Casa desolada (58 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¡Phil! —llamó el señor George.

—Sí, jefe.

—Tranquilo.

El hombrecillo se quedó inmóvil, con un gruñido en voz baja.

—Señoras y señores —dijo el señor Bucket—, les pido disculpas por cualquier cosa que les pueda parecer desagradable en todo esto, pues soy el Inspector Bucket, de la Fuerza de Detectives, y tengo una misión que cumplir. George, sé dónde está mi hombre, porque anoche estuve apostado en el tejado y lo vi por la claraboya, y tú estabas con él. Está ahí ahora mismo —dijo, con un gesto de la mano—, ahí es donde está, en un sofá. Tengo que pasar a ver a mi hombre y decirle que se considere arrestado, pero ya me conoces, y sabes que no quiero adoptar medidas incómodas. Si me das tu palabra de hombre (y de viejo soldado, ¡no lo olvides!) de que todo está en orden entre nosotros dos, haré todo lo que pueda por ti.

—Se la doy —fue la respuesta—. Pero no ha actuado usted bien, señor Bucket.

—¡Demonio, George! ¿Que no he actuado bien? —dijo el señor Bucket, volviéndole a dar en su ancho pecho y estrechándole la mano—. Yo no te he dicho que no hubieras actuado bien al esconder tan bien a mi hombre, ¿verdad? ¡Ten la misma consideración conmigo, muchacho! ¡Eres todo un Guillermo Tell, todo un Shaw
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, todo un miembro de la Guardia! Pero, señoras y señores, si es el modelo viviente del Ejército Británico. ¡Daría un billete de cincuenta libras por tener un porte como el suyo!

Dada la situación, el señor George, tras reflexionar unos instantes, propuso entrar él el primero a ver a su compañero (pues así lo llamó), y que la señorita Flite entrase con él. Cuando el señor Bucket asintió, se dirigieron hacia el otro extremo de la galería y nos dejaron allá, unos sentados y otros de pie, junto a una mesa llena de armas de fuego. El señor Bucket aprovechó la ocasión para hablar de temas intrascendentes, y me preguntó a mí si me daban miedo las armas de fuego, como les ocurría a casi todas las señoritas; a Richard, si disparaba bien; a Phil Squod, cuál de aquellos fusiles le parecía mejor y cuánto podría costar en una tienda, y le añadió que era una lástima que a veces se dejara llevar por su temperamento, pues tenía un carácter tan amable que podía tratarse del de una damisela; y, en general, actuó con simpatía.

Al cabo de un rato nos siguió al otro extremo de la galería, y Richard y yo nos íbamos a ir discretamente cuando vino detrás de nosotros el señor George. Dijo que si no teníamos objeciones en ver a su compañero, a éste le agradaría mucho que lo visitáramos. Apenas acababa de decir aquellas palabras cuando llamaron al timbre, y apareció mi Tutor, «por si había alguna posibilidad», según comentó de pasada, «de que pudiera hacer algo por un pobre hombre implicado en la misma mala fortuna que él». Volvimos juntos los cuatro, y entramos en la pieza donde estaba Gridley.

Era una habitación vacía, separada de la galería por unas maderas sin pintar. Como el tabique no tenía más de ocho o diez pies de alto, y no se erguía más que de un lado, sin llegar hasta el techo, se veían por arriba las vigas del alto techo de la galería, y la claraboya por la que había mirado el señor Bucket. El sol estaba bajo, a punto de ponerse, y por arriba entraba una luz rojiza, que no llegaba al suelo. En un sofá sencillo tapizado de lona estaba el hombre de Shropshire, vestido casi igual que la última vez que lo vimos, pero tan cambiado que al principio no reconocí aquella cara pálida.

Había seguido escribiendo en su escondite, y recordando sus agravios, durante horas y horas. Una mesa y unos cuantos cajones estaban cubiertos de papeles manuscritos y de plumas gastadas, junto con toda una confusión de artículos análogos. Él y la mujercita loca estaban juntos, solos, por así decirlo, y formaban una escena conmovedora. Ella estaba sentada en una silla, dándole la mano, y ninguno de nosotros se les acercó.

Había ido perdiendo la voz, junto con su antigua expresión, con su fuerza, con su ira, con su resistencia a todos los males que había sufrido y que por fin lo habían vencido. La única forma de describirlo es como la mera sombra de un objeto lleno de forma y de color, la sombra del hombre de Shropshire al que habíamos conocido.

Inclinó la cabeza hacia Richard y hacia mí y habló a mi Tutor.

—Señor Jarndyce, es usted muy amable al venir a verme. Creo que ya no queda mucho tiempo para que me vea nadie. Celebro mucho estrechar su mano, caballero. Es usted un hombre bueno, por encima de toda injusticia, y Dios sabe cuánto lo respeto a usted.

Se estrecharon las manos cordialmente, y mi Tutor le dijo unas palabras de consuelo.

—Aunque le parezca extraño, señor —continuó diciendo Gridley—, no hubiera querido verlo a usted si ésta fuera la primera vez que nos conocemos. Pero usted sabe que he combatido, usted sabe que he aguantado solo contra todos, y les he dicho lo que eran y en lo que me habían convertido, de forma que no me importa que me vea hecho esta ruina.

—Ha tenido usted gran valor con ellos, y muchísimas veces —replicó mi Tutor.

—Así es, señor —con una débil sonrisa—. Y ya le he dicho con qué resultado, cuando dejé de tenerlo, y ahora mire. ¡Mírenos, mírenos! —y se pasó la mano de la señorita Flite por el brazo y la acercó más a sí—. Ahora ya acaba todo. De todos mis antiguos conocidos, de todas mis antiguas actividades y esperanzas, de todo el mundo de los vivos y los muertos, sólo esta pobre y bondadosa mujer viene naturalmente a mí, y es lógico. Existe un vínculo de muchos años de sufrimiento entre nosotros dos, y es el único vínculo que jamás he tenido en la Tierra que la Cancillería no ha roto.

—Reciba mi bendición, Gridley —dijo la señorita Flite, llorando—. ¡Reciba mi bendición!

—Yo creía, jactancioso de mí, que jamás podrían destrozarme el corazón, señor Jarndyce. Había resuelto que no lo lograrían jamás. De verdad que me creí capaz de ello y de que lograría acusarlos de ser unos farsantes como lo son, hasta que muriera yo de alguna causa natural. Pero estoy acabado. No sé cuánto tiempo hace que me voy apagando; me pareció como si me hubiese hundido en una hora. Espero que nunca lleguen a enterarse. Espero que todos los presentes les hagan creer que morí desafiándolos, siempre perseverante, como he hecho durante tantos años.

En aquel momento, el señor Bucket, que estaba sentado en un rincón junto a la puerta, ofreció, bondadoso, el único consuelo que podía brindar:

—¡Vamos, vamos! —dijo desde su rincón—. No se ponga así, señor Gridley. Lo que pasa es que está usted un poco bajo de ánimo. A todos nos pasa a veces. A mí me pasa. ¡Aguante, aguante! Ya volverá usted a perder los estribos con todos ellos, y más de una vez, y con un poco de suerte volveré a detenerlo una docena de veces.

El señor Gridley se limitó a negar con la cabeza.

—No lo niegue usted —dijo el señor Bucket—. Diga que sí, eso es lo que quiero verle hacer a usted. ¡Pero, Dios mío, cuánto tiempo no hemos pasado juntos! ¿No lo he visto a usted en la cárcel de Fleet miles de veces, condenado por desacato? ¿No he ido más de veinte tardes al Tribunal sólo para ver cómo se aferraba usted al Canciller como un bulldog? ¿No se acuerda usted de la primera vez que empezó a amenazar a los abogados y se le acusaba a usted de alteración del orden público dos o tres veces por semana? Pregúntelo aquí a esta señora; siempre ha estado presente. ¡Aguante, señor Gridley, aguante!

—¿Qué va usted a hacer con él? —preguntó George en voz baja.

—No lo sé todavía —dijo Bucket en el mismo tono. Después siguió dándole ánimos en voz más alta—: ¿Acabado usted, señor Gridley? ¿Después de escapárseme todas estas semanas y de obligarme a andar por los tejados como un gato, y a venir a verlo disfrazado de médico? Eso no es estar acabado. ¡Yo diría que no! Le voy a decir lo que le hace falta. Le hacen falta emociones, ¿sabe?, para mantenerse en forma, ¡eso es lo que le hace falta a
usted
! Es a lo que está acostumbrado, y no puede vivir sin eso. Yo tampoco. Muy bien, pues; vea usted esta orden obtenida por el señor Tulkinghorn, de Lincoln’s Inn Fields, y endosada después en media docena de condados. ¿Qué le parece venir conmigo, conforme a este mandamiento, y tener una buena pelea con los jueces? Le sentará bien; le dará ánimos y le pondrá en forma para otra ronda con el Canciller. ¿Abandonar usted? Me sorprende oír a un hombre de su energía hablar de abandonar. No debe usted hacerlo. Es usted quien da la mitad de su animación al Tribunal de Cancillería. George, dale una mano al señor Gridley, y ya verá cómo está usted mejor en pie que acostado.

—Está muy débil —dijo el soldado en voz baja.

—¿De verdad? —contestó Bucket, preocupado—. No quiero más que se levante. No me gusta ver a un viejo conocido abandonar así. Lo que más lo animaría de todo sería si pudiera enfadarse un poco conmigo. Que trate de darme un golpe con la derecha y otro con la izquierda, si quiere; no le denunciaría.

Resonó el techo con un grito de la señorita Flite que todavía me retumba en los oídos:

—¡Ay, no, Gridley! —exclamó cuando éste cayó pesada y silenciosamente de espaldas ante ella—. ¡No te vayas sin mi bendición! ¡Al cabo de tantos años!

Se había puesto el sol, la luz se había ido alejando gradualmente de los tejados, y las sombras habían ido ascendiendo. Pero a mis ojos, la sombra de aquella pareja, una viva y el otro muerto, se hizo más densa cuando se marchó Richard que la oscuridad de la más oscura de las noches. Y en medio de las palabras de despedida de Richard, oía su eco:

«De todos mis antiguos conocidos, de todas mis antiguas actividades y esperanzas, de todo el mundo de los vivos y los muertos, sólo esta pobre y bondadosa mujer viene naturalmente a mí, y es lógico. Existe un vínculo de muchos años de sufrimiento entre nosotros dos, y es el único vínculo que jamás he tenido en la Tierra que la Cancillería no ha roto».

25. La señora Snagsby lo comprende todo

Reina la intranquilidad en Cook’s Court, Cursitor Street. Una sospecha negra se cierne sobre esa pacífica región. La masa de sus habitantes se halla en su estado habitual de ánimo, ni mejor ni peor; pero el señor Snagsby está cambiado, y su mujercita lo sabe.

Porque Tomsolo y Lincoln’s Inn Fields persisten en engancharse, como un par de caballos desbocados, al carro de la imaginación del señor Snagsby; el conductor es el señor Bucket, y los pasajeros son Jo y el señor Tulkinghorn, y todo el carruaje recorre el comercio de la papelería de los Tribunales a enorme velocidad, y durante todo el día. Incluso en la cocinita de la parte delantera, donde come la familia, surgen a velocidad de relámpago de la mesa, cuando el señor Snagsby hace una pausa al cortar la primera tajada de la pierna de cordero al horno con patatas y contempla la pared de la cocina.

El señor Snagsby no puede comprender qué tiene que ver él con todo eso. Hay algo que anda mal por alguna parte, pero lo que no entiende es qué es ese algo, qué resultado puede tener, para quién, cuándo ni de qué sector del que nada sabe ni nada ha oído procederá. Todo: sus remotas impresiones de las túnicas y las coronas de nobleza, de las estrellas y las jarreteras, de aquel resplandor entrevisto a través del polvo de la oficina del señor Tulkinghorn; su veneración por los misterios custodiados por los mejores y más conocidos de sus clientes, a quienes todos los Inns de los Tribunales, toda Chancery Lane y todo el barrio judicial están de acuerdo en reverenciar; su recuerdo del Detective Bucket y su dedo índice, y sus modales confidenciales que era imposible eludir o negar; todo ello lo persuade de que él mismo ha pasado a su parte en algún peligroso secreto, sin saber cuál es. Y la terrible peculiaridad de esa condición es que a cualquier hora de su vida cotidiana, a cualquier apertura de la puerta de la tienda, a cualquier llamada al timbre, a cualquier entrada de un mensajero, o a cualquier entrega de una carta, el secreto puede impregnarse de aire y de fuego, estallar y hacer que salte en pedazos… sólo el señor Bucket sabe quién.

Motivo por el cual, cada vez que entra en la tienda un desconocido (y suelen entrar muchos desconocidos), y pregunta si está el señor Snagsby o cualquier cosa igual de inocente, el corazón del señor Snagsby palpita acelerado en su pecho culpable. Sufre tanto con esas preguntas, que cuando quienes las hacen son muchachos, se venga tirándoles de las orejas por encima del mostrador, preguntando a los mozalbetes qué quieren decir con eso y por qué no dicen inmediatamente lo que quieren. Hay hombres y muchachos menos reales que persisten en introducirse en los sueños del señor Snagsby y aterrarlo con preguntas inexplicables; de manera que muchas veces, cuando el gallo de la pequeña lechería de Cursitor Street estalla como suele hacerlo absurdamente por la mañana, el señor Snagsby se encuentra sufriendo la crisis de una pesadilla, con su mujercita que lo sacude y se pregunta: «¿Qué le pasa a este hombre?».

Esa misma mujercita no es la menor de sus dificultades. El saber que está siempre ocultándole un secreto, que en todas las circunstancias ha de disimular y retener en la boca una muela careada, que ella con su agudeza está siempre a punto de arrancarle de la cabeza, da al señor Snagsby, ante la presencia de dentista que asume ella, un aspecto muy parecido al de un perro que tiene algo que esconder a su amo, y que mira a cualquier parte con tal de no tropezar con la mirada de éste.

Todos esos indicios y signos, observados por la mujercita, no pasan inadvertidos a ésta. La inducen a decir: «¡Snagsby tiene alguna preocupación!». Y así es cómo la sospecha se introduce en Cook’s Court, Cursitor Street. De la sospecha a los celos, la señora Snagsby encuentra que hay un camino tan natural como el que va de Cook’s Court a Chancery Lane. Y esos celos penetran en Cook’s Court, Cursitor Street. Una vez llegados (y siempre han estado muy próximos), se muestran muy activos y ágiles en el seno de la señora Snagsby, y la impulsan a realizar exámenes nocturnos de los bolsillos del señor Snagsby, a hacer inspecciones privadas de su Libro Diario y su Mayor, su caja registradora, su caja de reserva y su caja de caudales; a mirar por las ventanas, a escuchar detrás de las puertas y a hacer que una serie de cosas verdaderamente disparatadas parezcan encajar unas con otras.

La señora Snagsby está tan perpetuamente en estado de alarma, que la casa se llena de fantasmas, de planchas que chirrían y vestidos que rozan las paredes. Los aprendices piensan que allí debe de haber muerto asesinado alguien en tiempos antiguos. Guster tiene unos átomos de una idea (recogidos en Tooting, donde se hallaban flotando entre unos niños huérfanos) de que existe dinero enterrado bajo la bodega, custodiados por un anciano de barbas blancas, que no podrá salir hasta dentro de siete mil años, porque una vez dijo el Padrenuestro al revés.

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