Y la multitud, coreó un solo hombre, coreó aquella trágica sentencia, ignorante de las gravísimas horas que viviría la ciudad santa 40 años más tarde y en las que, justamente, la sangre de muchos de aquellos hebreos y la de sus hijos sería derramada por las legiones de Tito. Aunque a primera vista, la autojustificación del saduceo y del populacho pudieran parecer una simple manifestación emocional, propia de aquellos momentos de odio y ceguera, la verdad es que la citada afirmación encerraba un significado mucho más profundo y trascendental. Los jueces ignoro si sucedía lo mismo con aquella masa humana, inculta y vociferante- conocían muy bien lo que decía la ley mosaica a este respecto. La
Misná,
en su «Orden Cuarto», especifica textualmente que «en los procesos de pena capital, la sangre del reo y la sangre de toda su descendencia penderá sobre el falso testigo hasta el fin del mundo».
Otra de las tradiciones judías afirma también «que todo aquel que destruyere una sola vida en Israel, la Escritura se lo computa como si hubiera destruido todo un mundo y todo aquel que deja subsistir a una persona en Israel, la Escritura se lo computa como si dejara subsistir a un mundo entero».
Los sanedritas, por tanto, eran plenamente conscientes del valor y de la gravedad de su sentencia, pidiendo que la sangre de Jesús cayera sobre ellos y sobre su descendencia.
Pilato secó sus manos con la parte inferior del manto y, dando la espalda a Caifás y a la muchedumbre, saludó al Nazareno con el brazo en alto. Inmediatamente, al tiempo que se encaminaba hacia la puerta del Pretorio, volvió su rostro hacia Civilis, diciéndole:
-Ocupaos de él.
Y los legionarios, con el centurión a la cabeza, siguieron los pasos del procurador, retirándose de la terraza.
La suerte había sido echada.
A partir de aquellos momentos, los hechos se sucedieron en mitad de una gran confusión.
Por un lado, yo perdí de vista a Juan Zebedeo y a José de Arimatea y, por supuesto, a todos los seguidores y simpatizantes del Maestro. Sólo después de abandonar la fortaleza Antonia lograría entrevistarme de nuevo con el anciano José y animarle a que siguiera de cerca la decisiva visita de Judas Iscariote a la sede del Sanedrín. Y digo «decisiva» porque, como tendré oportunidad de relatar, las circunstancias que rodearon y acorralaron al traidor fueron más complejas y extensas de como fueron descritas por los evangelistas.
La escolta que rodeaba a Jesús tomó el camino del túnel, desembocando nuevamente en el patio porticado. Pilato, ante mi sorpresa, se hallaba presente cuando los legionarios se detuvieron junto a la fuente. El procurador tenía prisa por acabar con aquel fastidioso asunto y urgió a Civilis para que el reo fuera trasladado de inmediato al lugar de la ejecución. Al parecer, y después de la pública derrota sufrida por el gobernador frente a los dignatarios del Sanedrín, su propósito de regresar a Cesarea se había convertido poco menos que en una obsesión.
Poncio era consciente de que acababa de cometer un atropello y no tuvo valor para mirar siquiera a Jesús.
El centurión cambió impresiones con varios de sus oficiales y, finalmente, fue designado un tal Longino, un veterano soldado, natural de Túsculo, ciudad enclavada en los montes Albanos y paisano y amigo del que fuera senador del emperador Augusto, Sulpicius Quirinius
1
. Junto a este legado, Longino había combatido precisamente en la guerra contra los homonadenses, una tribu levantisca que habitaba en la cordillera del Tauro, en la actual Asia Menor. Era, a juzgar por sus modales, hombre parco en palabras, de mirada cálida y directa y buen conocedor de aquellas gentes y de la tierra. En aquellos momentos -gracias a su valor y probada honestidad- había alcanzado el grado de
quartus princeps posterior
o centurión
1
El famoso gobernador «Cirino», como se le conoce a través de los escritos romanos, desempeñó un papel destacado a las órdenes de Augusto, siendo el responsable de los dos censos efectuados bajo el mandato del citado César en la entonces provincia romana de Siria. El primero de estos censos tuvo lugar entre los años 10 y 7 antes de Cristo, y file, precisamente, el que movilizó a José y Maria en dirección a Belén. El segundo censo ocurrió entre los años 6 y 7 de nuestra Era. En esta segunda ocasión, Sulpicius Quirinius o «Cirino» fue enviado por Roma en compañía de Coponio, primer procurador de Judea.
(N. del m.)
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de la segunda centuria, del segundo manípulo, de la cuarta cohorte. Por su edad -posiblemente rondaría los 55 o 60 años- debía estar a punto de cesar en el servicio. Sus cabellos apuntaban ya numerosas canas y sobre su pómulo y ceja derecha discurría una profunda cicatriz, fruto, sin duda, de alguna de las contiendas en las que se había visto envuelto desde su juventud.
Civilis, en mi opinión, estuvo sumamente acertado al elegir a Longino como capitán y responsable de la escolta que debía acompañar al Maestro hasta el Gólgota. Por un momento temblé ante la posibilidad de que dicha designación hubiera recaído, por ejemplo, en el cruel Lucilio, alias
Cedo alteram.
En total fueron nombrados cuatro legionarios y un
optio,
o suboficial como patrulla encargada de la custodia y posterior ejecución. Mi sorpresa fue considerable al comprobar que el
optio
o lugarteniente de Longino era precisamente Arsenius, el romano que había dirigido el apresamiento del Nazareno en la falda del Olivete.
Todo parecía decidido. Longino encomendó a uno de sus hombres que procediera a la medición de la envergadura del reo, mientras otro soldado se encaminó al puesto de guardia de la entrada Oeste, en busca de un objeto cuyo nombre no acerté a escuchar.
Pilato estaba ya a punto de retirarse cuando Civilis, tras consultar con el responsable del pelotón que debía conducir a Jesús, le sugirió algo que, en principio, no estaba previsto: ¿por qué no aprovechar aquella oportunidad para crucificar también a los dos terroristas, compañeros de Barrabás?
El procurador dudó. Al parecer, la ejecución de aquellos asesinos había sido fijada inicialmente para los días siguientes a la celebración de la Pascua.
Poncio hizo un mohín de desagrado, pero el centurión-jefe insistió, haciéndole ver que -tal y como estaban las cosas-, aquella crucifixión colectiva simplificaría los posibles riesgos que arrastraba siempre la muerte de unos «zelotas». Buena parte del pueblo judío protegía y animaba a estos revolucionarios y era muy posible que la condena de tales guerrilleros pudiera significar la alteración del orden público. Después de la implacable insistencia de los sacerdotes en la promulgación de la pena capital para el Galileo, era dudoso que se registraran protestas si la ejecución de los miembros del movimiento independentista tenía lugar al mismo tiempo que la del supuesto «rey de los judíos».
El procurador escuchó en silencio los razonamientos de su comandante y, moviendo las manos displicentemente, dio a entender a Civilis que tenía su aprobación, pero que actuara con rapidez.
Con un simple movimiento de cabeza, el centurión indicó a Arsenius que se ocupara del traslado de los «zelotas». En ese momento, Pilato reparó en mi presencia y, mientras los oficiales esperaban la llegada de los nuevos reos, el voluminoso procurador me tomó aparte, diciéndome:
-Jasón, ¿qué dice tu ciencia de todo esto...? No he tenido tiempo de preguntarte con detenimiento sobre ese augurio que pronosticabas para hoy... Háblame con claridad... ¡Te lo ordeno!
La curiosidad y el miedo consumían a Poncio a partes iguales. Así que no tuve más remedio que improvisar.
-Esta medianoche pasada -le mentí-, cuando me encontraba en el monte de las Aceitunas presentí algo... Y tras buscar un lugar puro, un «augurale», me volví hacia el septentrión, trazando en tierra con mi cayado el
templum
o cuadrado. Después, como sabes, tomé este
lituus
-señalándole mi «vara de Moisés»- e hice el ritual de la descripción de las regiones
1
. Y
una vez situada imploré a los dioses una señal...
Pilato, conteniendo la respiración, me animó a que prosiguiera. El cielo, estimado procurador, se había vuelto sereno y
transparente como los ojos de una diosa. Afortunadamente -volví a mentirle-, el viento se había detenido. Todo hacía presagiar una respuesta... Y súbitamente, las infernales aves
1
Afortunadamente para mí, yo había sido instruido en el arte de los antiguos augures y arúspices griegos y romanos. Una vez en el
templum
o espacio del cielo que debía observarse, el augur tomaba su
lituus
y se volvía hacia el sur, trazando una línea sobre el cielo -de norte a sur-, llamada
cardo.
Después hacia otro tanto de este a Oeste
(decumanus),
repartiendo así en cuatro áreas la parte visible del cielo. Enseguida, tirando dos líneas paralelas a las dos trazadas anteriormente, formaba un cuadrado que, proyectado sobre la tierra, constituía el citado prisma o
templum.
La zona que quedaba delante de él se denominaba
antica
y la que quedaba atrás,
postica. (N. del m.)
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«inferae» surgieron por mi izquierda. Su vuelo rasante y la dirección de las mismas fueron determinantes...
-Pero, ¿qué? -estalló Poncio-. ¿Qué quieres decir con esto?
Adopté una falsa calma y mirándole fijamente, le respondí, haciendo mía una sentencia de Ennio:
-Entonces, en el colmo del infortunio, tronó a la izquierda, estando el cielo enteramente sereno.
Pilato abrió sus grandes ojos, espantado. Él sabía bien el significado de aquellas patrañas, maravillosamente criticadas en su día por el propio Cicerón. Y con la faz pálida me suplicó que le descifrara el augurio.
-En mi humilde opinión -rematé-, Júpiter, y por razones que no alcanzo a comprender -le mentí por tercera vez-, está desolado. Y es posible que manifieste su ira sin demasiada tardanza. El cielo será testigo de cuanto te he revelado...
-¿Hoy mismo?
Asentí con rostro grave, al tiempo que desviaba mi mirada hacia el Nazareno. Poncio giró también su cabeza, conmoviéndose. Después, olvidando la conversación y a mí mismo, regresó junto a sus centuriones.
Me disponía a solicitar de Civilis que me autorizase a seguir a la comitiva y a presenciar las ejecuciones cuando irrumpió en el patio, procedente de una de las múltiples puertas que se abrían bajo las columnatas, el legionario que había medido la envergadura de Jesús. Para ello, el soldado, muy acostumbrado a este menester a juzgar por su soltura, había tomado una de las lanzas y, mientras otro compañero sostenía los brazos del Galileo en posición de cruz, el portador del
pilum
se colocó a espaldas del reo, midiendo la distancia total entre las puntas de ambas manos.
Ahora, una vez realizada la macabra medición, el romano había vuelto al patio central, cargando un pesado madero; un tronco sumamente tosco, sin cepillar, con un grosero vaciado u orificio en su mitad. Este burdo agujero, de unos 10 centímetros de diámetro, cruzaba el madero de parte a parte, siguiendo el sentido de su espesor.
El legionario, que venía provisto de una larga y gruesa cuerda, hizo descansar el
patibulum
1
, apoyando una de sus caras -perfectamente aserrada- sobre el enlosado. Y esperó.
Al situar el madero en esta posición vertical pude comprobar que su longitud era casi de dos metros (posiblemente, 1,90). En cuanto a su espesor, calculo que rondaría los 25 centímetros.
Era, en definitiva, un sólido leño, con un peso que no creo que bajase de los 30 kilos.
Simulando una gran curiosidad me aproximé al legionario, preguntándole para qué servía aquel tronco. El soldado sonrió irónicamente y señalando primero a Jesús, me hizo después un significativo signo con su dedo pulgar. Lo colocó hacia abajo, a la manera de los Césares cuando decretaban el remate de los gladiadores.
Acaricié la rugosa superficie del
patibulum
y deduje que se trataba de una sección de un árbol, de alguna de las especies de pino, tan frecuentes en Palestina o quizá importado de los bosques del Líbano. (No estoy seguro, pero quizá fuese el denominado
Pinus halepensis,
de una madera casi incorruptible.)
Ensimismado en el análisis no me percaté de la llegada de los dos «zelotas». El
optio
y los legionarios los habían conducido, maniatados, hasta el procurador y los restantes centuriones.
Nada más verlos, Civilis ordenó que les arrancaran las mugrientas túnicas y que iniciaran el obligado castigo previo a la crucifixión. Y cuatro legionarios se hicieron con otros tantos
flagrum,
procediendo a azotar a los guerrilleros. Uno de ellos, casi un muchacho, se clavó de rodillas frente a Poncio, gimiendo e implorando piedad. Pero el gobernador se apresuró a dar media vuelta, alejándose del prisionero. En ese instante, mientras los látigos chasqueaban nuevamente en mitad del recinto, el legionario que había desaparecido en el túnel abovedado de la puerta Oeste de Antonia regresó a la carrera, entregando a Longino una tablilla de madera de unos 60 x 20 centímetros, totalmente blanqueada a base de yeso o albayalde. El
1
El origen del
patibulum
se remonta a la viga que servia para atrancar las puertas en Roma. Al quitarse, se abría dicha puerta. De ahí el nombre.(N.
del m.)
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centurión tomó la tablilla y una especie de pequeño tizón, pidiendo al soldado que consiguiera dos nuevas planchas.
A continuación llamó la atención del gobernador, mostrándole la tablilla y el afilado trozo de carbón, recordándole que la escolta debería situar sobre las cruces la identidad de cada uno de los condenados y la naturaleza de sus crímenes.
La emoción volvió a sacudirme. Estaba a punto de asistir a la redacción del llamado «INRI».
También en este asunto, y aunque sólo fuera en el aspecto circunstancial de la redacción, los cuatro evangelistas se habían manifestado discrepantes. ¿Cuál de ellos había acertado en el texto?
Marcos había dicho: «el Rey de los Judíos»
(Mc.
15,26). Mateo, por su parte, añade: «Este es Jesús, el Rey de los Judíos»
(Mt.
27,37). En cuanto a Lucas, su «INRI» dice así: «Este es el Rey de los Judíos» (Lc. 23,38). Por último, Juan Zebedeo, llamado «El Evangelista», reprodujo el siguiente texto: «Jesús Nazareno el Rey de los Judíos»
(Jn.
19,19).