Caballo de Troya 1 (60 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Y Andrés continuó con su relato, haciendo hincapié en un hecho, acaecido nada más entrar en el piso superior de la casa de los Marcos, que -desde mi punto de vista- aclaraba perfectamente por qué el Nazareno se decidió a lavar los pies de sus discípulos. Los evangelistas habían ofrecido una versión acertada: Jesús llevó a cabo este gesto, poniendo de manifiesto la honrosísima virtud de la humildad. Sin embargo, ¿cuál había sido la «chispa» o la causa final que obligó al Maestro a. poner en marcha el citado lavatorio de los pies? ¿Es que todo aquello se debía a una simple y pura iniciativa de Jesús? Sí y no...

Al visitar la estancia donde iba a celebrarse la cena pascual, yo había reparado en los lavabos, jofainas y «toallas», dispuestos para las obligadas abluciones de pies y manos. La costumbre judía señalaba que, antes de sentarse a la mesa, los comensales debían ser aseados por los sirvientes o por los propios anfitriones. Esa, repito, era la tradición. Sin embargo, las órdenes del Maestro habían sido tajantes: no habría servidumbre en el piso superior. Y la prueba es que -según pude comprobar-, los gemelos descendieron en una ocasión con el fin de recoger el cordero asado. Pues bien, ahí surgió la polémica entre los doce...

-Cuando entramos en el cenáculo -continuó Andrés-, todos nos dimos cuenta de la presencia de las jofainas y del agua para el lavado de los pies y manos. Pero, si el rabí había ordenado que no hubiera sirvientes en la estancia, ¿quién se encargaría del obligado lavatorio? Debo confesarte humildemente que, tanto yo como el resto, tuvimos los mismos pensamientos.

«Desde luego, yo no caería tan bajo de prestarme a lavar los pies de los demás. Esa era una misión de la servidumbre...»

»Y todos, en silencio, nos dedicamos a disimular, evitando cualquier comentario sobre el asunto del aseo.

»La atmósfera empezó a cargarse peligrosamente y, para colmo, el enojoso asunto del aseo personal se vio envenenado por otro hecho que nos hizo estallar> enredándonos en una agria polémica. El Maestro no terminaba de subir y, mientras tanto, cada cual se dedicó a inspeccionar los divanes. Saltaba a la vista que el puesto de honor correspondía al diván más alto -el situado en el centro- y nuevamente caímos en la tentación: ¿Quién ocuparía los lugares próximos a Jesús? Supongo que casi todos volvimos a pensar lo mismo: «Será el Maestro quien escoja a los discípulos predilectos.» Y en esos pensamientos estábamos cuando, inesperadamente, Judas se fue hacia el asiento colocado a la izquierda del que había sido reservado para el rabí, manifestando su intención de acomodarse en él, «como invitado preferido». Esta actitud por parte del Iscariote nos sublevó a todos, produciéndose una desagradable discusión. Pero Judas se había instalado ya en el diván y Juan, en uno de sus arranques, hizo otro tanto, apoderándose del puesto de la derecha.

»Como podrás imaginar, la irritación fue general. Pero las amenazas y protestas no sirvieron de nada. Judas y Juan no estaban dispuestos a ceder. Quizá el más enojado fue mi hermano Simón. Se sentía herido y defraudado por lo que llamó «orgullo indecente» de sus compañeros.

Y visiblemente alterado, dio una vuelta a la mesa, eligiendo entonces el último puesto, justamente, en el diván más bajo. A partir de ese momento, el resto se fue instalando donde buenamente pudo. Tú sabes que Pedro es bueno y que ama intensamente al Maestro pero, en esa ocasión, su debilidad fue grande. Conozco a mi hermano y sé por qué hizo aquello...

-¿Por qué? -le animé a que se sincerara conmigo.

Andrés necesitaba contárselo a alguien y descargó sobre mí:

-Aturdido por los celos y por la impertinente iniciativa de Judas y Juan, Simón no dudó en acomodarse en el último rincón de la mesa con una secreta esperanza: que, cuando entrase el Maestro, le pidiera públicamente que abandonara aquel diván, desplazando así a Judas o, incluso, al joven Juan. De esta forma, ocupando un lugar de honor, se honraría a sí mismo y dejaría en evidencia a sus «orgullosos» compañeros.

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»Cuando el rabí apareció bajo el marco de la puerta, los doce nos hallábamos aún en plena acometida dialéctica, recriminándonos mutuamente lo sucedido. Al verle se hizo un brusco silencio.

»Jesús permaneció unos instantes en el umbral. Su rostro se había ido volviendo paulatinamente serio. Evidentemente había captado la situación. Pero, sin hacer comentario alguno, se dirigió a su lugar, ante la desolada mirada de mi hermano Pedro.

»Fueron uno minutos tensos. Sin embargo, Jesús fue recobrando su habitual y característica dulzura y todos nos sentimos un poco más distendidos. Al poco, la conversación volvió a surgir, aunque algunos de mis compañeros siguieron empeñados en echarse en cara el incidente de la elección de los divanes, así como la aparente falta de consideración de la familia Marcos al no haber previsto uno o varios sirvientes que lavaran sus pies.

»Jesús desvió entonces su mirada hacia los lavabos, comprobando que, en efecto, no habían sido utilizados. Pero tampoco dijo nada.

»Tadeo procedió a servir la primera copa de vino, mientras el rabí escuchaba y observaba en silencio.

»Como sabes, una vez apurada esta primera copa, la tradición fija que los huéspedes deben levantarse y lavar sus manos. Nosotros sabíamos que el Maestro no era muy amante de estos formulismos y aguardamos con expectación.

»Y ante la sorpresa general, el rabí se incorporó, caminando silenciosamente hacia las jarras de agua. Nos miramos extrañados cuando, sin más, se quitó la túnica, ciñéndose uno de los lienzos alrededor de la cintura. Después, cargando con una jofaina y el agua, dio la vuelta completa a la mesa, llegando hasta el puesto menos honorífico: el que ocupaba mi hermano. Y

arrodillándose con gran humildad y mansedumbre, se dispuso a lavar los pies de Pedro. Al verle, los doce nos levantamos como un solo hombre. Y del estupor pasamos a la vergüenza.

Jesús había cargado con el trabajo de un criado cualquiera, recriminándonos así nuestra mutua falta de consideración y caridad. Judas y Juan bajaron sus ojos, aparentemente más doloridos que el resto...

-¿También Judas? -le interrumpí con cierta incredulidad.

-Sí...

Andrés detuvo sus pasos y, mirándome fijamente, preguntó a su vez:

-Jasón, tú sabes algo... ¿Qué sucede con Judas?

Me encogí de hombros, tratando de esquivar el problema. Pero el jefe de los apóstoles insistió y -dado lo inminente del prendimiento- le expuse que, efectivamente, yo también dudaba de la lealtad del Iscariote.

Proseguimos y, al cruzar el Cedrón, mi acompañante salió de su sombrío mutismo. Le supliqué que continuara con su relato y Andrés terminó por aceptar.

-Cuando Simón vio a Jesús arrodillado ante él, su corazón se encendió de nuevo y protestó enérgicamente. Como te he dicho, mi hermano ama al Maestro por encima de todo y de todos.

Supongo que al verle así, como un insignificante sirviente y dispuesto a hacer lo que ni él ni nosotros habíamos aceptado, comprendió su error y quiso disuadirle. Pero la decisión del rabí era irrevocable y Pedro se dejó hacer. Uno a uno, como te decía, Jesús fue lavando nuestros pies. Después de las palabras de Pedro, ninguno se atrevió a protestar. Y en un silencio dramático, el Maestro fue rodeando la mesa, hasta llegar al último de los comensales.

Después se vistió la túnica y retornó a su puesto.

-¿Juan y Judas seguían a derecha e izquierda del Maestro, respectivamente?

-Si, nadie se movió de sus asientos, a excepción de Judas, que salió de la estancia poco antes de que fuera servida la tercera copa:

la de las bendiciones...

La proximidad del campamento me obligó a suspender aquel esclarecedor relato. Sin embargo, en mi mente se acumulaban aún muchas interrogantes. ¿Cómo había sido la revelación de Jesús a Juan sobre la identidad del traidor? ¿Cómo era posible que el resto de los apóstoles no lo hubiera oído? Indudablemente, así era ya que ninguno estaba al tanto de los manejos del Iscariote. Sólo había sospechas... Era vital que buscase un hueco en las horas siguientes para interrogar a Juan.

En esos momentos no me preocupaba excesivamente el no conocer las extensas enseñanzas del Maestro durante la cena. Eliseo me había adelantado que la transmisión y grabación habían sido impecables. A mi regreso al módulo, en la mañana del domingo, iba a tener la oportunidad 194

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de escucharlas en su totalidad. Y debo señalar -por enésima vez- que la transcripción de tales palabras por parte de los evangelistas es sólo un pobre reflejo de lo que se habló aquella noche del llamado «jueves santo». Cuando uno conoce esas enseñanzas y mensajes en su totalidad se da cuenta que las Iglesias, con el paso de los siglos, han reducido el inmenso caudal espiritual de aquella reunión con Jesús a casi una única fórmula matemática
1
.

Hacia las once de la noche, cuando entrábamos en el huerto, Andrés respondió a una última cuestión que, aunque para él no revestía interés, para mi, en cambio, resultó de suma importancia.

A mi pregunta de si Jesús había cenado abundantemente, el discípulo, visiblemente extrañado, contestó que más bien poco. Y añadió que, tal y como tenía por costumbre, el Maestro tampoco probó el delicioso asado de cordero.

Según esto, el Galileo sólo pudo degustar algunas de las verduras y legumbres -incluyendo las yerbas amargas-, así como algo de pan ázimo, vino con agua y, presumiblemente, un poco de postre. Este dato era de indudable valor, sobre todo de cara a las posibles reacciones del organismo del Nazareno en las terribles y prolongadas horas que tenía por delante. A las torturas, pérdida de sangre, agotamiento y lacerante dolor habría que sumar también una notable falta de recursos energéticos, como consecuencia de una cena tan escasa y del consiguiente y total ayuno, a partir de las diez de la noche de ese jueves.

En la primera oportunidad que tuve, transmití al módulo las características y volumen aproximado de los alimentos que había ingerido Jesús en la cena, así como los tiempos de iniciación y remate de la misma. (Según mis cálculos, la comida pascual propiamente dicha pudo dar comienzo alrededor de las ocho u ocho y media de la noche, concluyendo una hora y media después, más o menos.)

El computador central de la
«cuna»
nos proporcionó la siguiente tabla de calorías -siempre de una forma estimativa-, en base a los alimentos mencionados y que constituyeron la dieta de Jesús en aquella noche: teniendo en cuenta que cada una de las cuatro copas de vino había sido mezclada con agua, ello arrojaba un total aproximado de 300 calorías
2
. En cuanto a los puñados de nueces y almendras -alimentos de máximo poder energético de cuantos había ingerido el Maestro-, el ordenador calculó el número de calorías entre 500 y 600. Considerando, por último, que cada gramo de grasa proporciona nueve calorías, la llamada «última cena» de Jesús de Nazaret pudo significar un total aproximado de 750 calorías. Un aporte energético -

teniendo en cuenta las características físicas del gigante- más bien bajo. (El «metabolismo basal» de Jesús -es decir, lo que su cuerpo necesitaba diariamente para mantenerse con vida, sin hacer ejercicio- fue igualmente calculado por Santa Claus en 1728 calorías
3
. En el caso de que el Maestro desarrollase un mínimo de actividad física -aminar, etc.- la cifra se elevaba ya a 3 000 o 3 500 calorías, como consumo medio diario.)

Las mujeres y los cuarenta o cincuenta discípulos que aguardaban en el campamento recibieron al Maestro y a sus apóstoles con gran alegría. Pero aquel entusiasmo no tardaría en venirse abajo. La causa, una vez más, fue Judas.

Al cerciorarse de que el Iscariote tampoco había hecho acto de presencia en Getsemaní, algunos de los hombres del Nazareno empezaron a sospechar que la alusión del Maestro durante la cena, sobre una inminente traición, tenía mucho que ver con el desaparecido administrador. David Zabedeo, al escuchar el rumor, olvidó momentáneamente a sus mensajeros, aproximándose a los corrillos. Pero su actitud siguió siendo prudente. Escuchó a unos y a otros sin revelar lo que sabía.

1
El interesante contenido de las palabras y enseñanzas de Jesús de Nazaret durante la última cena aparecerán en un siguiente volumen, en el que se relatan las vivencias del mayor norteamericano durante su segundo «gran viaje» al año 30.
(N. de J. J. Benítez.)

2
El volumen de cada copa fue calculado en 200 centímetros cúbicos, de los cuales, 100 correspondían a agua (un litro de vino representa un aporte de 700 calorías, aproximadamente).
(N. del m.)
3
"Metabolismo basal» de Jesús: 40 x 1,8 metros cuadrados de superficie total x 24 horas: 1728 calorías (cuando me refiero a «calorías» se sobreentiende la expresión «kilocalorías»).
(N. del m.)
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Simón, el Zelotes, más nervioso que el resto, encabezó un grupo y acudiendo hasta Andrés, comenzó a acosarle a preguntas. El responsable del grupo, que en realidad carecía de información, se limitó a contestar:

-No sé dónde está Judas... Pero temo que nos haya abandonado.

El desaliento cundió rápidamente. Y Pedro, el Zelotes, Tomás y Santiago, entre otros, se reunieron en la tienda, con la intención de examinar la situación y adoptar las medidas de seguridad que creyeran oportunas.

En eso, el joven Marcos apareció en el recinto. Se cubría con una sábana blanca y, al verme, corrió a mi encuentro, rogándome que no le delatara.

Cuando le pregunté por qué, me confesó que se había escapado de su casa. Al oír cómo Jesús y los once abandonaban la mansión, se levantó del lecho, cubriéndose a toda prisa con lo primero que encontró: el lienzo de lino que le cobijaba. Y así había llegado hasta el campamento. La fidelidad de aquel muchacho por el Galileo me llenó de admiración.

Es muy posible que el Maestro se diera cuenta enseguida del tenso ambiente que reinaba entre sus hombres, y llamándoles, les dijo:

-Amigos y hermanos. No me queda mucho tiempo para estar entre vosotros. Desearía que nos aisláramos con el fin de pedirle a nuestro Padre Celestial la fuerza necesaria en esta hora y seguir así la obra que, en su nombre, debemos realizar.

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