Caballo de Troya 1 (86 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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¿Quién tenía la razón?

Discretamente me asomé por encima del hombro del procurador y noté cómo su mano temblaba. Tenía la tablilla en posición horizontal y firmemente apoyada sobre la reluciente coraza. Había tomado el carboncillo con la derecha pero su rostro se había desviado de la superficie del encalado rectángulo de madera. Me di cuenta que miraba a Jesús por el rabillo del ojo. El Maestro, que no despegó los labios en todo el tiempo, había conseguido regularizar su ritmo respiratorio, pero continuaba encorvado y tembloroso. La sangre, aunque en menor proporción, seguía goteando por los bajos de su túnica, formando un cerco alrededor de sus pies.

Uno de los guerrilleros -el más adulto- se retorcía sobre las losas, aullando a cada latigazo.

Los legionarios habían desgarrado su túnica, dejando al descubierto la totalidad del tronco. Y a pesar de hallarse con las manos amarradas a la espalda y controlado por otro soldado, que sostenía entre sus manos el extremo de la maroma con la que había sido maniatado, el

«zelota», en su desesperación y dolor, se revolcaba sobre el pavimento, poniendo en apuros a este último infante.

El más joven, con las vestiduras igualmente rasgadas, se había enroscado sobre sí mismo, tratando de cubrir la cabeza entre sus piernas. Pero los golpes eran tan violentos y seguidos que no tardó en situarse de rodillas, ofreciendo la espalda a los verdugos y emitiendo unos alaridos que hicieron asomarse al cuerpo de guardia a numerosos legionarios.

De pronto, Pilato -cada vez más nervioso- comenzó a escribir con su característica letra cuadrada...

«Jesús de Nazaret...»

Aquellas primeras palabras fueron trazadas en arameo, de derecha a izquierda. Tenían unos 30 milímetros de altura y ocupaban toda la parte superior de la tablilla.

Poncio volvió a dudar. Parecía no saber qué añadir. En realidad, él era consciente de la falsedad de aquellas acusaciones y, lógicamente, acababa de tropezar con un serio problema.

El «zelota» más joven levantó la cabeza y con el rostro sudoroso y descompuesto buscó a Jesús. Después, a pesar de los tirones de su guardián, se arrastró sobre sus rodillas hasta el rabí. Y al llegar a sus pies, en medio de una lluvia de furiosos latigazos, hundió la cara en los goterones de sangre que se escapaban por el filo de la túnica del rabí, exclamando entre sollozos:

-¡Maestro...! ¡Ten misericordia de nosotros...! ¡No nos dejes morir!

Jesús entreabrió sus inflamados y amoratados ojos, mirando a aquel desdichado con una infinita ternura. Pero, antes de que pudiera responderle, el soldado que sujetaba la cuerda de este reo, propinó al Maestro un violento empujón, haciéndole retroceder y tambalearse. Uno de los sayones dirigió entonces su
flagrum
hacia Cristo, dispuesto a herirle, pero Civilis, atento a cuanto ocurría, se interpuso, sosteniendo al Nazareno por las axilas y evitando que se desplomase.

A continuación se volvió hacia el pelotón, ordenándoles que no flagelasen al «rey de los judíos».

-Este ha recibido ya su castigo -manifestó.

Los verdugos prosiguieron su despiadado ataque, abriendo nuevas heridas sobre las espaldas, piernas y costados de los «zelotas». Mientras el que se había aproximado al Galileo seguía de rodillas, con la cabeza clavada sobre las losas, su compañero, en un arranque de 275

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desesperación, se incorporó lanzando un frenético puntapié contra el bajo vientre de uno de sus fustigadores. El romano se dobló como un muñeco, cayendo al suelo entre aullidos de dolor.

Poncio, de espaldas a aquella sanguinaria escena, volvió a escribir:

«... Rey de los Judíos,).

Juan, por tanto, era el único evangelista que había sido absolutamente fiel en la transcripción del INRI («Jesus Nazarenus Rex Judaeorum »).

E inmediatamente, de forma casi mecánica, el procurador repitió la frase «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» en griego y, por último, en latín. Y devolviendo la tablilla a Longino se sacudió las palmas de las manos, haciendo una ostensible mueca de repugnancia.

Pero el legionario enviado por el centurión en busca de otras dos planchas de madera regresó al punto. Y Poncio, muy a pesar suyo, tuvo que repetir la operación. Esta vez fue mucho más breve. Tras preguntar los nombres de los condenados, escribió sobre los blancos tableros: «Gistas. Bandido» y «Dismas. Bandido». Todo ello, por supuesto, en las tres lenguas de uso común en aquellos tiempos en Palestina: arameo en primer lugar, griego (el idioma

«universal», como lo podrían ser hoy el inglés o el español) y latín, lengua natal de Pilato.

El procurador dio unos pasos hacia el estanque circular y se enjuagó las manos. Cuando se disponía a retirarse me adelanté y le supliqué que me permitiera asistir a las ejecuciones.

« Si en verdad debe ocurrir algo sobrenatural -argumenté-, quiero estar presente... »

Pilato se encogió de hombros y, mecánicamente, como sumido en otros pensamientos, transmitió mi ruego a Civilis. Éste se encargó de presentarme a Longino, anunciándome como un augur, amigo de Tiberio. Estimo que la primera calificación no debió impresionar excesivamente al veterano centurión. Pero la segunda fue distinta. En ese instante, la intervención de Arsenius, participándole al capitán de la escolta que me había conocido en la noche anterior, revistió también su importancia.

Y Poncio,. levantando el brazo con desgana, saludó a sus oficiales, retirándose.

Civilis no tardaría mucho en seguirle.

Cuando los restantes legionarios vieron cómo su compañero caía víctima de la patada proporcionada por el terrorista, los
flagrum
no fueron ya los únicos instrumentos de tortura.

Con una rabia inusitada, los restantes sayones, a los que se habían unido otros curiosos, acompañaron los latigazos con un sin fin de puntapiés, que terminaron por doblegar al revolucionario. Una vez en tierra, las suelas claveteadas de los romanos se incrustaron una y otra vez sobre el cuerpo del reo y a los pocos segundos, un hilo de sangre brotó por entre las comisuras de sus labios.

La llegada de dos nuevos maderos, algo más cortos que el destinado a la cruz del Nazareno, interrumpió la flagelación.

Pero aquel momentáneo respiro sólo fue el prólogo de una angustiosa «peregrinación»...

Sin ningún tipo de contemplación o miramiento, los soldados, bajo la atenta vigilancia de Longino y de su
optio,
situaron los dos troncos sobre los hombros y últimas vértebras cervicales de los «zelotas», al tiempo que otros legionarios obligaban a los prisioneros a extender sus brazos hasta pegar las caras dorsales de sus manos a la áspera superficie de los maderos. El revolucionario más joven siguió de rodillas, mientras su compañero, semiinconsciente, era atado al
patibulum
en la misma postura en que había quedado: tendido y boca abajo.

Ninguno de los dos tuvo fuerzas suficientes para resistirse. El que había pedido clemencia siguió sollozando lastimeramente, mientras una larga y gruesa maroma inmovilizaba sus muñecas, brazos y axilas. Los romanos iniciaron la sujeción del primer reo por el extremo derecho del
patibulum.
Después fueron aprisionando los brazos hasta concluir en la muñeca izquierda. Y desde allí, la cuerda cayó hacia el pie izquierdo del condenado, siendo anudada alrededor del tobillo. Con esta misma cuerda, y una vez rematada la colocación de aquel primer madero, los verdugos incorporaron al segundo guerrillero, repitiendo la maniobra.

Finalmente, los soldados, portando unos cuatro metros de soga (los últimos de la larga maroma), se dirigieron al Maestro. Jesús los vio llegar y mansamente, antes de que los legionarios le golpearan o tiraran de sus cabellos para que se inclinase, echó el cuerpo hacia adelante, ofreciendo sus destrozados hombros. Pero la estatura del rabí rebasaba con mucho la de los verdugos y su voluntaria inclinación del tórax no fue suficiente. Así que uno de los infantes, ante la imposibilidad de empujar su cabeza, agarró sus barbas, tirando de ellas hacia 276

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el suelo. Y así lo mantuvo, en espera de que sus compañeros de armas depositaran el
patibulum
sobre sus espaldas.

Otros dos legionarios extendieron los brazos del rabí y un tercer y cuarto soldados se hicieron con el grueso tronco. Lo izaron por ambos extremos y lo encajaron de golpe sobre la nuca del Galileo. Pero las múltiples ramificaciones del casco de espinas constituyeron un obstáculo: el espeso cilindro de madera no se ajustaba con precisión sobre los músculos trapecios, rodando por la espalda. Por tres veces, los romano -cada vez más sofocados-golpearon el cuello de Jesús hasta que, al fin, presa de nuevos dolores, el propio reo se inclinó aún más, facilitando el depósito del
patibulum
sobre las áreas altas de las paletillas. En cada uno de aquellos salvajes intentos de colocación del madero experimenté una especie de latigazo que me recorrió las entrañas. Las púas situadas en la nuca y región occipital se clavaron un poco más en cada empeño, desgarrando el cuero cabelludo y, posiblemente, hundiéndose en el periostio craneal (lámina que envuelve a los huesos). (Los traumatólogos saben muy bien qué clase de dolor produce la perforación de dicha lámina.)

El intenso y mantenido dolor hizo que Jesús gimiera en cada uno de los tres impactos. Y en cuestión de segundos, su cabellos y cuello volvieron a brillar, profusamente ensangrentados.

Los verdugos tensaron los brazos bajo la zona inferior del tronco y procedieron a su anclaje, anudando la cuerda -de derecha a izquierda-, rematando la sujeción en el tobillo izquierdo.

El notable peso del
patibulum
-al menos para un hombre tan sumamente castigado-, hizo que el cuerpo del rabí se inclinara peligrosamente, obligándole a flexionar las piernas. Jesús trató de elevar la cabeza. Sus músculos y arterias parecían a punto de estallar bajo la piel enrojecida del cuello. Pero, a cada intento de remontar y vencer el peso del leño, su nuca se emparedaba con la corteza rugosa del
patibulum
y el dolor de las espinas, entrando sin piedad en la cabeza, le vencía, humillando el rostro.

Comprendiendo que todo esfuerzo por recobrar la verticalidad era inútil, el Maestro pareció resignado. Su respiración se había hecho nuevamente agitada y temí que, en cualquier momento, aquel esfuerzo desembocara en un nuevo desfallecimiento. (Los evangelistas, lógicamente, ya que ninguno se encontraba presente en aquel dramático momento de la carga del
patibulum,
no reflejaron jamás en sus escritos lo duro y crítico de aquel instante. El mermado organismo de Jesús de Nazaret se vio aplastado súbitamente por un madero, dejando a sus músculos en la posición en que se encontraban en el momento de la descarga sobre sus hombros y nuca. No hubo «pre-calentamiento» ni posibilidad alguna de que los principales paquetes musculares pudieran reaccionar convenientemente. Ello, en suma, precipitó las frecuencias cardíacas y arterial, disparándolas por enésima vez. En cuestión de tres a cinco minutos -desde el momento en que los soldados lograron amarrar el tronco a sus brazos-, su corazón pudo latir a razón de 170 pulsaciones por minuto, elevándose la tensión arterial máxima alrededor de 190. En mi opinión, aquel fue un golpe que consumió las escasas energías que aún podían quedarle.)

Al verle en aquel lamentable estado me pregunté cuánto podría resistir con el
patibulum
a cuestas...

Pero un nuevo hecho estaba a punto de provocar otro desgarrador sufrimiento en el organismo del gigante de Galilea.

Mientras Arsenius procedía a clavetear las tres tablillas sobre el fuste de madera de uno de los
Pilum,
otro legionario reparó en las sandalias del Maestro. Se las mostró a Longino y éste, en un gesto de honradez y conmiseración hacia el reo, ordenó al soldado que le calzara. El infante se situó en cuclillas ante el rabí y, al obligarle con ambas manos a levantar el pie izquierdo, con el fin de depositar la planta sobre la sandalia, el cuerpo del Nazareno se desequilibró hacia el lado contrario, provocando una aparatosa caída de Jesús. El incidente fue tan rápido como inesperado. El Galileo, con los brazos amarrados, no pudo evitar que el
patibulum
se venciera y, tras golpear las losas con el extremo derecho, fue a estrellarse de bruces contra el pavimento, quedando aplastado bajo el travesaño de la cruz.

Al ver y escuchar el violento choque contra las losas temí lo peor. Cuando los soldados se apresuraron a levantarle observé que, afortunadamente, el «yelmo» de espinas había actuado como protector, evitando que los huesos de la cara se astillasen. A cambio, las púas de la frente, sienes y mejillas habían perforado un poco más la carne, dejando al descubierto en 277

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algunas áreas parte del tejido celular subcutáneo y dando lugar a nuevas e intensas hemorragias.

A pesar de la violencia de la caída, el Nazareno no llegó a perder el sentido. Dos verdugos izaron el
patibulum,
apuntalándolo con sus hombros, mientras el torpe legionario terminaba de calzar a Jesús.

Una vez concluida la desgraciada operación, los verdugos soltaron el madero y el rabí volvió a acusar el peso, inclinándose por segunda vez. La imposibilidad de que pudiera echar atrás la cabeza mermó notablemente su campo visual, limitándolo prácticamente al terreno que pisaba.

En varias ocasiones, mientras duró aquella corta pero accidentada caminata hasta el Calvario, observé cómo el Maestro forzaba la vista hacia lo alto. Pero, al arrugar la frente, las púas desgarraban las heridas y el intenso dolor le obligaba a bajar los ojos.

Hacia la hora sexta, Longino dio la orden de emprender la marcha. La escolta había sido incrementada con otros legionarios, todos ellos fuertemente armados. Ocho se situaron en ambos flancos de los prisioneros y el resto, hasta un total de doce, se repartió en la cabeza de la comitiva, inmediatamente detrás del centurión y de su lugarteniente y en la cola. A cada reo, por tanto, le había sido asignado un contingente de cuatro soldados, expresamente encargados de su vigilancia y posterior crucifixión. Uno de estos infantes cargaba, además, con un mugriento saco de cuero que colgaba de un palo acabado en forma de horca y que se apresuró a echar sobre el hombro. Cerraba el cortejo una pareja de romanos que sostenía una escalera de mano de unos cinco metros.

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