Caballo de Troya 1 (100 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Viajan también a través del interior de la Tierra, siendo transmitidas -al igual que las ondas de luz- por vibraciones perpendiculares a la trayectoria en que viajan las ondas en las rocas. Su velocidad es proporcional a la rigidez del material que atraviesan, no pudiendo cruzar los líquidos.

Por último, las ondas «L», también conocidas por los nombres de «largas o superficiales». Son lentas -alrededor de 3,5 kilómetros por segundo-, variando su desplazamiento con la elasticidad de la roca. Tienen una naturaleza 317

Caballo de Troya

J. J. Benítez

Ante el desconcierto general, solamente surgieron las ondulantes, lentas y superficiales

«Love» (que de «amorosas» no tuvieron nada).

En la segunda sacudida, en cambio, sí aparecieron las ondas «P» y «S» y, por último, las «L».

Los científicos, a la vista de los datos acumulados por los sismógrafos, cifraron este segundo y más intenso sismo en una magnitud de 6,8
1
.

Hasta aquí, todo casi «normal», dentro de lo que es y supone un cuadro sísmico, excepción hecha de la ya mencionada ausencia de las ondas «de empuje» y de las «secundarias». Pero el desconcierto de los hombres de Caballo de Troya llegó al límite cuando, muy por detrás del segundo temblor y de los correspondiente «paquetes» de ondas, el módulo entero se estremeció y crujió por tercera vez. En esta ocasión, sin embargo, los sismógrafos ya habían enmudecido. Lo que hizo vibrar la «cuna» -según los datos del instrumental de a bordo- fue

¡una onda expansiva! Y lo más increíble es que aquella onda expansiva -viajando a razón de 300 metros por segundo- tenía su «nacimiento» en la misma área donde los expertos en Sismología habían ubicado el epicentro del terremoto: a unos 750 kilómetros al sur-sureste de Jerusalén, en pleno desierto, muy cerca del actual limite entre Jordania y Arabia y al sur de la actual población de Sakaka.

Cuando se ultimaron las comprobaciones, el general Curtiss y todos nosotros nos vimos desbordados por los resultados: aquel tipo de onda expansiva y parte de las ondas sísmicas obedecían a los efectos de una explosión nuclear subterránea. Sinceramente, quedamos mudos por la sorpresa...

Al hecho incuestionable de la escasa sismicidad de Palestina -muy inferior a las de Grecia, Italia y España, por poner algunas comparaciones (en el período comprendido entre 1901 y 1955, por ejemplo, se registraron en Israel y zonas limítrofes del actual Líbano y Siria un total de 13 seísmos
2
. Según Karnik, que hizo públicos los datos en 1971, de éstos, 10 fueron de una magnitud comprendida entre 4,1 y 5,1, siempre según la escala de Richter. Dos oscilaron entre 5,2 y 5,6 y sólo uno rozó los 6,2 grados de intensidad- tuvimos que añadir este nuevo e inesperado factor. Si ya resultaba improbable que un seísmo «coincidiera» casi con la muerte de Jesús de Nazaret, el problema se agudizó cuando, como digo, los instrumentos captaron la enigmática explosión nuclear subterránea. (No quiero, ni debo extenderme más en este fascinante suceso por la sencilla razón de que éste, justamente, fue otro de los motivos que impulsó a Caballo de Troya a programar y ejecutar el segundo «gran viaje».) A los diez o quince minutos del seísmo, Longino y los soldados regresaron a lo alto del Gólgota, reanudando la custodia de los crucificados. Minutos antes, el joven Juan se había aproximado al centurión, interrogándole acerca de la suerte de su Maestro. Al verle mover la cabeza negativamente y bajar los ojos, el apóstol comprendió que no había nada que hacer.

Pero en su corazón no quedaban lágrimas y, simplemente, se limitó a rogar a las mujeres que se retiraran de aquel lugar. En medio de un estallido de dolor, la mayor parte del grupo -que creía firmemente que Jesús obraría un prodigio y se salvaría- obedeció al Zebedeo, retirándose en compañía de Judas hacia la casa de Elías Marcos, «cuartel general» de los más allegados al Maestro desde la definitiva dispersión de David Zebedeo y sus «correos» ante la llegada de los levitas del Templo. Pero trataré de no adelantar acontecimientos, ajustándome al más estricto orden cronológico de los hechos.

ondulante, moviéndose fundamentalmente bajo la superficie terrestre. Se conocen dos clases principales: las ondas

«Love», en sólidos uniformes, y las «Raleigh», en sólidos no uniformes.
(N. del m.)
1
Como base puramente comparativa, el famoso terremoto de 1755 en Lisboa, cuya magnitud fue estimada en 9, provocó una ola sísmica o maremoto denominada «tsunami», que arrasó la capital portuguesa y sus alrededores, ocasionando 60 000 muertos. Se trata del seísmo más fuerte de la Historia Moderna. Hasta lago Lomond, Escocia, se balanceó a causa del temblor.
(N. del m.)

2
Uno de los testimonios más antiguos de que se dispone en la actualidad sobre seísmos en Israel procede de Flavio Josefo. En su libro I, capitulo XIV, de la
Guerra de los Judíos
y bajo el titulo «De las asechanzas de Cleopatra contra Herodes, y de la guerra de Herodes contra los Árabes, y un muy grande temblor de la tierra que entonces aconteció», el historiador dice: «... Persiguiendo (Herodes el Grande) a los enemigos le sucedió por voluntad de Dios otra desdicha a los siete años de su reinado, y en tiempo que hervía la guerra Acciaca, porque al principio de la primavera hubo un temblor de tierra, con el cual murió infinito ganado y perecieron treinta mil hombres, quedando salvo y entero todo su ejército porque estaba en el campo.» El terremoto ocurrió, por tanto, hacia el año 35 antes de Cristo, justamente 64 o 65 años antes del seísmo que mencionan los Evangelios.
(N. del m.)
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Juan siguió a la sombra del Gólgota, en unión de cuatro o cinco hebreas que se negaron a regresar a Jerusalén.

Mientras ascendía nuevamente a lo alto del peñasco, me fijé en los saduceos. El pánico les había paralizado. Pensé que, una vez consumada la muerte del «odiado impostor», se retirarían. ¡Qué equivocado estaba...!

Cuando Jude y las mujeres se alejaban por el polvoriento sendero, Longino y Arsenius, que se ocupaban con varios hombres en la comprobación de daños y en la estabilidad de las cruces, se sobresaltaron nuevamente. La puerta de Efraím había empezado a vomitar un río de gente, enloquecida y vociferante que, al parecer, huía de la ciudad. Ante la terrible posibilidad de un nuevo seísmo, miles de ciudadanos y peregrinos, a quienes las dos sacudidas habían sorprendido en Jerusalén, eligieron el inmediato abandono de las callejuelas de la ciudad santa, en busca de terreno abierto. Cientos de hombres, mujeres y niños -muchos de ellos cargando voluminosos bultos o tirando de caballerías y rebaños- empezaron a desfilar apresurada e ininterrumpidamente junto al Calvario, rumbo a las cercanas lomas de Gareb. Los soldados interrumpieron su inspección, reforzando la vigilancia periférica del peñasco. Pero, a decir verdad, aquellos rostros desencajados por el miedo no repararon siquiera en Jesús y en los «

zelotas». Su verdadero problema era escapar, retirarse lo más rápido posible de los muros de la ciudad. Poco antes de la puesta del sol, cuando, al fin, tuve oportunidad de entrar en Jerusalén, consulté sobre los posibles daños ocasionados por los temblores. Según Elías Marcos y José de Arimatea, las sacudidas habían provocado mucho más miedo que destrozos materiales. Las edificaciones, casi todas de una o dos plantas y de materiales ligeros, habían aguantado las acometidas. Se produjeron algunos pequeños derrumbes pero, afortunadamente, los lesionados no eran muchos ni de consideración. Uno de los hechos que sí provocaría un sinfín de comentarios -llegando a ser registrado, incluso, por los evangelistas- fue la ruptura de uno de los dos grandes velos o cortinajes situados frente al
Debir
o «lugar santísimo» (también llamado «oráculo») y al
Hekal
o «lugar santo», que precedía al primero. Al hallarse ambos en el interior del Santuario me fue imposible verificar los rumores, aunque todas las noticias -

pronunciadas por los hebreos en voz baja y con una alta carga de superstición- hacían referencia al primero y más importante
1
: el que cerraba el paso hacia la siempre misteriosa estancia cúbica de 9 metros de lado, considerada la «morada de Dios» y en la que se levantaban los dos querubines de 4,50 metros de altura, bellamente esculpidos en madera de olivo y chapados en oro. ¡Cuánto hubiera dado por poder penetrar en dicho recinto y examinar el interior del arca de la «alianza», depositada en el centro del piso y bajo las alas extendidas de los «ángeles»! Pero éste también era un sueño imposible...

Cuando la patrulla se convenció que aquella multitud sólo intentaba poner tierra de por medio y que ni siquiera se detenía a su paso junto a los jueces, el oficial y sus infantes reanudaron la inspección ocular del patíbulo, tratando de hacer inventario de los posibles daños originados por el terremoto.

Yo me uní a ellos, centrando mi atención en los crucificados. Las
stipes
habían soportado bien las convulsiones de la roca, salvo la plantada hacia el Oeste y por detrás de los reos. Los legionarios la apuntalaron de nuevo. Al concluir, el que se había responsabilizado de la recogida de los trozos de la cántara de agua se fijó en algo y llamó a Longino. A pocos pasos de las cruces, en dirección Sur, el peñasco aparecía abierto. Se trataba de una hendidura no muy larga -de unos 25 centímetros- pero si bastante profunda. Quizá de dos o más metros. No obstante, ninguno de los soldados pudo certificar si aquella brecha estaba allí antes del seísmo o de si, por el contrario, se acababa de abrir. Ni el centurión ni el resto de los romanos le concedieron demasiada importancia. Y cada cual volvió a lo suyo. Por mi parte, tampoco puedo dar fe de que la resquebrajadura en lo alto del Gólgota fuera consecuencia del temblor. Lo que sí es cierto es que la pequeña sima no seguía la dirección de la estratificación natural del promontorio. Al contrario: cortaba la superficie de la roca transversalmente.

Hacia las 15.35, la salida de hebreos de la ciudad santa empezó a menguar considerablemente. La calma fue restableciéndose y aquellas gentes, acampadas en los alrededores de Jerusalén, empezaron a deambular, indecisas y acosándose mutuamente a
1
De las dimensiones de este gran vacío nos da idea cl siguiente dato del escrito rabínico
Middot
(III, 8): «si el velo del Templo ha sido manchado, se debe arrojar en un baño que necesita la presencia de 300 sacerdotes».
(N. del m.)
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preguntas. Entiendo que el paulatino regreso de las aves a las murallas del Templo y de la ciudad contribuyó decisivamente a sosegar los temblorosos ánimos. Muchos recibieron con alborozo este masivo retorno de palomas y golondrinas a Jerusalén y se animaron a cruzar de nuevo el umbral del portalón de Efraím. El centurión, Arsenius, sus hombres y yo mismo respiramos también con alivio cuando, de repente, un puñado de aquellas palomas gris-azuladas hizo un alto en su vuelo hacia la ciudad santa, posándose en los maderos transversales de las cruces. ¡Qué triste y significativa me pareció aquella imagen! Tres o cuatro pacíficas aves descansaron sobre el
patibulum
de Jesús de Nazaret, remontando el vuelo segundos más tarde.

La vuelta de la espantada muchedumbre a Jerusalén fue mucho más tranquila. En esta ocasión sí llegaron a detenerse frente al patíbulo, observando en silencio o interrogando a los saduceos. Estos aprovecharon la oportunidad para anunciar a los cuatro vientos que el Galileo había muerto y que, «casi con seguridad, el responsable de aquel terremoto era Jesús, aliado de Belcebú...» La mayoría no prestó demasiada atención a semejante palabrería, pero algunos

-arrastrados por la vehemencia de los sacerdotes-volvieron a insultar al Maestro, engrosando el número de los curiosos que permanecía al borde de la gran roca.

La atención del oficial y de los legionarios se vio súbitamente desviada por la llegada al patíbulo de tres soldados procedentes de la fortaleza Antonia. Después de saludar a Longino le explicaron el motivo de su presencia en la roca: traían órdenes expresas del procurador de rematar a los condenados y trasladar los cuerpos a la fosa común abierta en el valle de la Géhenne, al sur de la ciudad.

El oficial interrogó a los legionarios sobre la razón que había impulsado a Poncio a tomar una decisión tan aparentemente precipitada. Según explicaron, poco antes del seísmo, un grupo de sanedritas había visitado de nuevo al gobernador, exponiéndole lo que ellos denominaron «el deseo del pueblo de Jerusalén»; a saber: que los cuerpos de los ejecutados fueran descolgados antes de la caída del sol, tal y como ordenaba la Ley, ya que aquél, como es sabido, era el día de la Preparación. Pilato -cuyo estado de ánimo se hallaba fuertemente impactado por las

«tinieblas»- accedió, cursando las órdenes oportunas a Civilis para que enviara algunos hombres.

Longino no disimuló su extrañeza. Si aquellos mensajeros, en lugar de ser legionarios, hubieran sido sanedritas, probablemente no habría aceptado. A él, en el fondo, las costumbres judías le traían sin cuidado. Por un lado, aquel cambio de planes le molestaba profundamente.

Apenas habían transcurrido dos horas y media desde que iniciaron los laboriosos trabajos de izado y enclavamiento de los «zelotas» y se le exigía la no menos engorrosa y desagradable tarea de desclavarlos y transportarlos a la tumba común de los criminales...

Claro que, por otra parte, aquella contraorden también presentaba un cierto atractivo. Si las operaciones se desarrollaban con presteza, aquella noche no transcurriría al raso, expuestos a nuevas tormentas ni al rigor de la vigilancia.

Así que, dispuestos a terminar con el caso, el oficial y Arsenius ordenaron el descendimiento de los «zelotas» y del Galileo. Longino advirtió a los recién llegados que el prisionero del centro ya había muerto. Y los tres legionarios, que venían provistos de sendos bastones, idénticos a los que yo había visto utilizar en el apaleamiento del soldado romano, tomaron posiciones. Dos frente a Dismas y el tercero a la derecha del segundo guerrillero, también, como sus compañeros, a medio metro escaso de las extremidades inferiores de Gistas. Un cuarto legionario, espada en mano, completó el cuadro, apostándose frente a la pierna izquierda del

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