Caballo de Troya 1 (81 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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A una señal del oficial en jefe, dos de los soldados de la escolta situaron al Maestro frente a uno de los cuatro mojones o pequeñas mugas de cuarenta centímetros de altura, que rodeaban la fuente y que eran utilizados para amarrar las riendas de las caballerías.

Uno de los legionarios intentó soltar las ligaduras de las muñecas, pero habían sido dispuestas de tal forma que, tras varios e inútiles intentos, tuvo que echar mano de su espada, cortándolas de un tajo. Después de casi ocho horas con los brazos atados a la espalda, las manos de Jesús aparecían tumefactas y con un tinte violáceo.

Una vez desatado, los legionarios le desposeyeron del manto púrpura que había amarrado Herodes Antipas en torno a su cuello, retirando a continuación su amplio ropón. Con la misma violencia le despojaron de la túnica. Las ropas del Maestro cayeron sobre uno de los charcos de orín de las caballerías. Por último, le desataron las sandalias, descalzándole.

Y acto seguido, el mismo soldado que había cortado las ligaduras se colocó frente al prisionero, anudando sus muñecas por delante con los restos de la maroma que acababa de sajar.

Jesús, con una total y absoluta docilidad, se dejó hacer. Su cuerpo había empezado a sudar.

Aquella reacción de su organismo me puso en alerta. La temperatura ambiente no era, ni mucho menos, tan alta como para provocar aquella súbita transpiración. Di un pequeño rodeo a la fuente, situándome frente a él y comprobé, efectivamente, cómo su rostro, cuello y costados habían empezado a humedecerse. En ese momento lamenté no haberme encajado las lentes de visión infrarroja. A juzgar por las cada vez más aceleradas pulsaciones de sus arterias carótidas y por las sucesivas y profundas inspiraciones que estaba practicando, el rabí había empezado a experimentar una nueva elevación de su tono cardíaco.

El Nazareno era perfectamente consciente de lo que le aguardaba y su organismo reaccionó como el de cualquier individuo.

De un tirón, el legionario le obligó a inclinarse hacia el mojón de piedra, procediendo a sujetar la cuerda en la argolla metálica que coronaba la pequeña columna. La gran altura del Galileo y lo reducido del mojón le obligaron desde un primer momento a separar las piernas, adoptando una postura muy forzada. Los cabellos habían caído sobre su rostro, ocultando sus facciones por completo.

Por un lado me alegré de no poder ver su cara...

El sudor se fue haciendo más intenso, convirtiendo sus anchas espaldas y torso en una superficie brillante.

De pronto, uno de los sayones se adelantó y agarrando el taparrabo de Jesús se lo arrebató con un golpe brusco, dejándole totalmente desnudo.

La rotura de las cintas que sujetaban el taparrabo provocó un súbito e intenso dolor en los genitales de Jesús. Su cuerpo se estremeció y sus rodillas se doblaron por primera vez.

Al verle desnudo, los legionarios estallaron en una carcajada general. Pero las burlas de la soldadesca fueron zanjadas por la llegada de Poncio. Y sin más preámbulos, el procurador ordenó a los verdugos que procedieran. En mitad de un silencio expectante, el legionario más alto, situado a la derecha del Maestro, levantó su
flagrum
de triple cola, lanzando un terrorífico latigazo sobre la espalda de Jesús, al tiempo que cantaba el primero de los golpes:

-¡Unus!

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La descarga fue tan brutal que las rodillas del reo se doblaron, clavándose en el enlosado de caliza con un sonido seco. Pero, en un movimiento reflejo, el Galileo volvió a incorporarse, al tiempo que el segundo verdugo descargaba un nuevo golpe con su bífido
fiagmm.

-¡Tres...!

-¡Quattour...!

Aquellos soldados, consumados profesionales, manejaban los látigos haciendo girar simplemente sus muñecas. De esta forma, las correas se rizaban, consiguiendo un máximo efecto con un mínimo de esfuerzo.

-iQuinque!

El entrechocar de los huesecillos y de las bolas de metal fueron el único sonido perceptible durante los primeros minutos. Jesús, totalmente encorvado, no había dejado escapar aún un solo gemido. Los astrágalos y las piezas de plomo caían sobre la espalda, arrastrando en cada retirada algunas porciones de piel. Desde el primer latigazo, varios regueros de sangre habían empezado a correr por el cuerpo, deslizándose hacia los costados y goteando sobre el pavimento.

Tal y como sospechaba, después del fenómeno del sudor sanguinolento, la piel del Maestro había quedado en un estado de extrema fragilidad. Y aquella lluvia de golpes múltiples no tardó en abrirla, convirtiendo los hombros, espalda y cintura en una carnicería. Poco a poco, a cada silbido del «flagrum», las tabas y bolas penetraban en la piel, provocando su ablación o separación, desgarrando los tejidos musculares y arrastrando vasos y nervios.

¡Triginta!

Al llegar al golpe número treinta, el reo se desplomó, manteniéndose de rodillas y con los dedos fuertemente sujetos al aro de metal de la columna.

La espalda, hombros y zonas lumbares aparecían ya encharcadas en sangre, con un sinfín de hematomas, azulados y gruesos como huevos de gallina. Las correas, por su parte, hablan ido dibujando decenas de estrías -similares a arañazos- de una tonalidad vinosa. La presencia de aquella multitud de hematomas -algunos de los cuales hablan empezado a estallar-, me hizo sospechar que el dolor que soportó Jesús de Nazaret en aquellos primeros minutos tuvo que ser de auténtico paroxismo.

Pero, afortunadamente para él, los golpes, descargados con tanta saña como precisión, fueron abriendo muchos de los hematomas, convirtiendo la espalda en un río de sangre y, consecuentemente, disminuyendo el dolor en cierta medida.

¡Quadraginta!

El latigazo número cuarenta llegó a los cuatro o cinco minutos de haberse iniciado el suplicio.

Pero, lejos de estremecerse, como había ocurrido con los anteriores golpes, el cuerpo del Nazareno no reaccionó. Civilis levantó su vara de vid, interrumpiendo la flagelación. Y uno de los sudorosos verdugos se echó sobre el reo, tirando de sus cabellos. Tras comprobar que se hallaba inerme, soltó la cabeza, que cayó desmayada entre el hueco de los brazos.

El centurión apremió a sus hombres. Uno de los legionarios llenó un cubo con el agua de la fuente, arrojándolo sobre la nuca del Nazareno. Al contacto con el líquido, la cabeza de Jesús se movió ligeramente, mientras parte de la sangre escurría hasta el suelo, arrastrada por el agua.

Desde hacía rato, la columna, una amplia franja de la pared circular de la fuente y los rostros, brazos y túnicas de los verdugos aparecían teñidos de rojo. La hemorragia, generalizada ya en espalda y zona de riñones, había empezado a ser preocupante.

Aunque el suplicio había sido detenido en el golpe número 40, coincidiendo así casualmente con la fórmula judía de flagelación
1
, la intención de Pilato -que seguía impasible y silencioso el desarrollo de la tortura- era que aquella masacre continuase.

Los verdugos aprovecharon el breve descanso para inclinarse sobre el estanque y refrescar sus caras, al tiempo que refregaban los brazos, tratando de limpiar los lamparones de sangre.

Aunque los legionarios encargados del tormento conocían el latín, estoy casi seguro que -a
1
La ley judía establecía para el castigo de la flagelación un total de 40 azotes menos uno. Así estaba escrito: «en número de cuarenta» (El añadido, según R. Yehudá, sería el cuarenta). El reo era azotado can las manos atadas a una columna. El servidor de la sinagoga le agarraba los vestidos y si se desgarraban, se desgarraban y si se destrozaban, se destrozaban, hasta que le quedaba el pecho descubierto. Tras él había colocada una piedra y sobre ella se subía el servidor de la sinagoga teniendo en su mano una correa de ternero. Ésta estaba primeramente doblada en dos y las dos en cuatro; otras dos correas subían y bajaban en ella.
(N. del m.)
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tenor de sus barbas ralas y abundantes- eran mercenarios sirios o samaritanos. Generalmente, los romanos designaban a éstos cuando el condenado era un judío. El odio ancestral de aquellos contra los hebreos les convertía en ejecutores ejemplares...

El Maestro había ido recobrándose. Uno de los verdugos le tomó entonces por las axilas, tirando de él hacia arriba. Pero el peso era excesivo y tuvo que pedir ayuda. Cuando, al fin, lograron incorporarlo, otro soldado -con un cazo de latón entre las manos- se situó frente al destrozado Nazareno, mientras los sayones, sin ningún tipo de contemplaciones, jalaban de sus cabellos, obligando a Jesús a levantar el rostro. Y así lo mantuvieron hasta que el romano que portaba el cazo vació el contenido del mismo en la boca del Galileo. Al preguntar a Civilis de qué se trataba, me explicó que aquel cazo contenía agua con sal.

Por supuesto, el ejército romano conocía muy bien los graves problemas que podían derivarse de un castigo como aquél. En especial, el referido a la deshidratación. Aunque Jesús había sido obligado en la sede del Sanedrín a ingerir una considerable cantidad de agua, sus profusas sudoraciones en el huerto de Getsemaní y ahora, durante la flagelación, unidas a las importantes hemorragias que llevaba experimentadas tenían que haber mermado sus reservas o balance hídrico corporal, tanto intracelular como extracelular. Aquella agua con sal, por tanto, constituía un refuerzo decisivo, si es que Poncio deseaba realmente que el prisionero no muriese durante los azotes. (También existía el peligro de que la excesiva concentración de cloruro sódico en el agua -lo ideal hubiera sido una proporción del 0,85 por 100- pudiera acarrear la aparición de edemas o hinchazones blandas en diversas partes del cuerpo.) Pero, tal y como había sentenciado Civilis, las pretensiones del procurador eran machacar hasta el límite al reo, de tal forma que su lamentable estado pudiera satisfacer y conmover los agresivos ánimos de los saduceos.

Así que, una vez apurado el contenido del cazo, el centurión levantó su bastón y los legionarios recogieron los
flagrum,
prosiguiendo el castigo.

-¡Unus!

Aquel nuevo golpe y los que siguieron fueron dirigidos especialmente a los muslos, piernas, nalgas, vientre y parte de los brazos y pecho. La espalda y cintura quedaron en esta ocasión al margen.

Las descargas de las correas, enroscándose en las piernas del Maestro, obligaron a éste a una suprema contracción de los paquetes musculares, en especial de los situados en las caras posteriores de los muslos, que quedaron así sujetos a una mayor vulnerabilidad. Muy pronto, la piel fue abriéndose, provocando una hemorragia mucho más intensa que la de la espalda.

-iDecem!

En un titánico esfuerzo por soportar el dolor, Jesús de Nazaret se había aferrado a la argolla de la columna, levantando el rostro hasta donde le era posible. Los músculos de su cuello, tensos como la cuerda de un arco, contrastaban con las fosas supraclaviculares inundadas por un sudor frío que chorreaba sin cesar y que iba destiñendo el rojo encendido de la sangre.

-¡Duo-de-viginti!

El verdugo cantó el golpe número 18, lanzando su látigo sobre el pecho del reo. Y una de las parejas de huesecillos de carnero debió herir el pezón izquierdo de Jesús. El intensísimo dolor provocó un vertiginoso movimiento reflejo y el gigante se incorporó con todas sus fuerzas, al tiempo que sus dientes -sólidamente apretados unos contra otros- se abrían, emitiendo un desgarrador gemido. Era el primer lamento del rabí.

El tirón fue tan súbito y potente que las cuerdas que le sujetaban a la argolla se rompieron y el cuerpo del Maestro se precipitó hacia atrás violentamente. Aquello pilló desprevenidos a los verdugos y al resto de la tropa, que retrocedieron asustados.

El Nazareno cayó pesadamente sobre sus espaldas, resbalando sobre el enlosado y dejando un ancho reguero de sangre. Cuando los legionarios se precipitaron sobre él, levantándole pesadamente, la respiración de Jesús se había hecho sumamente agitada.

Yo aproveché aquel momento de confusión para ajustarme las «crótalos» e iniciar una exhaustiva exploración de los destrozos ocasionados por la flagelación. Pulsé el clavo de los ultrasonidos a su posición más profunda (7,5 MHZ o megaerz) y me dispuse a rastrear, en primer lugar, los tejidos superficiales.

Los soldados habían arrastrado al reo hasta la pequeña columna, sujetándolo nuevamente a la argolla. Y los verdugos reanudaron los azotes, sumamente irritados por aquel contratiempo.

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Los golpes, cada vez más implacables, fueron humillando poco a poco el cuerpo del Maestro, que terminó por doblar las rodillas, mientras sus dedos, chorreando sangre, se crispaban por el dolor. A cada latigazo, Jesús había empezado a responder con un corto y apagado gemido.

Una vez «traducidas» las ondas ultrasónicas a imágenes, el resultado de la flagelación apareció ante nosotros en todo su dramatismo. Los verdugos, consumados «especialistas», sabían muy bien qué zonas podían tocar y cuáles no. Desde un primer momento nos llamó la atención el hecho increíble de que ninguna de las costillas hubiera sido fracturada. La precisión de los latigazos, en cambio, había ido abriendo los costados de Jesús, hasta dejar al descubierto las bandas fibrosas o aponeurosis de los músculos serratos. El dolor al lastimar estas últimas protecciones de las costillas tuvo que alcanzar umbrales difíciles de imaginar. En opinión de los expertos de Caballo de Troya, superiores, incluso, a los 22 «JND»
1
.

Por supuesto, amplias áreas de los músculos de la espalda -dorsales, infraespinosos y deltoides- aparecieron rasgadas y sembradas de hematomas que, al no reventar, tensaron extraordinariamente lo que le quedaba de piel, multiplicando la sensación de dolor.

En aquel examen de los tejidos superficiales, los investigadores quedaron sobrecogidos al comprobar cómo los legionarios habían elegido las zonas más dolorosas, pero menos comprometidas, de cara a una posible parada cardíaca, que hubiera fulminado quizá al Nazareno. Eligieron principalmente las partes delanteras de los muslos, pectorales y zonas internas de los músculos, evitando corazón, hígado, páncreas, bazo y arterias principales, como las del cuello.

Al cambiar la frecuencia de los ultrasonidos, pasando a 3,5MHZ, el análisis de los órganos internos puso de manifiesto, desde el primer momento, una considerable pérdida de sangre. La volemia de Jesús (o volumen total de sangre) fue fijado entre seis y seis litros y medio. Pues bien, después del durísimo castigo de la flagelación, esa volemia había descendido en un 27 por 100. Eso significaba que el Galileo había derramado en total, desde los ultrajes en la sede del Sanedrín, alrededor de 1,6 litros de sangre. Una cantidad importante, aunque no lo suficiente como para alterar de forma definitiva -física y psíquicamente- a una persona normal. Y una prueba de ello es que Jesús de Nazaret aún tuvo fuerzas y claridad de mente para responder a las preguntas que se le formularon después de los azotes. Sin embargo, aquel derrame circulatorio tuvo que provocar en él una creciente angustia, palpitaciones esporádicas, debilidad y, sobre todo, una sed sofocante.

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