—Rosa.
La bonita cara pueblerina se vuelve iluminada hacia arriba. Después, al ver lo seria que está Milady, hace un gesto de sorpresa y confusión.
—Ve a ver la puerta. ¿Está cerrada?
Sí. Rosa va a ella y vuelve, con expresión todavía más sorprendida.
—Voy a hacerte una confidencia, hija mía, pues sé que puedo confiar en tu lealtad, por no decir tu criterio. Al hacértela no voy a disimular nada. Pero confío en ti. No digas a nadie nada de lo que vas a oír.
La pequeña belleza tímida promete con gran seriedad que merecerá esa confianza.
—¿Sabes? —dice Lady Dedlock, con un gesto para que acerque más la silla—, ¿sabes, Rosa, que contigo soy diferente que con todos los demás?
—Sí, Milady. Mucho más amable. Pero es que muchas veces pienso que yo conozco a Milady tal como es de verdad.
—¿Muchas veces piensas que me conoces tal como soy de verdad? ¡Pobre hija, pobre hija!
Lo dice con una especie de desdén, pero no hacia Rosa, y se queda pensativa, mirándola soñadoramente.
—¿Crees Rosa que eres para mí un alivio y un descanso? ¿Supones que como eres joven y natural y me tienes cariño y gratitud, es para mí un placer tenerte a mi lado?
—No sé, Milady; apenas si puedo esperarlo. Pero es lo que deseo de todo corazón…
—Y así es, pequeña.
La carita guapa se retiene, en su rubor de placer, ante la sombría expresión en la bella cara que tiene ante sí. Busca tímidamente una explicación.
—Y si fuera a decirte hoy: «¡Vete! ¡Abandóname!», te diría algo que significaría para mí un gran dolor y una gran inquietud, niña, y que me dejaría muy solitaria.
—¡Milady! ¿La he ofendido en algo?
—En nada. Ven aquí.
Rosa se inclina en su taburete a los pies de Milady. Milady, con el mismo toque maternal que en la famosa velada con el metalúrgico, le pone una mano en el pelo oscuro y la mantiene en él suavemente.
—Te he dicho, Rosa, que deseaba tu felicidad, y que si podía hacer feliz a alguien en este mundo, sería a ti. No puedo. Por razones que acabo de conocer, razones que no son culpa tuya en nada, ahora es mucho mejor que no sigas aquí. No debes seguir aquí. He decidido que no sigas. He escrito al padre de tu enamorado y va a venir hoy. Todo ello lo he hecho por ti.
La muchacha, llorosa, le llena la mano de besos y pregunta ¿qué va a hacer, qué va a hacer cuando se separe de ella? Su señora le da un besó en la mejilla y no responde.
—Y ahora, hija mía, sé feliz en circunstancias mejores que éstas. ¡Deja que te quieran y sé feliz!
—Ay, Milady, a veces he pensado, perdóneme por tomarme esta libertad, pero he pensado que
Milady
no era feliz.
—¡Yo!
—¿Será más feliz cuando me haya ido? Le ruego, le imploro que lo vuelva a pensar. ¡Déjeme quedarme algún tiempo más!
—Ya te he dicho, hija mía, que lo que hago lo hago por ti, no por mí. Lo que soy para ti, Rosa es lo que soy ahora: no lo que seré dentro de poco. Recuérdalo y no se lo digas a nadie. ¡Recuérdalo, y así termina todo entre nosotras!
Se aparta de su ingenua compañera y sale del aposento. A media tarde, cuando vuelve a aparecer en la escalera, se halla en su estado más frío y altivo. Tan indiferente como si toda pasión, todo sentimiento, todo interés, hubieran desaparecido en los albores de la existencia del mundo y hubieran desaparecido con todos los monstruos del pasado.
Mercurio ha anunciado al señor Rouncewell, que es la causa de su aparición. El señor Rouncewell no está en la biblioteca, pero a la biblioteca es adonde va ella. Allí está Sir Leicester, y quiere hablar primero con él.
—Sir Leicester, quería… pero veo que estás ocupado.
¡No, Dios mío! En absoluto. No es más que el señor Tulkinghorn.
Siempre a mano. Se cierne por todas partes. No hay un momento de descanso ni de seguridad con él.
—Mil excusas, Lady Dedlock. ¿Permiten que me retire?
Con una mirada que dice claramente: «Sabe usted de sobra que tiene poder para quedarse si quiere», le dice que no es necesario, y avanza hacia una silla. El señor Tulkinghorn, con su torpe reverencia, se la acerca un poco y se retira a una ventana frente a ella. Al interponerse entre ella y la última luz del día en la calle ya silenciosa, su sombra cae sobre Milady y todo queda a oscuras ante ella. Hasta en eso le oscurece la vida.
Es una calle tranquila en las mejores de las condiciones, donde dos largas filas de casas se contemplan mutuamente con tal severidad que media docena de sus mayores mansiones parecen haberse quedado de piedra a fuerza de contemplarse, en lugar de haberse construido desde un principio con ese material. Es una calle de una grandiosidad tan terrible, tan decidida a no condescender a la vitalidad, que las puertas y las ventanas tienen una condición sombría propia, con su pintura negra y su polvo; y los establos llenos de ecos que hay en las traseras tienen un aspecto seco y macizo, como si estuvieran destinados a albergar los corceles de piedra de nobles estatuas. Un encaje complicado de hierro se entrelaza sobre las escaleras de esta calle terrible, y desde las fincas petrificadas los extintores de faroles anticuados contemplan el gas advenedizo. Acá y acullá un anillo corroído de hierro por el que los muchachos aspiran a hacer pasar las gorras de sus amigos (único uso actual) mantiene su lugar entre el follaje oxidado, consagrado a la memoria del petróleo desaparecido. E incluso queda el mismo petróleo, que sigue ardiendo a largos intervalos en un absurdo cacharrito de vidrio con un pomo en forma de ostra en el fondo, que guiña malhumorado a las luces nuevas que aparecen cada noche, igual que su dueño fracasado lo hace en la Cámara de los Lores.
Por consiguiente, no es mucho lo que Lady Dedlock, sentada en su silla, podría desear ver por la ventana ante la que está el señor Tulkinghorn. Y sin embargo, sin embargo, mira en esa dirección, como si en el fondo de su corazón deseara que esa figura se quitara de en medio. Sir Leicester pide excusas a Milady. ¿Qué le iba a decir?
—Únicamente que ha venido el señor Rouncewell (a quien he convocado yo), y que más vale que pongamos fin a la cuestión de esa chica. Estoy ya aburrida del asunto.
—¿Qué puedo hacer yo… para ayudar en él? —pregunta Sir Leicester, sumido en tremendas dudas.
—Vayamos a verlo inmediatamente y terminemos con ello. ¿Puede decirles que lo hagan subir?
—Señor Tulkinghorn, tenga usted la bondad de llamar. Gracias. Solicite —dice Sir Leicester a Mercurio, sin recordar de momento el título correcto que emplear—, solicite al señor metalúrgico que venga aquí.
Mercurio sale en busca del señor metalúrgico, lo encuentra y lo trae. Sir Leicester recibe a la persona ferruginosa con amabilidad.
—Espero que se encuentre usted bien, señor Rouncewell. Tome asiento (mi abogado, el señor Tulkinghorn). Señor Rouncewell, Milady deseaba —y Sir Leicester lo traslada hábilmente con un gesto solemne de la mano—, deseaba hablar con usted. ¡Ejem!
—Con mucho gusto —responde el señor metalúrgico— escucharé atentamente todo lo que Lady Dedlock me haga el honor de comunicarme.
Al volverse hacia ella se encuentra con que la impresión que le causa es menos agradable que la última vez. Su aire distante y arrogante establece un ambiente frío en su derredor, y su actitud no tiene nada que aliente a la franqueza, como la última vez.
—Caballero —dice Lady Dedlock—, le ruego me permita preguntar si han hablado usted y su hijo acerca del capricho de este último.
Casi resulta demasiado molesto para sus ojos lánguidos mirar hacia él cuando le hace esta pregunta.
—Si no me falla la memoria, Lady Dedlock, dije cuando tuve el placer de ver a ustedes anteriormente, que aconsejaría seriamente a mi hijo que dominara ese… capricho —y el metalúrgico repite la expresión de ella con un cierto énfasis.
—Y, ¿lo ha hecho usted?
—¡Ah! ¡Naturalmente que sí!
Sir Leicester hace un gesto que es al mismo tiempo de aprobación y de confirmación. Muy correcto. Como el señor metalúrgico dijo que iba a hacerlo, estaba obligado a hacerlo. En este respecto no hay diferencia entre los metales comunes y los preciosos. Muy correcto.
—Y, dígame, ¿lo ha hecho él?
—Realmente, Lady Dedlock, no puedo darle una respuesta clara. Me temo que no. Probablemente todavía no. La gente de mi clase a veces añade a nuestros… caprichos una intención seria, lo cual hace que no resulten fácilmente renunciables. Creo que tenemos costumbres bastante tenaces.
Sir Leicester teme que esta expresión sea un poco Watt Tyleresca, y se irrita un tanto. El señor Rouncewell es perfectamente cortés y amable, pero dentro de esos límites es evidente que adapta su tono a la acogida de que ha sido objeto.
—Porque —continúa Milady— he estado pensando en este tema, que ya me está cansando.
—Lo lamento mucho, sinceramente.
—Y también en lo que dijo Sir Leicester al respecto, con lo cual estoy perfectamente de acuerdo (Sir Leicester se siente halagado), y si no nos puede usted dar la garantía de que se le ha pasado su capricho, he llegado a la conclusión de que lo mejor es que la muchacha se vaya de mi lado.
—No le puedo dar esa garantía, Lady Dedlock. En absoluto.
—Entonces es mejor que se vaya.
—Perdón, Milady —interrumpe cortésmente Sir Leicester—, pero es posible que con eso se haga un grave daño a la joven, daño que no se ha merecido. Se trata de una muchacha —dice Sir Leicester, que expone, magnífico, el asunto con la mano derecha, como si fuera un plato de comida— que ha tenido la fortuna de atraer la atención y el cariño de una dama eminente y de vivir, bajo la protección de esa dama eminente, rodeada de todas las ventajas que confiere una posición así, y que sin duda son muy grandes (le aseguro que sin duda son muy grandes, señor mío) para una joven de su condición. Entonces se plantea la cuestión: ¿debe esa joven verse privada de esas múltiples ventajas y de esa buena fortuna sencillamente porque haya atraído la atención del hijo del señor Rouncewell? Díganme, ¿merece ella ese castigo? ¿Es justo para con ella? ¿Es ése el entendimiento al que habíamos llegado anteriormente? —termina de decir Sir Leicester con una inclinación exculpatoria, pero digna, de la cabeza hacia el metalúrgico.
—Con su permiso —interviene el padre del hijo del señor Rouncewell—. ¿Me permite, Sir Leicester? Creo que yo puedo abreviar la cuestión. Le ruego que no tenga ese aspecto en cuenta. Si recuerda usted algo de tan poca importancia (lo que no es de esperar), recordará que mi primera actitud en este asunto fue la de oponerme a que siguiera aquí ella.
¿No tener en cuenta la protección de los Dedlock? ¡Oh! Sir Leicester está obligado a dar crédito a un par de oídos que le han sido legados por una familia como la suya, pues de lo contrario quizá no diera crédito a lo que le hacen comprender las observaciones de ese señor de los metales.
—No es necesario —observa Milady con su voz más fría, antes de que él pueda hacer otras cosas que dar suspiros de sorpresa— que ninguna de las partes entre en esos aspectos. La muchacha es muy buena; no tengo nada en absoluto que decir en contra suya, pero hasta tal punto no comprende sus múltiples ventajas ni su buena fortuna, que está enamorada (o la pobrecilla cree estarlo) y es incapaz de apreciarlas.
Sir Leicester pide permiso para observar que eso modifica totalmente las cosas. Está seguro de que Milady tiene los mejores motivos y razones para apoyar su opinión. Está completamente de acuerdo con Milady. Lo mejor es que la muchacha se vaya.
—Señor Rouncewell, como observó Sir Leicester en la última ocasión, cuando nos sentimos fatigados por este asunto —continúa diciendo lánguidamente Lady Dedlock—, no podemos establecer condiciones con usted. Sin condiciones, y en las circunstancias actuales, la chica no tiene sitio aquí y es mejor que se vaya. Ya se lo he dicho. ¿Prefiere usted que la hagamos volver al pueblo, o prefiere llevarla consigo, o qué prefiere usted que se haga?
—Lady Dedlock, si puedo hablar sinceramente…
—Desde luego.
—… preferiría hacer lo que antes alivie a ustedes de la molestia y la saque a ella de su situación actual.
—Y para hablar con la misma sinceridad —responde ella con la misma negligencia estudiada—, eso es lo que prefiero yo. ¿He de entender que se la lleva usted?
El señor metalúrgico hace una reverencia metálica.
—Sir Leicester, ¿quieres llamar? —Pero el señor Tulkinghorn se adelanta desde la ventana y tira de la campanilla—. Me había olvidado de usted. Gracias. —Él hace su reverencia acostumbrada y vuelve en silencio a su lugar. Aparece Mercurio, siempre tan rápido, recibe instrucciones sobre a quién tiene que traer, desaparece, trae a la recién llamada y se va.
Rosa ha estado llorando y se siente inquieta. Cuando entra, el metalúrgico se levanta de la silla, la toma del brazo y se queda con ella junto a la puerta, listo para irse.
—Ya ves que estás bien atendida —dice Milady con su voz cansada—, y que quedas en buenas manos. He mencionado que eres muy buena chica, y no tienes motivos para llorar.
—Después de todo —observa el señor Tulkinghorn, que da unos pasitos adelante, con las manos a la espalda— parece que llora porque se va.
—Bueno, es que no tiene mucha educación, ya ve —responde el señor Rouncewell de manera un tanto abrupta, como si celebrase poderse revolver contra el abogado—, y la pobrecita no tiene experiencia y no comprende. No cabe duda, señor mío, de que de haberse quedado aquí habría mejorado mucho.
—No cabe duda —es la respuesta mesurada del señor Tulkinghorn.
Rosa gime que siente mucho dejar a Milady y que ha sido muy feliz en Chesney Wold y ha sido muy feliz con Milady y da las gracias a Milady una vez tras otra.
—¡Vamos, tontita —dice el metalúrgico, frenándola en voz baja, aunque sin enfurecerse—, si tienes cariño a Watt, ten valor!
Milady se limita a hacerle un gesto indiferente con la mano y decir:
—¡Vamos, vamos, hija! Eres una buena chica. ¡Vete!
Sir Leicester ha procedido a abandonar magníficamente el tema y se ha retirado al santuario de su levita azul. El señor Tulkinghorn, que ahora es una forma indistinta colocada contra el fondo oscuro de la calle, que se empieza a tachonar de faroles, aparece a la vista de Milady más grande y más negro que antes.
—Sir Leicester y Lady Dedlock —dice el señor Rouncewell tras una pausa de unos momentos—, con su permiso me despido de ustedes y me excuso por haberlos molestado, aunque no por mi propia voluntad, con este fatigoso asunto. Les aseguro que entiendo muy bien lo fatigoso que debe hacerle sido algo de tan poca monta a Lady Dedlock. Si tengo alguna duda acerca de mi propio comportamiento es por no haber ejercido antes mi influencia, discretamente, para llevarme a mi joven amiga sin molestar a ustedes para nada. Pero me pareció (supongo que por ganas de aumentar la importancia de la cuestión) que lo más respetuoso era explicar a ustedes cómo estaban las cosas, y lo más sincero consultar lo que ustedes deseaban y preferían. Espero que excusen ustedes mi falta de familiaridad con un mundo en que las buenas formas tienen más importancia.