Jo no ha oído jamás hablar de ningún libro de historia así. A él le dan lo mismo sus compiladores y el señor Chadband, salvo que conoce al reverendo Chadband, y prefiere pasarse una hora corriendo para huir de él que oírlo hablar durante cinco minutos. «No vale de
ná
que siga esperando aquí», piensa Jo. «El señor Snagsby no me va a decir
ná
esta noche». Y baja las escaleras arrastrando los pies.
Pero abajo está la caritativa Guster, que está agarrada a la balaustrada de la escalera de la cocina, y tratando de contener un ataque, en lucha todavía incierta; ataque provocado por los aullidos de la señora Snagsby. Tiene su propia cena de pan y queso que entregar a Jo, con el cual se aventura a intercambiar unas palabras por primera vez.
—Ten algo de comer, pobrecito —dice Guster.
—Gracias, señorita —contesta Jo.
—¿Tienes hambre?
—¡Más o menos! —replica Jo.
—¿Qué ha pasado con tu padre y con tu madre, eh?
Jo se interrumpe en medio de un mordisco y se queda petrificado. Porque esa huérfana criada por el santo cristiano cuyo santuario se halla en Tooting le ha tocado el hombro, y es la primera vez en su vida que lo han tocado con un gesto de amabilidad.
—No sé
ná
de ellos —dice Jo.
—Yo tampoco de los míos —exclama Guster. Está reprimiendo los síntomas típicos de su ataque, cuando parece que algo la alarma, y desaparece escaleras abajo.
—Jo —dice en voz baja el papelero cuando el muchacho se queda parado en el escalón.
—¡Aquí estoy, señor Snagsby!
—No sabía si te habías ido… Ten otra media corona, Jo. Tuviste toda la razón al decir que no sabías nada de aquella señora la otra noche, cuando salimos juntos. No haría más que crear problemas. El silencio es oro, Jo.
—¡Comprendido, señor!
Y se dan las buenas noches.
Una sombra fantasmal, en camisón y gorro de dormir, sigue al papelero a la sala de la que acaba de salir, y se desliza escalera arriba. Y a partir de ese día, dondequiera que vaya, lo seguirá otra sombra distinta de la suya, apenas menos fugaz que la suya, apenas menos silenciosa que la suya. Y en cualquier lugar secreto por el que vaya a pasar su propia sombra, más vale que todos los preocupados por su secreto estén alerta. Porque ahí está también la observadora señora Snagsby, la carne de su carne, la sangre de su sangre, la sombra de su sombra.
La mañana invernal, que contempla con ojos apagados y la cara cetrina al vecindario de Leicester Square, encuentra a los habitantes de ésta nada dispuestos a salir de la cama. Muchos de ellos no son madrugadores ni en el mejor de los momentos, pues se trata de aves nocturnas que se van a la percha cuando el sol ya se ha levantado, y que están despiertos y listos para la presa cuando están brillando las estrellas. Tras visillos y cortinas mugrientos, en los pisos altos y las buhardillas, ocultos tras nombres más o menos falsos, cabelleras falsas, títulos falsos, joyas falsas e historias falsas, hay una colonia de bergantes que yacen en su primer sueño. Caballeros de los tapetes verdes que podrían discursear por experiencia personal acerca de las galeras extranjeras y de las penitenciarías nacionales; espías de gobiernos fuertes que tiemblan constantemente de debilidad y de temores inconfesables, traidores convictos, cobardes, matones, jugadores, fulleros, estafadores y testigos falsos, algunos de ellos ya marcados por la señal del hierro al rojo, tras sus melenas sucias, con más suciedad dentro de ellos que jamás hubo en el seno de Nerón, y con más delitos de los que encierra toda la cárcel de Newgate. Pues, por malo que sea el Diablo vestido de fustán o de levita (y puede ser muy malvado vestido de uno u otro modo), es un diablo más astuto, encallecido e intolerable cuando se pone un alfiler en la corbata, se autocalifica de caballero, apuesta a un solo color o a una sola carta, juega una partida de billar y está algo informado de lo que son los pagarés o las letras de cambio, que ea cualquiera de las otras guisas que adopta. Y en cualquiera de esas formas lo encontrará el señor Bucket, que sigue recorriendo las vías que conducen a Leicester Square, si decide encontrarlo.
Pero la mañana de invierno no lo busca ni lo despierta. Despierta al señor George, de la Galería de Tiro, y a su acompañante. Se levantan, enrollan sus petates y los colocan ea sus sitios. El señor George, tras afeitarse ante un espejito de proporciones diminutas, sale a zancadas, coa la cabeza y el pecho desnudos, hacia la Bomba que hay en el patinillo, y vuelve reluciente de jabón amarillo, fricción, agua de lluvia y otra agua gélida. Mientras se seca con una toalla sin fin, resoplando como una especie de buceador militar que acaba de salir a la superficie, con el pelo rizado cada vez más rizado sobre las sienes atezadas, y cuando más se va frotando, de manera que parece que jamás se pudiera alisar con un instrumento menos coercitivo que un rastrillo de hierro o una almohaza, mientras se frota, y jadea, y se pule, aceza, menea la cabeza de un lado para el otro, con objeto de frotarse la garganta con más comodidad, con el cuerpo inclinado hacia adelante, a fin de que la humedad no le moje las piernas marciales, mientras ocurre todo esto, Phil está arrodillado encendiendo el fuego, y mira en su derredor como si con tanto lavatorio en torno suyo ya fuera suficiente para él, y le bastara, por un día, con absorber toda la salud que le sobra a su jefe y que éste esparce a su alrededor.
Cuando el señor George se seca, se va a cepillar el cabello con dos cepillos al mismo tiempo, y lo hace con tal aspereza, que Phil, que va acercándose por la galería, con los hombros pegados a las paredes mientras va barriendo, hace un guiño de compasión. Una vez terminada esta tarea, pronto acaban las abluciones del señor George. Carga la pipa, la enciende y se pasea arriba y abajo fumando, como tiene por costumbre, mientras que Phil, de a cuyo lado surge un fuerte aroma a café y panecillos calientes, prepara el desayuno. Fuma gravemente y marcha a paso lento. Es posible que la pipa de esta mañana esté consagrada a la memoria de Gridley en su tumba.
—¿De manera, Phil —dice George, de la Galería de Tiro, al cabo de unas vueltas en silencio—, que anoche estabas soñando con el campo?
Phil, efectivamente, había dicho eso mismo con tono de sorpresa al levantarse de la cama.
—Sí, jefe.
—¿Y cómo era?
—Casi ni me doy cuenta de cómo era, jefe —dice Phil, parándose un momento a pensar.
—¿Cómo sabías que era el campo?
—Debe de haber sido por la hierba, creo. Y por los cisnes —dice Phil, reflexionando.
—¿Qué hacían los cisnes en la hierba?
—Supongo que se la estaban comiendo —contesta Phil.
El amo sigue dándose sus paseos, y el criado sigue haciendo sus preparativos para el desayuno. No son necesariamente unos preparativos prolongados, pues se limitan a preparar un desayuno muy sencillo para dos, y a la fritura de dos rajas de bacón en la parrilla ennegrecida, pero como Phil tiene que deslizarse a lo largo de una parte muy considerable de la galería en busca de cada uno de los objetos que necesita, y nunca trae dos de esos objetos a la vez, todo ello lleva un cierto tiempo. Por fin queda preparado el desayuno. Cuando lo anuncia Phil, el señor George saca de un golpe las cenizas de su pipa, coloca ésta en la repisa de la chimenea y se sienta a comer. Una vez que ha terminado, Phil sigue su ejemplo; se sienta a un extremo de la mesita oblonga y se pone el plato en las rodillas. No se sabe si es por humildad, o por esconder las manos ennegrecidas, o porque ésa es su forma natural de comer.
—El campo —dice el señor George mientras maneja cuchillo y tenedor— ¡pero, Phil, si creo que nunca has visto el campo!
—Una vez vi los marjales —dice Phil, satisfecho, mientras se come el desayuno.
—¿Qué marjales?
—Los marjales, jefe —replica Phil.—¿Dónde están?
—No sé dónde están —dice Phil—, pero los he visto, jefe. Eran muy llanos. Mucha niebla.
Los términos de jefe y de Comandante son intercambiables, a juicio de Phil; expresan el mismo respeto y la misma deferencia, y no son aplicables a nadie más que al señor George.
—Yo nací en el campo, Phil.
—¿De verdad, mi comandante?
—Sí. Y allí me crié.
Phil enarca su única ceja, tras contemplar respetuosamente a su jefe para expresar su interés, engulle un gran trago de café mientras sigue contemplándolo.
—No hay un solo trino de pájaro que no sepa yo reconocer —dice el señor George—. No hay muchas hojas ni bayas de Inglaterra que no pueda yo nombrar. Ni tampoco muchos árboles que no pudiera trepar si me lo propusiera. En mis tiempos, yo era un verdadero chico del campo. Mi buena madre vivía en el campo.
—Debe de haber sido una viejecita muy buena, jefe —observa Phil.
—¡Ya! Y no creas que era tan vieja, tampoco, hace treinta y cinco años —dice el señor George—. Pero apuesto a que a los noventa estaría más o menos tan erguida como yo, y que tendría unos hombros casi tan anchos como los míos.
—¿Es que se murió a los noventa, jefe? —pregunta Phil.
—No. ¡Basta! ¡Descanse en paz, Dios la bendiga! —dice el soldado—. ¿Por qué me he puesto a hablar de los chicos del campo y los fugitivos y los inútiles? ¡Seguro que es culpa tuya! Así que nunca has visto el campo, salvo los marjales, y en tus sueños, ¿eh?
Phil niega con la cabeza.
—¿Quieres verlo?
—No, no estoy muy seguro, la verdad —dice Phil.
—¿Te basta con la ciudad, eh?
—Bueno, mire, mi comandante —dice Phil—. La
verdá
es que es lo único que conozco, y no sé si no me estaré haciendo demasiado viejo para empezar a meterme en novedades.
—¿Cuántos años
tienes
, Phil? —pregunta el soldado, haciendo una pausa al llevarse el platillo humeante a los labios.
—Sé que hay un ocho de por medio —explica Phil—. No pueden ser ochenta. Pero tampoco dieciocho. Es algo por en medio de esas dos cosas.
El señor George baja lentamente el platillo sin probar su contenido y empieza a decir, sonriente:
—¡Qué diablo, Phil…! —cuando se detiene al ver que Phil está contando con sus sucios dedos.
—Tenía justo ocho años —dice Phil—, según el cálculo del párroco, cuando me fui con el lañador. Me mandaron a un recado y lo veo sentado debajo de una casa vieja con un fuego para él solo, bien cómodo, y va y me dice: «Hombre, ¿quieres venirte conmigo?». Y yo voy y digo: «Sí», y entonces él y yo y el fuego nos fuimos todos a Clerkenwell. Eso fue un uno de abril, me digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un uno más». Al siguiente uno de abril, voy y digo: «Bueno, viejo, ya tienes ocho años con un dos más». Y así va pasando el tiempo hasta que tengo ocho con un diez más; ocho y dos dieces más. Cuando fue haciéndose más, perdí la cuenta, pero por eso sé qué siempre hay ocho con algo más.
—¡Ah! —dice el señor George, volviendo a su desayuno—. ¿Y dónde está el lañador?
—La bebida lo llevó al hospital, jefe, y el hospital le puso… en una caja de cristal, me han
dicho
—replica Phil misteriosamente.
—Y entonces ascendiste. ¿Te quedaste con el negocio, Phil?
—Sí, mi comandante. Me quedé con el negocio. Con lo que quedaba. No era mucho: la ronda de Saffron Hill a Hatton Garden, Clerkenwell, Smiffeld y vuelta; zona pobre; guardan los pucheros hasta que ya no se pueden componer. Casi todos los lañadores que pasaban se alojaban con nosotros, y así era cómo ganaba mi amo más dinero. Pero conmigo no se venían a alojar. Yo no era como él. Él les cantaba canciones muy bonitas. ¡Yo no sabía! El les tocaba músicas con cualquier cosa, con tal que fuera un cacharro de hierro o de estaño. Yo no sabía hacer nada con los cacharros, sólo arreglarlos o cocinar en ellos… Nunca aprendí
ná
de música. Además, era demasiado feo, y las mujeres se quejaban de mí.
—Eran demasiado aspaventeras. Tampoco es que llames la atención —dice el soldado, con una sonrisa agradable.
—No, jefe —dice Phil, negando con la cabeza—. Sí que la llamo. Yo era pasable cuando me fui con el lañador, aunque tampoco era una belleza, pero entre atizar el fuego con la boca cuando era pequeño, que me fastidió la cara y me quemó el pelo, además de tragarme todo el humo, y además con ser tan torpe que me pasaba la vida tropezando con el metal caliente y haciéndome quemaduras, y con pelearme con el lañador cuando fui creciendo, casi siempre que él había bebido demasiado (que era casi siempre), la verdad es que si antes no era una belleza, me fui haciendo peor, incluso entonces. Y después, con pasarme una docena de años en una forja, donde a los hombres les gustaba gastarme bromas, y con quemarme en un accidente en una fábrica del gas, y con salir volando por una ventana, cuando estaba empleado en una casa de fuegos artificiales, la verdad es que me he quedado como un monstruo de feria.
Y Phil, que se resigna a esa condición con un aire perfectamente satisfecho, pide por favor otra taza de café. Mientras se la bebe, dice:
—Fue después de la explosión de los fuegos artificiales cuando nos conocimos, jefe.
—Lo recuerdo, Phil. Estabas paseándote al sol.
—Iba pegado a una pared, jefe…
—Es cierto, Phil…, ibas arrimado a una…
—¡Con un gorro de dormir! —exclama Phil, excitado.
—Con un gorro de dormir.
—¡Y cojeando con un par de muletas! —exclama Phil, todavía más excitado.
—Con un par de muletas. Cuando…
—Cuando usted se para, ya sabe —grita Phil, que pone en el suelo la taza y el platillo y se quita de las rodillas la bandeja—, y me dice: «¡Vaya, compañero, se ve que has estado en la guerra!» Entonces no le dije gran cosa, mi comandante, porque me tomó por sorpresa que alguien tan fuerte y tan sano y tan valiente como usted se parase a hablar con un saco de huesos como yo. Pero entonces va usted y me dice, con una voz de lo más fuerte, como si fuera un vaso de algo caliente: «¿Qué clase de accidente has tenido? Desde luego, ha sido algo grave. ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Ánimo, cuéntamelo! ¡Ánimo!». ¡Ya con eso me sentí animado! Le digo eso, usted me dice otras cosas, ¡y aquí estoy, mi comandante! ¡Aquí estoy, mi comandante! —exclama Phil, que ha saltado de su silla e inexplicablemente ha empezado a andar pegado a la pared—. Si hace falta un blanco, o si vale para animar el negocio, que me disparen los clientes a mí. A mí no me van a dejar más feo. A mí no me importa. ¡Vamos! Si quieren pegar a alguien, que me peguen a mí. Que me den en la cabeza. A mí no me importa. Si quieren un peso ligero con el que pegarse para entrenarse, conforme al reglamento de Cornualles, el de Devonshire o el de Lancashire, que me peguen a mí. A mí no me van a hacer daño. ¡Ya me han pegado bastante en la vida, con reglamento o sin ellos!