—¿Es que Leck en persona hizo algo? No creerás que iba por ahí rompiendo ventanas y apoderándose de libros, ¿verdad? Ya te lo he dicho antes, esas cosas las robaron otros. Por ejemplo, ese noble que ha intentado raptar a la reina hace nada y ha acabado con una puñalada en el buche —añadió, como si eso fuera una trivialidad que debería hacerle gracia.
—No tiene sentido, Zaf. Si esas personas enviaran la lista a la reina, ella encontraría algún modo legal de indemnizarles.
—La reina hace proyectos para el futuro, ¿no te has enterado? —le respondió Zaf con mucha labia—. No tiene tiempo para todas las listas que recibiría, y nosotros nos las arreglamos bastante bien, ¿sabes?
—¿Cuántas listas hay?
—Es de suponer que cada ciudad del reino podría proporcionar una si se les presionara, ¿no crees?
Los nombres de las niñas se agolpaban ante sus ojos.
—No debería ser así —insistió—. Tiene que haber un modo legal de recurrir.
Zaf recobró los papeles que Bitterblue tenía en las manos.
—Por si le sirve de consuelo a tu corazón respetuoso con las leyes, Chispas, no podemos robar lo que no logramos encontrar —dijo mientras volvía a doblar los papeles—. Son contadas las veces que localizamos alguno de los objetos de estas listas.
—¡Pero si acabas de decirme que os las arregláis muy bien!
—Mejor de lo que podría hacerlo la reina —contestó con un suspiro—. ¿He respondido a tu pregunta?
—¿Qué pregunta?
—Habíamos empezado un juego, ¿recuerdas? Me preguntaste por qué robé una gárgola. Te lo he dicho. Creo que ahora me toca preguntar a mí. ¿Tu familia forma parte de la resistencia? ¿Fue así como murió tu padre?
—No sé de qué me hablas. ¿Qué resistencia?
—¿No sabes lo de la resistencia?
—A lo mejor la conozco por otro nombre —sugirió Bitterblue, aunque lo dudaba, si bien no le importaba porque aún tenía la mente centrada en el asunto anterior.
—Bueno, no es nada secreto, así que te lo explicaré sin que te cuente como pregunta —respondió Zaf—. En vida de Leck surgió un movimiento de resistencia en el reino. Un grupo pequeño de gente que sabía lo que era, o que al menos lo sabía a ratos y lo reflejaba por escrito, intentó correr la voz; se recordaban unos a otros la verdad cada vez que las mentiras de Leck se hacían demasiado fuertes. Los más resistentes eran mentalistas, que tenían la ventaja de saber siempre lo que Leck se proponía hacer. Un montón de miembros de la resistencia fueron asesinados. Leck conocía su existencia y no cejó en su empeño de procurar acabar con ellos. Sobre todo con los mentalistas.
Ahora sí que Bitterblue prestó atención a las palabras de Zaf.
—Es verdad que no lo sabías —dijo él al advertir la sorpresa de Bitterblue.
—No tenía ni idea —admitió—. Por eso Leck mandó incendiar una y otra vez la imprenta de los padres de Teddy, ¿cierto? Y así es como te enteraste de los enterramientos. Tu familia era de la resistencia y guardaba constancia escrita de las antiguas tradiciones o algo por el estilo, ¿me equivoco?
—¿Es esa tu segunda pregunta? —inquirió Zaf.
—No. No voy a desperdiciar una pregunta sobre algo cuya respuesta ya sé. Quiero que me cuentes por qué creciste en un barco lenita.
—Ah. Esa es fácil. Los ojos me cambiaron cuando tenía seis meses. Por entonces Leck era rey, claro. Los graceling no eran personas libres en Monmar pero, como ya has adivinado, mis padres eran de la resistencia. Sabían lo que Leck era casi todo el tiempo. También sabían que en Lenidia los graceling eran libres. Así que me llevaron al sur, a Porto Mon, subieron a escondidas a un barco lenita y me dejaron en cubierta.
Bitterblue se quedó boquiabierta.
—¿Quieres decir que te abandonaron? ¿Con unos extranjeros que podrían haber decidido arrojarte por la borda?
Él se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
—Me libraron de estar al servicio de Leck del mejor modo que pudieron, Chispas. Después de la muerte de Leck, mi hermana no escatimó esfuerzos para encontrarme, aunque lo único que sabía era mi edad, el color de mis ojos y el barco en el que me habían dejado. Además, los marineros lenitas no arrojan por la borda a los bebés.
Entraron en la calle del Hojalatero y se detuvieron a la puerta de la imprenta.
—Tus padres murieron, ¿verdad? —dijo Bitterblue—. Leck los mató.
—Sí. —Al fijarse en su expresión, Zaf se acercó a ella—. Eh, Chispas, venga, no pasa nada. En realidad no los conocía.
—Entremos —pidió Bitterblue, que lo apartó de un empujón, frustrada por su impotencia para evitar que viera la pena que sentía. Había crímenes que una reina nunca podría compensar por mucho que hiciera.
—Aun nos queda una ronda de preguntas, Chispas.
—No. Se acabó.
—Te haré una bonita, Chispas; te lo prometo.
—¿Bonita? —Bitterblue resopló con sorna—. ¿Qué entiendes tú por una pregunta bonita, Zaf?
—Será sobre tu madre.
Mentir sobre eso era precisamente lo último que Bitterblue querría hacer.
—No —se negó en redondo.
—Oh, venga, Chispas. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo es qué?
—Tener madre.
—¿Y por qué me preguntas eso? —espetó, exasperada—. ¿Qué problema tienes?
—¿Por qué me echas la bronca, Chispas? Lo más parecido a una madre que he tenido en toda mi vida fue un marinero llamado Meñique que me enseñó a trepar por una cuerda con una daga entre los dientes, y a mear a la gente desde el mastelero.
—Eso es asqueroso.
—¿Y bien? A eso me refiero. Seguro que tu madre nunca te ha enseñado nada asqueroso.
«Si tuvieras la menor idea de lo que me estás preguntando —pensó—. Si tuvieras la más mínima idea de con quién estás hablando».
No vio nada sentimental ni vulnerable en el rostro de Zaf. No era un prólogo para soltar la desgarradora historia de un niño marinero en un barco extranjero que había ansiado tener una madre. Era simple curiosidad; quería saber cosas sobre las madres, y ella era la única vulnerable a la pregunta.
—¿A qué te refieres con que quieres saber cosas de ella? —preguntó con un poco más de paciencia—. Tu pregunta es demasiado imprecisa.
Zaf se encogió de hombros.
—No soy quisquilloso. ¿Fue ella la que te enseñó a leer? Cuando eras pequeña, ¿vivíais juntas en el castillo y comíais juntas? ¿O los niños en el castillo vivían en los cuartos infantiles? ¿Habla el lenita? ¿Es ella la que te enseñó a hornear el pan?
A Bitterblue le daba vueltas la cabeza con todas las cosas que Zaf decía al tiempo que le surgían imágenes mentales. Recuerdos, algunos de ellos pidiendo exactitud.
—No viví en los cuartos de los niños —respondió con sinceridad—. Pasaba casi todo el tiempo con mi madre. No creo que fuera ella la que me enseñó a escribir, pero sí me enseñó otras cosas. Me enseñó matemáticas y todo lo relacionado con Lenidia. —Entonces añadió otra certeza que le llegó a la memoria como un rayo—. Creo… Me parece que… ¡Fue mi padre el que me enseñó a leer!
Agarrándose la cabeza, le dio la espalda a Zaf mientras recordaba a Leck ayudándola a deletrear las palabras en una mesa de los aposentos de su madre. Recordaba el tacto en las manos de un libro pequeño, de colores vivos; recordaba la voz de su padre animándola, su orgullo por los avances que hacía esforzándose para juntar las letras.
«¡Querida! —decía—. Eres fabulosa. Eres un genio».
Por entonces era tan pequeña que se tenía que poner de rodillas en la silla para llegar a la mesa.
Era un recuerdo totalmente desorientador. Durante un instante, parada en medio de la calle, Bitterblue se sintió perdida.
—Plantéame un problema matemático, ¿quieres? —le pidió a Zaf, vacilante.
—¿Qué? —se extrañó él—. ¿Te refieres a algo así como cuánto es doce por doce?
Le asestó una mirada furiosa.
—Eso es poco menos que insultante —respondió.
—Chispas, ¿es que has perdido el juicio?
—Deja que me quede a dormir aquí esta noche —le pidió—. Necesito dormir aquí. ¿Puedo, por favor?
—¿Qué? ¡Por supuesto que no!
—No voy a husmear por la casa. No soy una espía, ¿recuerdas?
—Ni siquiera estoy seguro de que puedas entrar siquiera, Chispas.
—¡Al menos déjame ver a Teddy!
—¿No quieres hacerme tu última pregunta?
—Ahora no. Me debes una.
Zafiro se la quedó mirando con aire escéptico. Después, sacudiendo la cabeza, soltó un suspiro y sacó la llave. Abrió la puerta una rendija justa para que cupiera por ella y le indicó que entrara con un gesto.
Teddy yacía boca arriba, desmadejado, en un catre que había en el rincón, como una hoja en la calzada que le ha nevado encima todo el invierno y le ha llovido toda la primavera; pero estaba despierto. Cuando la vio, una sonrisa muy dulce le iluminó la cara.
—Dame la mano —susurró.
Bitterblue se la dio, pequeña y fuerte. Las de él eran largas, bonitas, con las uñas bordeadas de tinta. Y débiles. Bitterblue utilizó su propia fuerza para mover la mano hacia donde él tiraba. Teddy se llevó los dedos a los labios y se los besó.
—Gracias por lo que hiciste —musitó—. Siempre he sabido que nos traerías suerte, Chispas. Tendríamos que haberte llamado, así, Suerte.
—¿Qué tal estás, Teddy?
—Cuéntame un relato, Suerte —siguió hablando en un susurro—. Cuéntame una de las historias que has oído.
En su mente solo había una: la historia de la huida de la princesa Bitterblue de la ciudad, ocho años antes, con la reina Cinérea, que, arrodillada en un campo de nieve, abrazó a la princesa muy fuerte y la besó. Y entonces le dio un cuchillo y le dijo que siguiera adelante, que aunque solo era una niña pequeña tenía el corazón y la mente de una reina, con la fuerza y el coraje necesarios para sobrevivir a lo que estaba por llegar.
Bitterblue retiró la mano de las de Teddy, se apretó las sienes y las masajeó mientras respiraba de forma regular para sosegarse.
—Te contaré la historia de una ciudad donde el río salta al vacío y vuela —le dijo.
Pasado un tiempo, Zaf la sacudió por el hombro. Bitterblue se despertó sobresaltada y descubrió que dormitaba en la dura silla, con el cuello doblado y dolorido por la postura forzada.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
—¡Chitón! —dijo Zaf—. Estabas gritando, Chispas, y casi despiertas a Teddy. Supongo que tenías una pesadilla.
—Oh. —Entonces fue consciente de sufrir un dolor de cabeza monumental. Alzó las manos hacia las coletas enroscadas para soltarlas, las destejió y se frotó el dolorido cuero cabelludo. Teddy dormía cerca; la respiración del joven sonaba como un suave silbido. Tilda y Bren subían la escalera hacia el piso de arriba.
—Creo que soñaba que mi padre me enseñaba a leer. Y me daba dolor de cabeza —explicó Bitterblue de forma evasiva.
—Eres muy rara —opinó Zaf—. Ve a dormir en el suelo, junto a la lumbre, Chispas. Y sueña algo bonito, como los bebés. Te traeré una manta y te despertaré antes del amanecer.
Bitterblue se acostó y se quedó dormida. Soñó que era un bebé en brazos de su madre.
B
itterblue corrió de vuelta al castillo bajo un gris y cargado amanecer. Se adelantó al sol y llegó a palacio con la ferviente esperanza de que Po no estuviera planeando dejarla sin desayuno otra vez.
Encuentra algo útil en lo que ocupar la mañana
. —Dirigió el pensamiento a su primo mientras se acercaba a sus aposentos—.
Como, por ejemplo, realizar una heroicidad delante de una gran audiencia. Empuja a un niño y tíralo al río cuando no te esté mirando nadie y después rescátalo
.
Al entrar en el distribuidor se dio de bruces con Raposa, que se encontraba en el recibidor limpiando el polvo con un plumero.
—Oh. —Bitterblue pensó con rapidez, pero no se le ocurrió nada parecido a una disculpa creativa—. Mierda.
Los ojos de distintas tonalidades grises de Raposa observaron con calma a la reina. La graceling llevaba una capucha igual que la anterior, la misma con la que Bitterblue se cubría en ese momento. La diferencia entre la otra mujer y ella era manifiesta: Raposa, alta y atractiva, sin nada de lo que avergonzarse; ella, menuda, poco agraciada, con aire de culpabilidad y no muy limpia precisamente.
—Majestad —saludó Raposa, que añadió—: No se lo diré a nadie.
—Oh, gracias. —Bitterblue casi estaba mareada de puro alivio—. Te lo agradezco.
Raposa inclinó la cabeza, se apartó a un lado y sanseacabó.
Al cabo de unos minutos, ya metida en la bañera, Bitterblue oyó el repiqueteo de la lluvia en los tejados del castillo.
Dio gracias a los cielos por esperar hasta que ella hubiera llegado a casa para que las nubes empezaran a descargar agua.
La lluvia resbalaba por los inclinados tejados de cristal de la torre de su despacho y se precipitaba por los canalones.
—¿Thiel?
El consejero se encontraba a su mesa de trabajo; su pluma chirriaba al deslizarse por el papel.
—¿Sí, majestad?
—Thiel, me inquietan algunas cosas que lord Danzhol dijo después de que te dejara sin conocimiento.
—Oh. —Thiel dejó la pluma, se acercó al escritorio y se detuvo frente a ella, muy preocupado—. Lo lamento mucho, majestad. Si me cuenta qué dijo ese hombre, estoy seguro de que podremos resolverlo.
—Danzhol era algo así como un compinche de Leck, ¿no es cierto?
Thiel parpadeó.