda de la parte de los grandes, pero también sin duda de la parte de los humildes.

Sir Leicester lanza un pequeño respingo al oír cómo se comparten así los méritos, pero, dicho sea en su honor y en el de la verdad, reconoce sincera aunque silenciosamente la justicia de lo que acaba de decir el metalúrgico.

—Perdónenme por decir algo que resulta obvio, pero no quiero que se suponga apresuradamente —con una levísima mirada hacia Sir Leicester— que me da vergüenza la posición que ocupa mi madre aquí, ni que sienta la más mínima falta de respeto hacia Chesney Wold y la familia. Desde luego, es posible que yo haya deseado (y, desde luego, lo he deseado, Milady) que mi madre pudiera retirarse al cabo de tantos años, y terminar sus días conmigo. Pero como he visto que el romper este vínculo tan fuerte sería como destrozarle el corazón, hace mucho tiempo que he renunciado a esa idea.

Sir Leicester se pone muy digno otra vez ante la idea de que alguien pensara en llevarse a la señora Rouncewell de su hogar natural, para determinar sus días con un metalúrgico.

El visitante continúa diciendo modestamente:

—He sido aprendiz y he sido obrero. He vivido con el salario de un obrero durante años y años, y más allá de un cierto punto, he tenido que educarme solo. Mi mujer era hija de un capataz y se educó modestamente. Tenemos tres hijas, además de este hijo del que he hablado, y como afortunadamente les hemos podido dar más ventajas que las que gozamos nosotros, las hemos educado bien; muy bien. Una de nuestras principales preocupaciones y de nuestros mayores placeres ha sido hacerlos dignos de ocupar cualquier posición.

Su tono paternal adquiere ahora una cierta jactancia, como si añadiera en su fuero interno: «incluso la posición de Chesney Wold». Por eso Sir Leicester se va poniendo cada vez más digno.

—Todo ello es tan frecuente, Lady Dedlock, donde vivo yo, y entre la clase a la que pertenezco, que entre nosotros no son tan infrecuentes como en otras partes lo que se calificaría en general de matrimonios desiguales. Hay veces en que un hijo comunica a su padre que se ha enamorado, digamos, de una joven de la fábrica. El padre, que en su juventud también trabajó en una fábrica, probablemente se sentirá un poco decepcionado al principio. Quizá tuviera otras aspiraciones para su hijo. Sin embargo, lo más probable es que tras averiguar que la joven es de carácter intachable, le diga a su hijo: «Necesito estar seguro de que vas en serio. Se trata de un asunto muy serio para vosotros dos. Por eso voy a hacer que esa chica reciba una educación durante dos años; o quizá diga: «Voy a colocar a esta chica en la misma escuela que tus hermanas durante tanto o cuanto tiempo, y tú me vas a dar tu palabra de que no la vas a ver más que con tal o cual frecuencia. Si al final de este tiempo, cuando ella haya aprovechado tanto ese favor que podáis estar más o menos en pie de igualdad, seguís pensando lo mismo, yo haré lo que pueda por mi parte para que seáis felices». Conozco varios casos como los que acabo de describir, milady, y creo que me indican el rumbo que debo seguir yo ahora.

La dignidad de Sir Leicester estalla. Pausada, pero terrible.

—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, poniéndose la mano derecha en la solapa de su levita azul, con la actitud de estadista en la que está pintado en la galería—, ¿está usted estableciendo un paralelo entre Chesney Wold y una —se le atraganta la palabra— una fábrica?

—No necesito decirle, Sir Leicester, que los dos lugares son muy diferentes, pero para los fines del caso, creo que no es injusto establecer un paralelo entre las dos situaciones.

Sir Leicester dirige su majestuosa mirada por uno de los costados del salón largo, y luego por el otro, antes de convencerse de que efectivamente no está soñando.

—¿Tiene usted conciencia, señor mío, de que esa joven a la que Milady, insisto, Milady, ha puesto cerca de su persona se educó en la escuela de la aldea, al lado del parque?

—Sir Leicester, tengo plena conciencia de ello. Es una escuela muy excelente, y generosamente subvencionada por esta familia.

—Entonces, señor Rouncewell —replica Sir Leicester—, me resulta incomprensible la aplicación de lo que acaba usted de decir.

—¿Le resultará más comprensible, Sir Leicester, si le digo —el metalúrgico está ruborizándose un poco— que no considero que la escuela de la aldea enseñe todo lo que debe saber la esposa de mi hijo?

De la escuela rural de Chesney Wold, intacta como está este mismo minuto, hasta todo el tejido de la sociedad; de todo el tejido de la sociedad hasta que ese mismo tejido se vea brutalmente rasgado porque hay gente (metalúrgicos, fontaneros o lo que sea) que se olvida del catecismo y se sale del puesto que le corresponde en la sociedad (que ha de ser necesariamente y para siempre, conforme a la lógica rápida de Sir Leicester, el primer puesto que ocuparon al nacer), y de ahí pasa a educar a otra gente para que salga de sus puestos, con lo que se derrumban los puntos de referencia y se abren las compuestas y todo lo demás; así razona rápidamente la mentalidad Dedlock.

—Perdón, Milady. Permíteme un momento —porque ella ha mostrado un leve indicio de que iba a hablar—. Señor Rouncewell, nuestras opiniones de lo que son las obligaciones, y nuestras opiniones de lo que es la posición, y nuestras opiniones de…, en resumen,
todas
nuestras opiniones son tan diametralmente opuestas, que el prolongar esta conversación debe de ser repugnante para sus sentimientos, como lo es para los míos. Esa jovencita se ve honrada por la atención y el favor de Milady. Si desea renunciar a esa atención y ese favor, o si decide colocarse bajo la influencia de cualquiera que con sus opiniones peculiares (permítame decir sus opiniones peculiares, aunque estoy dispuesto a reconocer que no tiene la culpa de ellas), que con sus opiniones peculiares quiera que renuncie a esa atención y ese favor, puede hacerlo en el momento que decida. Le agradecemos la franqueza con que nos ha hablado. No tendrá ninguna consecuencia, en un sentido u otro, para la posición de esa jovencita aquí. Aparte de eso, no podemos establecer ni aceptar condiciones. Y ahora le rogamos, si tiene la bondad, que dejemos el tema.

El visitante hace una pausa para dar a Milady una oportunidad, pero ella no dice nada. Entonces él se levanta y responde:

—Sir Leicester y Lady Dedlock, permítanme agradecerles su atención y observar únicamente que recomendaré muy en serio a mi hijo que venza sus inclinaciones actuales. ¡Buenas noches!

—Señor Rouncewell —dice Sir Leicester, en quien brilla todo el carácter de la hidalguía—, es tarde, y las carreteras están oscuras. Espero que su tiempo no sea tan precioso para no permitir que Milady y yo le ofrezcamos la hospitalidad de Chesney Wold, por lo menos esta noche.

—Espero que acepte —dice Milady.

—Se lo agradezco mucho, pero tengo que viajar toda la noche para llegar puntualmente a un lugar bastante lejano, pues estoy citado por la mañana.

Con lo cual el metalúrgico se despide; Sir Leicester toca la campanilla, y Milady se levanta cuando él sale de la sala.

Cuando Milady va a su tocador, se sienta, pensativa, junto a la chimenea y, sin prestar atención al Paseo del Fantasma, mira a Rosa, que está escribiendo en una saleta. Al cabo de un rato, Milady la llama:

—Ven, hija mía. Dime la verdad. ¿Estás enamorada?

—¡Ay, Milady!

Milady contempla la cara bajada y sonrojada y dice sonriente:

—¿Quién es? ¿Es el nieto de la señora Rouncewell?

—Sí, Milady, con su permiso. Pero no sé si estoy enamorada de él. No estoy segura.

—¡No estás segura, tontita! ¿No sabes que él sí está seguro de quererte?

—Creo que le gusto un poco, Milady —y Rosa rompe a llorar.

¿Es Lady Dedlock la que está ahí, de pie junto a la belleza rural, atusándole el pelo oscuro con ese toque maternal, y mirándola con unos ojos tan llenos de interés y curiosidad? ¡Sí, efectivamente lo es!

—Escúchame, hija mía. Eres joven y franca, y creo que me tienes cariño.

—Sí, Milady, sí. De verdad que no hay nada en el mundo que no esté dispuesta yo a hacer para demostrarle cuánto.

—Y no creo que quieras dejarme todavía, Rosa, aunque sea por un novio.

—¡No, Milady! ¡Ay, no! —Rosa levanta la mirada por primera vez, aterrada ante la mera idea.

—Confía en mí, hija mía. No me tengas miedo. Quiero que seas feliz, y voy a hacer que lo seas…, si es que puedo hacer feliz a alguien en este mundo.

Rosa se echa a llorar otra vez, se arrodilla a sus pies y le besa la mano. Milady toma la mano con la que ha cogido la suya y, de pie, con la mirada fija en el fuego, la acaricia con las dos manos y la deja caer lentamente. Al verla tan absorta, Rosa se retira en silencio, pero Milady sigue con la mirada fija en la chimenea.

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