—¿Me estás diciendo que el noventa y ocho por ciento de tasa de empleo es real?
—En su mayor parte, sí. Y algunos de los nuevos puestos de trabajo están relacionados con la reparación de estructuras que se dejaron en un estado de abandono total durante el reinado de Leck. Cada zona de la ciudad cuenta con un equipo de constructores e ingenieros asignados a ese trabajo y, Suerte, el ingeniero que dirige el equipo en el distrito este es un completo mastuerzo. Como también lo es su subalterno y unos cuantos de sus trabajadores. Son un caso perdido.
—¿Cómo se llama el jefe? —preguntó Bitterblue aunque sabía la respuesta.
—Ivan —contestó Teddy—. Hubo un tiempo en que fue un ingeniero extraordinario. Él construyó los puentes. Ahora solo es pura suerte que no nos haya matado a todos. Hacemos lo que podemos nosotros mismos para reparar cosas, pero hay mucho que hacer, ¿sabes? Nadie tiene tiempo.
—Pero ¿por qué se permite que las cosas sigan igual?
—La reina no tiene tiempo —fue la simple respuesta de Teddy—. La reina está al timón de un reino que empieza a despertar del embrujo al que lo sometió un demente durante treinta y cinco años. Aunque ahora haya dejado de ser una niña, todavía tiene más quebraderos de cabeza, más complicaciones y más embrollos a los que enfrentarse que los otros seis reinos juntos. Estoy seguro de que se ocupará de esto en cuando pueda.
La fe de Teddy la conmovió, pero también hizo que se sintiera frustrada.
«¿Podré hacerlo? —pensó, consternada—. ¿Lo hago? Sí, es cierto que me enfrento a embrollos. Parecen surgir de todas partes, pero no tengo la impresión de que esté ocupándome realmente de nada; y ¿cómo voy a corregir problemas de los que ni siquiera tengo noticia?».
—En cuanto a las heridas de Zaf —prosiguió Teddy—, está ese grupo de cuatro o cinco idiotas con los que nos encontramos de vez en cuando. Tienen el cerebro del tamaño de un guisante. Para empezar, Zaf nunca les ha caído bien, porque es lenita y tiene esos ojos y, en fin, algunas tendencias suyas no les gustan. Una noche le dijeron que demostrara su gracia y, por supuesto, no pudo demostrar nada. Así que decidieron que estaba ocultándoles algo. Me refiero a que creían que era un mentalista —explicó Teddy—. Ahora, cada vez que lo ven, le zurran por sistema.
—Oh —susurró Bitterblue, incapaz de evitar que la mente se la jugara imaginando los puñetazos y las patadas que eran parte de esas zurras. Puñetazos y patadas a Zaf, en la cara. Alejó ese pensamiento—. Entonces, ¿no están relacionados con el que te atacó a ti?
—No, no lo están, Suerte.
—Teddy, ¿quién te atacó?
A esa pregunta, Teddy respondió solo con una sonrisa tranquila.
—¿A qué se refería Zaf con eso de que le hicieras la tercera pregunta? —preguntó a su vez el joven—. ¿Estáis participando en algún juego?
—Algo parecido.
—Chispas, yo que tú no aceptaría jugar con Zaf a nada.
—¿Por qué? ¿Crees que me miente?
—No, pero creo que hay cosas en las que podría ser peligroso para ti aunque no te dijera una sola mentira.
—Teddy —dijo ella con un suspiro—. No quiero que hablemos con adivinanzas. ¿Querrías, por favor, no hablarme así?
—De acuerdo —accedió Teddy con una sonrisa—. ¿De qué podríamos hablar?
—¿Qué son estos papeles? —le preguntó al tiempo que le entregaba los que tenía en las manos—. ¿Es tu libro de palabras o tu libro de verdades?
—Estas son palabras mías —contestó Teddy, que apretó los papeles contra su pecho, como si los estrechara en un abrazo protector—. Mis amadas palabras. Hoy estaba pensando en las pes. Oh, Suerte, ¿cómo voy a ser capaz de pensar en todas las palabras y todas las definiciones? A veces, cuando sostengo una conversación, no puedo prestar atención porque lo único que hago es desmenuzar las frases de otras personas y obsesionarme con la idea de si me habré acordado de incluir todas sus palabras. Mi diccionario está destinado a tener grandes lagunas de acepciones.
«Grandes lagunas de acepciones —repitió Bitterblue para sus adentros, inhalando aire y exhalándolo a través de la frase—. Sí».
—Vas a hacer un trabajo maravilloso, Teddy. Solo una persona con el corazón de un escritor de diccionarios estaría tendida en la cama, tres días después de que lo hubieran acuchillado en el vientre, dándoles vueltas a las pes.
—Solo has usado una palabra que empieza con pe en esa frase —dijo él, distraído.
La puerta se abrió y Zaf asomó la cabeza y le dirigió una mirada furiosa a Teddy.
—¿Ya has divulgado todos nuestros secretos?
—En esa frase no había palabras con pe —comentó Teddy, medio dormido.
Zaf soltó un resoplido de impaciencia.
—Voy a salir —anunció.
Teddy se despertó de golpe, intentó sentarse e hizo un gesto de dolor.
—Por favor, no salgas solo para buscar camorra, Zaf.
—¿Y cuándo ha hecho falta que la busque?
—Al menos véndate ese brazo —insistió Teddy, que sacó una venda de la mesita que había junto a la cama.
—¿Brazo? —intervino Bitterblue—. ¿Te han hecho daño en un brazo? —Entonces se fijó en la forma en que se lo sujetaba pegado contra el torso. Se levantó de la silla y se acercó a él—. Déjame que eche un vistazo.
—Lárgate.
—Te ayudaré con el vendaje.
—Puedo hacerlo yo.
—¿Con una mano?
Tras un segundo y con un resoplido irritado, Zaf se acercó a la mesa, enganchó el pie alrededor de la pata de una silla, la arrastró y se sentó en ella. Después se subió la manga izquierda hasta el hombro y miró malhumorado a Bitterblue, que intentó que el rostro no delatara lo que sintió al ver el brazo. Todo el antebrazo estaba magullado e hinchado. En la parte alta había un corte uniforme de un palmo de largo, cuidadosamente cosido con hilo, cuyo tono rojizo provenía —no le cupo duda alguna— de la sangre de Zaf.
Es decir, que el dolor era la raíz de la irritación demostrada por Zaf esa noche. ¿Quizá por la humillación también? ¿Le habían sujetado contra el suelo y le habían cortado a propósito? La incisión era larga y limpia.
—¿Es profundo el corte? —preguntó mientras se lo vendaba—. ¿Te lo ha limpiado bien alguien y te ha dado remedios?
—Roke no será un sanador de la reina, Chispas, pero sabe qué ha de hacer para que una persona no se muera por una herida superficial —replicó él con sarcasmo.
—¿Adónde vas a ir, Zaf? —preguntó Teddy, débil la voz.
—A los muelles de la plata. Tengo algo que hacer allí esta noche.
—Chispas, me quedaré más tranquilo si vas con él —dijo Teddy—. Tendrá más cuidado con lo que hace si sabe que tiene que cuidar de ti.
Bitterblue no opinaba lo mismo. Por el mero hecho de tocarle el brazo a Zaf casi podía percibir la tensión que irradiaba su cuerpo. Esa noche transmitía un impulso hacia la temeridad que estaba arraigado en la cólera que sentía.
Y por esa razón se marchó con él, no para que tuviera que cuidar de alguien, sino para que ese alguien, aunque fuera una persona menuda y reacia a acompañarlo, estuviera allí para cuidar de él.
Menos mal que era una buena corredora, pues de no ser así Zaf la habría dejado atrás.
—En la calle se habla de que lady Katsa ha llegado hoy a la ciudad —comentó Zaf—. ¿Es cierto? ¿Y su príncipe Po sigue en la corte?
—¿A qué viene ese interés? ¿Planeas robarles o algo por el estilo?
—Chispas, antes me robaría a mí mismo que a mi príncipe. ¿Cómo está tu madre?
Esa noche, la extraña y persistente cortesía de Zaf hacia su madre casi parecía chistosa en contraste con su actitud violenta y la disparatada forma de correr por las calles mojadas como si buscara algo que machacar.
—Está bien —respondió—. Gracias —añadió sin estar muy segura al principio de por qué se las daba. Entonces, sintiéndose profundamente avergonzada, comprendió que era por la firme predisposición del joven por su madre.
En los muelles de la plata, el aire del río hacía que la lluvia azotara la piel. Los barcos, con las velas recogidas y bien atadas, goteaban y se agitaban como si temblasen. En realidad no eran tan grandes como parecían en la oscuridad. Eso lo sabía Bitterblue; no eran navíos para navegar por el océano, sino barcos fluviales diseñados para transportar cargas pesadas hacia el norte, río Val arriba, a contracorriente, desde las minas y las refinerías del sur. Sin embargo, de noche parecían enormes y se alzaban imponentes sobre los muelles, con las siluetas de soldados alineados en cubierta, porque aquel era el punto de desembarco de la riqueza del reino.
«Y el tesoro, cuando esa riqueza se guarda, es mío —pensó Bitterblue—. Y también son míos los barcos, que tripulan mis soldados, y llevan mi fortuna desde las minas y las refinerías, que también son mías. Todo eso es mío porque soy la reina. Qué extraño es pensarlo».
—¿Qué haría falta para asaltar uno de los barcos del tesoro de la reina? —comentó Zaf.
—Los piratas lo intentan de vez en cuando, o eso he oído contar, cerca de las refinerías —dijo Bitterblue, que esbozó una sonrisa desdeñosa—. Unas tentativas con resultados desastrosos. Para los piratas, quiero decir.
—Sí. —En la voz de Zaf se advertía un timbre irritado—. Bueno, cada uno de los barcos reales lleva un pequeño ejército, por supuesto. Y de todos modos, los piratas no estarían a salvo con el botín hasta que se encontraran en alta mar. Apuesto que el tramo de río desde las refinerías hasta la bahía está bien vigilado por las patrullas de la guardia fluvial de la reina. No es tarea fácil ocultar un barco pirata en un río.
—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Bitterblue, inquieta de repente—. Por todos los mares. ¡No me digas que eres un pirata! ¡Tus padres te metieron a escondidas en un barco pirata! ¡Fue eso! ¡Me he dado cuenta al mirarte ahora!
—Desde luego que no hicieron eso —respondió él, soltando un suspiro con aire sufrido—. No seas tonta, Chispas. Los piratas asesinan, violan y hunden barcos. ¿Es esa la opinión que tienes de mí?
—Oh, me vuelves loca —le reprochó con acritud—. Andáis a hurtadillas por ahí robando y haciendo que os acuchillen, salvo cuando escribís libros abstractos o imprimís quién sabe qué en vuestra imprenta. No me cuentas nada y te enfurruñas cuando intento sacar conclusiones por mí misma.
Zaf se alejó de los muelles y entró en una calle oscura que Bitterblue no conocía. Cerca de la entrada de lo que obviamente era un almacén, se volvió hacia ella, sonriendo en la oscuridad.
—He estado jugando un poco a la caza del tesoro —anunció.
—¿A la caza del tesoro?
—Pero jamás he sido pirata ni lo seré, Chispas, como me gustaría que me creyeras sin tener que decírtelo.
—¿Qué es la caza del tesoro?
—Bueno, hay barcos que se hunden, ¿sabes? Naufragan durante una tormenta, arden o se van a pique. Los cazadores de tesoros llegan después y bucean hasta el fondo del mar en busca de tesoros que salvar de naufragios.
Bitterblue examinó con atención el rostro vapuleado de Zaf. Hablaba de forma agradable, incluso cariñosa. Le gustaba hablar con ella. Sin embargo, no había menguado un ápice la rabia que sentía antes. En su mirada alentaba algo de dureza y de estar dolido, y mantenía el brazo herido pegado al cuerpo.
Este marinero, cazador de tesoros o ladrón —fuera lo que fuese— debería estar metido en una cama caliente y seca para recobrar la salud y templar el genio, y no andar robando o cazando tesoros o lo que quiera que hubiera ido a hacer allí.
—Eso suena peligroso —dijo ella con un suspiro.
—Es peligroso, pero no ilegal. Anda, pasa. Te va a gustar lo que he robado hoy.
Empujó la puerta para abrirla y le hizo un gesto hacia la luz amarilla y notó el olor, el vaho de cuerpos y de lana húmeda. Y el sonido áspero y profundo que la atrajo como un imán: la voz de un fabulista.
En los mostradores y las mesas de ese salón de relatos, cacerolas y cubos repicaban con el tenue ritmo de las gotas de lluvia al caer dentro. Bitterblue echó una mirada dubitativa al techo y se quedó por el perímetro del salón.
Era una fabulista, una mujer achaparrada de voz profunda y melodiosa. El relato era uno de los viejos cuentos de Leck sobre animales que empezaba con un chico en una barca en un río helado y un ave de presa de color fucsia con garras plateadas como rezones; una criatura espléndida, fascinante, peligrosa… Bitterblue odiaba ese relato. Recordaba a Leck contándole ese u otro por el estilo. Casi lo veía allí mismo, en el mostrador, con un ojo tapado y el otro de color gris, penetrante y receloso.
Entonces le vino a la memoria una imagen, como un fogonazo: el horrible destrozo del ojo que cubría el parche de Leck.
—Venga, vámonos, Chispas —le estaba diciendo Zaf—. Ya he acabado aquí. Podemos irnos.
Bitterblue no le oía. Leck se quitó el parche para que ella lo viera, solo una vez, mientras reía y decía algo sobre un caballo encabritado que le había pateado la cara. Le vio el globo ocular purpúreo e hinchado de sangre, y pensó que el intenso carmesí de la pupila era una mancha de sangre recogida, no una pista que apuntaba a la verdad de todo. Una pista que explicaba por qué se sentía tan lenta y pesada, tan estúpida y tan olvidadiza la mayor parte del tiempo, sobre todo cuando estaba sentada con él, ansiosa de demostrar lo bien que leía con la esperanza de complacerlo.
Zaf la asió por la muñeca e intentó sacarla de allí tirando de ella. De forma repentina, el recuerdo se difuminó; alerta, se dejó llevar por un impulso. Arremetió contra él para darle un puñetazo, pero Zaf la sujetó también por esa muñeca y mantuvo la presa firmemente.
—Chispas —masculló en voz baja—, no luches contra mí aquí. Espera hasta que hayamos salido. Vamos.
¿Desde cuándo hacía tanto calor en el salón y estaba tan abarrotado de gente? Un hombre se acercó demasiado a ella y le habló con una voz demasiado suave:
—¿Este tipo adornado con oro te está haciendo pasar un mal rato, chico? ¿Necesitas un amigo?
Zaf se volvió hacia el hombre con un bramido y el tipo retrocedió al tiempo que alzaba las manos y enarcaba las cejas, admitiendo la derrota, y fue Bitterblue quien agarró a Zaf cuando este siguió lanzado tras el hombre; le apretó el brazo herido a propósito para que sintiera dolor y se revolviera contra ella, pues sabía que no la agrediría. Lo llevó lejos de todos los que estaban en el salón, a quienes no estaba tan segura de que no haría daño.
—Déjalo ya —le dijo—. Vámonos.