Así llegamos al palacio. Quiso la casualidad que en su gran patio cuadrado de entrada, en su
cortile
, estuvieran reunidos los personajes descollantes que actuaron en el drama de mis años próximos, porque uno de ellos, Hipólito, se aprontaba a partir de caza y no volvería hasta el día siguiente y los demás presenciaban el apresto. De modo que los abarqué a todos juntos, súbitamente, no bien desmonté: ocho personajes distribuidos en el ámbito que fue testigo de los triunfos y las penurias de los Médicis y que había acogido a papas, a emperadores, a reyes, a príncipes y a los hombres más sagaces y sensibles de su tiempo, como entrada del palacio en el cual Cosme, Padre de la Patria, fundó el poder de su dinastía, en el cual Lorenzo presidió su corte deslumbrante, en el cual creció León X, en el cual Clemente VII planeó el futuro político de los suyos, el
cortile
que había atravesado también, tumultuosa, la fuga de sus moradores hacia sus destierros sucesivos.
Eran ocho personajes ubicados concertadamente, como en un fresco, puesto que todo tenía, en la Florencia de entonces, una calidad, un tono pictórico. Entre la columnata diseñábanse los tres sarcófagos romanos, uno de los cuales había contenido los restos de Guccio de Médicis, gónfaloniero doscientos años atrás; las esculturas antiguas, los Marsyas, el David de Donatello, el David del Verrocchio, los medallones que imitaban los camafeos que pertenecieron al Magnífico. Abríase encima la
loggia
cubierta, el belvedere que llamaban la
altana
, a la que se asomaban, coronando las plásticas perspectivas, varias arremangadas mujeres con tapices y con ropa recién lavada, prontas a tenderla, y que espiaban al patio, curiosas de la impaciencia de los caballos, de las voces de los monteros, del ruido de las ballestas y los arcabuces. Y, a pesar de que la concurrencia era numerosa y por demás excéntrica, pues Hipólito solía rodearse de una compañía fantástica, especie de lujoso circo, yo sólo distinguí en el primer momento a los ocho personajes situados en el centro del
cortile
que bañaba una suave claridad y que, como los famosos de Pirandello, parecían, más que seres reales, entelequias o alegorías que aguardaban al artista que debía interpretarlas, y, siendo tan vivos, se diferenciaban sustancialmente del ajetreo que los circuía con una confusión aleteante, ladrante y rechinante de aves de presa, de armas, de perros y de servidores, y se aislaban, gloriosamente únicos, intocables, de la maquinaria teatral que se preparaba en torno para que continuaran declamando sus papeles.
En el medio mismo, de suerte que la entera composición giraba sobre su eje, y que Luca Paccioli, el «monje ebrio de belleza», cuando realizó su trabajo sobre la proporción divina, y Leonardo da Vinci, su ilustrador, hubieran podido utilizarlo para explicar sus leyes armónicas, estaba Hipólito de Médicis. Se presentía, alrededor, regida por las inflexiones matemáticas de la Sección de Oro, la telaraña pujante de geométricas figuras que sostiene la armazón de los cuadros del Renacimiento, pues los demás personajes evolucionaban, cada uno en su órbita, usándolo de punto de referencia y ajustando a la suya la cadencia de su proceder.
Hipólito tenía quince años. Era hermoso, viril. Su tío Clemente VII lo había enviado a Florencia poco antes, como capo de la ciudad, pero lo titulaban alteza serenísima y lo apodaban, como a su abuelo, «Magnífico». Le gustaba destacarse, olvidando la sabia lección de su antepasado Giovanni de Bicci, quien enseñaba a sus hijos que los Médicis debían hacerse señalar lo menos posible con el dedo. Por eso le fue tan mal después. En aquella época, con ser tan inseguro el destino de los jefes, ni le pasaba por la cabeza la idea de que su vida concluiría pronto. Era un muchacho de grandes ojos, vestido de seda negra con mangas escarlatas, que jugaba con Rodón, su perro favorito. Supe más tarde que alternaba los ejercicios violentos, casi mitológicos, como domador de caballos y como atleta capaz de saltar con los pies juntos sobre las espaldas de diez hombres y de perforar con sus flechas una coraza, con la poesía y con la traducción de Virgilio. Tradujo todo el libro segundo de la
Eneida
al italiano. A mí me fascinó de entrada. También a Messer Pandolfo, pero por razones más intelectuales.
A su lado, menor pues sólo contaba trece años, hallábase su primo Alejandro, venido de Nápoles. Era oscuro de tez, de pelo negro y gruesos labios. Se decía que su madre había sido una criada de mi tía Alfonsina Orsini, mujer de Pedro de Médicis, pero otros aseveraban que era hijo de una esclava mora. En cuanto a su padre… algunos pretendían que era hijo natural de Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, mientras que el resto atribuía su paternidad al propio Clemente VII y justificaba así la extraña preferencia del pontífice. Lo cierto es que tanto él como Hipólito eran bastardos, lo cual irritaba a los florentinos. Lo era también el propio papa, y eso sacaba de quicio, en Italia, a mucha gente.
Junto a Alejandro reía un niño que pertenecía en cambio a la rama legítima de los Médicis. Lorenzino, aquel que lo asesinó más tarde, y que en ese tiempo andaba por los nueve años y era frágil y maleable y amigo de las bufonerías. Sin saberlo, se ensayaba ya para cumplir el ideal del cortesano de Baltasar de Castiglione, que debía poder practicar no sólo las bromas sino hasta los juegos del bufón. Quizás, si sus interlocutores se hubieran aproximado lo suficiente, hubieran descubierto, en el fondo de sus ojos, una chispa, una llama.
Era el preferido de Clarice de Médicis, señora mucho mayor que los restantes, pues había cumplido treinta años y había casado con Filippo Strozzi, gran caballero de cuya ambigua conducta hablaré más adelante. Ella sí era una Médicis verdadera, sin sombra espuria, hija de Pedro y nieta de Lorenzo el Magnífico, hija y nieta asimismo de dos Orsini, Alfonsina y Clarice, mis parientas cercanas. En la cara le brillaba la inteligencia, como le brillaba en las maneras hieráticas la calidad. Se la veía al otro lado de Hipólito, soberbiamente vestida, moviéndose en el olear del brocado esmeralda y azafrán que caía en rígidos pliegues, apoyados los dedos sutiles en los hombros de dos niñas: Catalina de Médicis, la que fue reina de Francia y sumaba, como Lorenzino, a los rasgos de la gente de Florencia, dada a las bromas y a la ironía, cierta reserva glacial que a veces, siendo tan pequeña, le endurecía el rostro; y Adriana dalla Roza, la romana a quien tanto amé y que usaba en el anular un topacio para protegerse de las acechanzas de Eros.
Y cerraban el tema central de la composición, algo atrás, la nota púrpura del cardenal Silvio Passerini, magro, rasurado, fingido, designado tutor de Hipólito y de Alejandro por Clemente VII y encargado de gobernar a Florencia en su nombre, con mano férrea, y su protegido Giorgio Vasari, Giorgino, el pintor, que conocía a Virgilio de memoria.
Así he conservado intacta, en el recuerdo, la imagen de los ocho personajes palatinos. Sobre ellos descendía, como si un foco central la proyectara en el corazón del
cortile
, la áurea vibración solar, reverberando en géneros y metales, inflamando rubíes y plumas, mientras que en el intercolumnio aparecían y desaparecían las grupas y las crines de los caballos piafantes y entraban y salían los escuderos, los lacayos y los esclavos de Hipólito, recibiendo de tanto en tanto, como un toque pictórico, en un peto, en las piernas, en la arista del brazo, una breve pincelada de luz que enaltecía la diversidad extravagante del séquito del cazador, formado por moros del África del Norte, por arqueros tártaros, por un bullir de caras y de torsos cuyos tintes iban del lustroso negro del ébano a la amarillenta palidez del marfil, y de crenchas rebeldes domadas por gorros y turbantes multicolores. A veces una mano finísima, cubierta de sortijas que espejeaban como caparazones de coleópteros, emergía de la sombra, empuñando una cimitarra, alzando un carcaj, en una sacudida de élitros y de antenas; o el belfo de un palafrén, blanco de espuma, brotaba de la vaguedad de los sarcófagos y de las estatuas, tironeado por uno de los servidores. Y esa segunda zona circundante enmarcaba a la interior con un ritmo ágil que contrastaba con la quieta, sonriente, lejana apostura de los señores, pues la mayoría de los africanos y de los asiáticos poseían una ligereza furtiva de saltimbanquis, malabaristas y acróbatas de cuerda floja, y sus brincos y piruetas, sus gritos en dialectos bárbaros y sus cómicas contorsiones, tenían la virtud de subrayar la esbelta elegancia de Hipólito y sus allegados, completando de ese modo el estético planteo que a mis ojos se ofrecía y que era como un resumen de la gracia de Florencia, inquieta y ceremoniosa, estupendamente cosmopolita, lo más opuesto del mundo al medio de mi casa, en Bomarzo (donde empero se aspiraba a imitarlos), pues allí todo se ceñía a los dictados de una orgullosa tradición militar. A esa tradición arcaica, de un hermetismo heroico tal vez pasado de moda, este pueblo de comerciantes opulentos y de coleccionistas ingeniosos la desdeñaba, así como los míos los desdeñaban a ellos, ya que si los Médicis nos consideraban hasta cierto punto primitivos —hay diríamos: medievales— los Orsini los juzgaban a ellos, sus parientes, como unos advenedizos barulleros, más preocupados del buen gusto, que es cosa superficial y femenina, que del manejo de las armas, que es cosa de hombres. Pero la verdad es que los Orsini envidiaban a los Médicis un poco, bastante, y no les perdonaban que, salidos de la oscuridad de los trámites bancarios, fueran capaces de darles lecciones de urbanidad y de refinamiento.
Mi gran placer sensual ha derivado siempre —aún hoy persiste esa jerarquía— de la felicidad de los ojos. Ni el orden melódico más exquisito, ni el aroma más raro, ni el contacto de la piel humana más dorada y suave, ni el vino, ni el beso, pueden procurarme el goce que los ojos me brindan. Tampoco, como para ciertas mentes superiores, el juego filosófico con cuanto implica de estímulo trascendente, suple para mí lo que los ojos me regalan. Ni siquiera el juego poético que tanto amo. Los ojos son para mí las compuertas por las cuales penetra en mi interior el río rumoroso y tornasolado del mundo. Desde que llegué a Florencia mis ojos se deleitaron como si hasta entonces no hubieran captado su posibilidad de regocijo. Avancé por las calles hacia el
cortile
, saboreando. Era como si las experiencias visuales más embriagadoras que en Roma y en Bomarzo había acumulado, nada significaran, en su nimiedad, ante ese henchido júbilo. Y la fruición que procedía del concierto de los colores y de las contexturas, enlazándome como si lo rigiera un director eximio, culminaba para mis ojos en ese patio de piedra rodeado de estatuas musicales, y en la visión de las figuras que flanqueaban a Hipólito de Médicis.
Lo singular —y eso muestra con qué rapidez opera el Destino— es que, si bien aprecié en sus mínimos detalles la maravilla de la composición que voy describiendo, mis ojos fieles, alertas, extremaron su perspicacia sensible hasta señalarme como algo aparte —además, claro está, de la estampa primordial de Hipólito, sol victorioso de ese sistema planetario— a dos efigies que, con ser tan numerosa la compañía y tan imponente el grupo de los ocho personajes fundamentales, descollaron un instante de las complejas resonancias de la forma, como si de repente, en un brevísimo silencio de los instrumentos afinados, dos notas altas y solas —una de flauta, quizás, otra de címbalos— cantaran no en mis oídos sino en mis ojos, con su apartada y poderosa vibración. Y esas notas fugaces y persistentes provinieron de la niña que he nombrado ya, Adriana dalla Roza, menina o doncella de honor de la pequeña Catalina de Médicis, cuyo largo cuello, ojos violetas y cabellera de un rubio veneciano, me impresionaron en seguida, como el donaire de sus movimientos y la recatada galanura con que llevaba su vestido de seda celeste de falda redonda, con una escarcela pendiente del cinturón de oro, y que se agitaba como un pájaro en las penumbras del
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; y de un hombre inmóvil, uno de los muchos servidores orientales de Hipólito de Médicis, que en mi valoración del cuadro se opuso esencialmente, un segundo, no sólo a Adriana sino al resto de los dinámicos participantes de la inminente cacería por su calma firme, estatuaria, y que, apoyado en una alabarda, erguido el turbante azul con plumas rosas sobre la cara de ídolo, negra y fina, desnudo el negro torso sobre la pompa de los pantalones acampanados de damasco turquesa, transmitía una sensación de equilibrio invulnerable, tan robusto, pese a la descarnada enjutez de su silueta, que parecía no un ser humano sino una decoración más, puesta bajo la
loggia
, a un costado del vasto vestíbulo, por los artistas de la casa. Escuché fugitivamente, en el vocerío, esas dos notas distintas, y de inmediato la niña y el esclavo se borraron en el tumulto, porque los caballos avanzaban ya, con escándalo de arneses y de gritos de mando, y la composición se deshacía y dispersaba ante la sorpresa de mis ojos.
Hipólito, desde lo alto de la silla de montar, fue el primero que me distinguió, con mis tres acompañantes, en el portal del palacio. Mi arribo le había sido anunciado por mi abuelo, en carta lacónica, así que en seguida bajó del caballo y, apartando moros y turcos, acudió a darme la bienvenida, iluminada la cara por una expresión tan perfectamente cortés que mi miedo, si no cedió del todo, aflojó los nudos que lo agarrotaban. Fue aquél, de cualquier manera, el momento más duro para mí, el que más temía, el del encuentro inicial con quienes compartirían mi vida durante los años próximos. Ignoro si Franciotto Orsini, en su carta, se habrá referido a mi singularidad. Supongo que no. A los Orsini les repugnaba mencionarla ante extraños. Tal vez Hipólito estuviera al tanto de ella, pues presumo que el «caso» del hijo del duque de Bomarzo sería conocido en las cortes italianas y especialmente en Florencia, fragua de habladurías. Sea ello lo que fuere, Hipólito no toleró que me inclinara, como había proyectado, ante su alteza serenísima, ni permitió que lo llamara por ese título —que aventó y barrió en el aire, con rápido ademán indiferente—, sino que me abrazó y palmeó mis hombros, cuidando que sus manos no rozaran mi espalda humillante. Se dirigió a mí con el apodo ancestral que mi abuela me daba, Vicino, y al oírlo resonar tan lejos de su querida y añorada presencia se me apretó el corazón. Agasajado por Hipólito, que me parecía el más despejado, cordial y esbelto de los hombres, yo transpiraba de angustia. Los demás acudieron a la zaga, aglomerando su curiosidad. Clarice, Catalina y Adriana me besaron en la boca, de acuerdo con la costumbre de la época que imponía que las damas besaran la mano del caballero, que si éste era noble le besaran la mejilla, pero que si derivaba de una prosapia ilustre juntaran sus labios con los suyos. Y cuando los míos se posaron, levemente, en los de Adriana dalla Roza, y tuve tan cerca su frente redonda, sus cejas que se abrían como negras plumas y sus ojos violetas en los que se insinuaban unas microscópicas estrías de oro, semejantes a las que pintaban los guijarros de Benvenuto Cellini, temblé, pobre de mí, como pronto a desfallecer. Fue entonces cuando advertí el topacio de su sortija, la piedra destinada a protegerla contra las trampas del amor, y presentí confusamente que tendría que sufrir por su culpa. Aun así, todo se desarrolló mucho mejor de lo que yo esperaba. Sólo Alejandro de Médicis, el negroide, el Otelo de la compañía, al estrecharme en sus brazos paseó por mi espalda sus dedos crueles, sin formular comentario alguno, y me dedicó una sonrisa tan burlona que me azoró que los esclavos la notaran. Y, en efecto, algún movimiento de asombro y algunas muecas de picardía se produjeron y entre los palafreneros creció un murmullo y una mujer, en la
altana
donde tendían la ropa, rompió a reír, pero Hipólito giró sobre los talones y, azotándose las botas con la fusta, impuso silencio con un grito. Besé el anillo del cardenal Passerini, en el cual fucilaba, como en la diestra papal, un zafiro, indicando que los príncipes de la Iglesia participaban de la omnipotencia pontificia, e Hipólito, a cuyos ojos, como a los míos, nada se escapaba, me rogó que le mostrara la medalla de mi birrete. Era la que me había regalado Benvenuto, por intermedio del pequeño Paolino, y que ostentaban las figuras de nuestro escudo, y no bien le respondí, tartamudeando, de qué cincel procedía, me la elogió y la estuvo analizando durante buen espacio. La medalla de Benvenuto Cellini fue mi artístico pasaporte. Todavía hoy, a siglos de distancia, se la agradezco. A Hipólito, a Clarice Strozzi, a Lorenzino y a Giorgio Vasari les interesaba mucho más que el desplazamiento de mi columna.