También se preguntó qué hacía tan al norte de Porto Mon y, de nuevo, cuál sería su gracia. A juzgar por el moretón en el ojo y que tenía en carne viva uno de los pómulos, por lo visto no se había peleado esa noche, pero la última refriega debía de haber sido bastante reciente.
Cargado con una jarra en cada mano, Teddy se abrió paso entre las mesas y le tendió una a Zaf. Se sentó al lado de Bitterblue, lo cual significaba que, como su banqueta estaba metida en un rincón, la tenían atrapada.
—Lo cortés sería que nos dijeras tu nombre, ya que te dije los nuestros —murmuró Teddy.
A Bitterblue no le importaba tanto la proximidad de Zaf cuando Teddy estaba cerca; tan cerca que le veía manchas de tinta en los dedos. Teddy tenía la apariencia de un librero, o un escribiente o, al menos, la de una persona que no se transformaba de repente en un renegado.
—¿Acaso es cortés que dos hombres atrapen a una mujer en un rincón? —respondió en voz queda.
—Teddy te haría creer que lo hacemos por tu propia seguridad —intervino Zaf, cuyo acento era lenita, sin discusión—. Pero estaría mintiendo: es simple desconfianza. No nos fiamos de la gente que viene disfrazada a los salones de relatos.
—¡Oh, venga ya! —protestó Teddy lo bastante alto para que un par de hombres que había cerca le mandaran callar—. Habla por ti —añadió en un susurro—. En cuanto a mí, ella me preocupa. Se montan peleas. Hay lunáticos por las calles. Y ladrones.
—Conque ladrones, ¿eh? —Zaf resopló con sorna—. Si dejaras de parlotear oiríamos el relato de ese fabulador. Esa historia significa mucho para mí.
—¿Parlotear? —repitió Teddy, y sus ojos resplandecieron como estrellas—. «Parlotear». He de añadirlo a mi lista. Me parece que se me había pasado por alto.
—Qué irónico —repuso Zaf.
—Oh, «irónico» no se me ha pasado por alto.
—Quiero decir que es irónico que se te pasara por alto «parlotear».
—Sí —dijo Teddy, enojado—, supongo que sería como si a ti se te pasara por alto la oportunidad de partirte la crisma fingiendo ser el príncipe Po renacido. Soy escritor —añadió, volviéndose hacia Bitterblue.
—Cierra el pico, Teddy —espetó Zaf.
—E impresor —continuó Teddy—, lector, corrector. Lo que quiera que la gente necesite, con tal de que tenga que ver con las palabras.
—¿Corrector? —repitió Bitterblue—. ¿De verdad la gente te paga por corregir cosas?
—Traen cartas que han escrito y me piden que las convierta en algo legible —explicó Teddy—. Los iletrados me piden que les enseñe a firmar con sus nombres en los documentos.
—¿Y deberían firmar documentos si son iletrados?
—No, probablemente no, pero lo hacen, porque se lo exigen los caseros o los patrones, o acreedores en los que confían porque no leen lo bastante bien para saber que no deberían fiarse de ellos. Por eso también presto servicios como lector.
—¿Hay muchos iletrados en la ciudad?
—¿Tú qué opinas, Zaf? —preguntó Teddy a la vez que se encogía de hombros.
—Calculo que treinta personas de cada cien saben leer —repuso Zaf, con los ojos fijos en el fabulador—. Y tú hablas demasiado.
—¡Un treinta por ciento! —exclamó Bitterblue, porque no era esa la estadística que había visto—. ¡Seguro que tiene que ser más!
—O eres nueva en Monmar, o todavía estás sumergida en el hechizo del rey Leck. Quizá vives en un agujero en el suelo y solo sales por la noche —le contestó Teddy.
—Trabajo en el castillo de la reina —dijo Bitterblue, que improvisó sobre la marcha—. Y supongo que estoy habituada a las costumbres del castillo. Todos los que viven bajo su techo saben leer y escribir.
—Mmmmm… —Teddy frunció el entrecejo, dubitativo, al oír eso—. Bueno, casi toda la gente de la ciudad sabe leer y escribir lo bastante para desempeñar las funciones de su trabajo. Un herrero sabe leer un pedido de cuchillos, y un granjero sabe cómo marcar en las cajas «judías» o «maíz». Pero el porcentaje de los que entenderían este relato si se lo entregaran en papel —añadió Teddy, ladeando la cabeza hacia el narrador, o fabulador, como le había llamado Zaf—, probablemente se acercaría más al que Zaf ha dicho. Es otro de los legados de Leck. Y uno de los acicates para trabajar en mi libro de palabras.
—¿Libro de palabras?
—Oh, sí. Estoy escribiendo un libro de palabras.
Zaf tocó a Teddy en el brazo. Al instante, casi antes de que Teddy hubiera acabado la frase, se marcharon. Tan deprisa que a Bitterblue no le dio tiempo a preguntar si existía algún libro escrito que no fuera un libro de palabras.
Cerca de la puerta, Teddy se volvió y le dirigió una mirada que parecía una invitación. Ella rehusó con la cabeza e intentó no delatar su exasperación, porque estaba segura de que acababa de ver a Zaf apoderarse de algo que un hombre llevaba debajo del brazo y guardárselo en una manga de la camisa. ¿Qué sería esta vez? Le había parecido un rollo de papeles.
¿Qué más daba? Fuera lo que fuese lo que esos dos se traían entre manos, no era nada bueno, y ella iba a tener que decidir qué hacer respecto a ellos.
El fabulador dio inicio a otro relato. Bitterblue tuvo un sobresalto al descubrir que era, de nuevo, la historia de los orígenes de Leck y su ascenso al poder. El narrador de esta noche lo contó un tanto diferente a como lo hizo el anterior. Escuchó atenta, con la esperanza de que este hombre contara algo nuevo, una imagen o alguna palabra que faltaba, una llave que entrara en una cerradura y abriera una puerta tras la cual todos sus recuerdos y todas las cosas que le habían contado cobraran sentido.
El carácter sociable de los dos jóvenes —o más bien el de Teddy— la había ayudado a armarse de valor. Al mismo tiempo, actuar así la aterraba, aunque no tanto como para impedir que los buscara las noches siguientes.
«Son ladrones», se recordaba cada vez que se cruzaban sus caminos en los salones de relatos, se saludaban e intercambiaban unas palabras. «Miserables, ingratos ladrones, y que intente encontrarme con ellos es peligroso».
Agosto llegaba a su fin.
—Teddy —dijo una noche cuando los dos se acercaron a ella y se apiñaron en el oscuro y abarrotado sótano de un salón de relatos, cerca de los muelles de la plata—. No entiendo lo de tu libro. ¿No son todos los libros de palabras?
—He de decir que, si vamos a encontrarnos tan a menudo, y dado que tú puedes llamarnos por nuestro nombre, nosotros deberíamos tener un nombre para dirigirnos a ti —respondió Teddy.
—Llámame por el que gustes.
—¿Has oído eso, Zaf? —A Teddy se le iluminó el semblante—. Un desafío de palabras. Mas ¿cómo hemos de proceder si no sabemos lo que hace para ganarse el pan ni cuál es su aspecto debajo de esa capelina?
—Tiene parte de lenita —manifestó Zaf sin apartar la vista del fabulador.
—¿De veras? ¿Lo has visto? —preguntó Teddy, impresionado, y se agachó en un intento fallido de ver mejor el rostro de Bitterblue—. Bien, pues, en tal caso, deberíamos darle un nombre de color. ¿Qué tal Rojoverdeamarillo?
—Eso es lo más estúpido que he oído en mi vida. Como si fuera una especie de pimiento.
—Vale, ¿y qué tal Caperuza Gris?
—Para empezar, la capucha es azul y, en segundo lugar, no es una abuela. Dudo que tenga más de dieciséis años.
Bitterblue estaba harta de que Teddy y Zaf la despachurraran entre los dos para mantener una conversación en susurros respecto a ella, prácticamente en sus narices.
—Tengo la misma edad que vosotros —protestó, aunque sospechaba que no era así—. Y soy más lista. Y probablemente soy capaz de luchar tan bien como cualquiera de vosotros dos.
—Lo que es su personalidad no tiene nada de gris —dijo Zaf.
—Y tanto que no —convino Teddy—. Tiene mucha chispa.
—Entonces, ¿qué tal Chispas?
—Perfecto. Así pues, ¿sientes curiosidad por mi libro de palabras, Chispas?
La ridiculez del nombre le escocía, la azoraba y la molestaba a partes iguales; ojalá no les hubiese dado carta blanca para elegirlo, pero lo había hecho, así que no tenía sentido protestar.
—Sí, me interesa —respondió.
—Bueno, supongo que sería más preciso decir que es un libro sobre palabras. Se conoce como «diccionario». Son pocos los intentos para hacer uno. La idea es hacer una lista de palabras y después escribir una definición para cada una de ellas. «Chispa» —enunció con grandilocuencia—: una porción pequeña de fuego, como en «una chispa saltó del horno y prendió fuego a las cortinas». ¿Lo entiendes, Chispas? Una persona que lea mi diccionario podrá aprender el significado de todas las palabras que existen.
—Sí, he oído hablar de esos libros —comentó Bitterblue—. Solo que, si se utilizan palabras para definir palabras, entonces uno no necesita realmente saber las definiciones para entenderlas, ¿no?
El regocijo de Zaf parecía ir en aumento.
—Y así es como Chispas, de un plumazo, se ha cargado el maldito libro de palabras de Teddren.
—Bueno, vale —dijo Teddy con la voz paciente de quien ya ha tenido que defender sus argumentos sobre el asunto en cuestión—. En abstracto, es cierto. Pero en la práctica, estoy convencido de que será muy útil, y mi intención es que sea el diccionario más concienzudo que se haya escrito. También estoy escribiendo un libro de verdades.
—Teddy, ve a pedir otra ronda —dijo Zaf.
—Zafiro me dijo que lo viste robar —le dijo Teddy a Bitterblue con absoluta despreocupación—. No lo malinterpretes. Solo recobra lo que antes ha sido…
En ese momento, Zaf lo asió por el cuello con una mano y a Teddy se le atragantaron las palabras. Zaf no dijo nada y se limitó a mantenerlo sujeto por la garganta al tiempo que lo fulminaba con la mirada.
—… robado —farfulló Teddy—. Creo que iré a por otra ronda.
—Ganas me dan de matarlo —rezongó Zaf, que siguió con la mirada a su amigo—. Puede que lo haga después.
—¿A qué se refería con que solo robas lo que ha sido robado antes?
—En lugar de eso, hablemos de tus hurtos, Chispas —argumentó Zaf—. ¿Le robas a la reina o solo a los pobres diablos que quieren echar un trago?
—¿Y qué me dices de ti? ¿Robas solo en tierra firme o también lo haces en alta mar?
Su salida consiguió que Zaf se echara a reír bajito, algo que Bitterblue no le había visto hacer hasta entonces. Se sintió muy orgullosa de sí misma. El joven sostuvo la copa entre las manos y recorrió el salón con la mirada; se tomó con calma darle una respuesta.
—Me criaron marineros lenitas en un barco lenita —admitió por fin—. Y que le robe a un marinero es tan improbable como que me clave un clavo en la cabeza. Mi verdadera familia es monmarda, y hace unos pocos meses vine aquí para pasar algún tiempo con mi hermana. Conocí a Teddy, y me ofreció un trabajo en su imprenta, que es una buena ocupación hasta que me entren ganas de marcharme otra vez. Y ya está. Esa es mi historia.
—Faltan bastantes fragmentos —dijo Bitterblue—. ¿Por qué te criaron en un barco lenita si eres monmardo?
—De la tuya faltan todos —repuso Zaf—. Y no doy mis secretos a cambio de nada. Si me identificaste como un marinero, entonces es que has pasado un tiempo en un barco.
—Tal vez —replicó con irritación.
—¿Tal vez? —repitió Zaf, divertido—. ¿Qué trabajos haces en el castillo?
—Horneo pan en la cocina —fue la respuesta de Bitterblue, que esperó que él no le hiciera preguntas sobre cosas concretas de la cocina, ya que no recordaba haberla visto nunca.
—¿Y es lenita tu madre o tu padre?
—Mi madre.
—¿Trabaja también contigo?
—Ella cose para la reina. Bordados.
—¿La ves a menudo?
—Cuando estamos trabajando no, pero vivimos en las mismas habitaciones. Nos vemos todos los días por la mañana y por la noche.
Bitterblue enmudeció para recobrar el aliento. Estaba soñando despierta y le parecía una hermosa ilusión, una que podría ser verdad. A lo mejor había una joven panadera en el castillo con su madre, que estaba viva, y que durante el día la llevaba en el pensamiento y la veía de noche.
—Mi padre era un fabulador monmardo —prosiguió—. Un verano viajó hasta Lenidia para narrar relatos y se enamoró de mi madre. Se la trajo a vivir aquí. Murió en un accidente, con una daga.
—Lo siento —dijo Zaf.
—Ocurrió hace años —contestó Bitterblue con voz entrecortada.
—¿Y por qué una joven panadera se escabulle de noche para robar el dinero de una copa? Es un poco peligroso, ¿no?
Bitterblue suponía que la pregunta tenía que ver con su constitución menuda.
—¿Alguna vez has visto a lady Katsa de Terramedia? —inquirió con aire malicioso.
—No, pero todo el mundo conoce su historia, desde luego.
—Es peligrosa sin ser grande como un hombre.
—Muy cierto, pero ella es una luchadora dotada con la gracia.
—Les ha enseñado a muchas chicas de esta ciudad a luchar. Me enseñó a mí.
—Entonces la conoces. —Zaf soltó la copa en la repisa y se volvió hacia ella con los ojos relucientes de interés—. ¿Conoces también al príncipe Po?
—A veces viene al castillo —respondió Bitterblue al tiempo que hacía un gesto vago con la mano—. A lo que voy: soy capaz de defenderme.
—Pagaría por verlos combatir a cualquiera de ellos —dijo Zaf—. Y pagaría en oro por verlos luchar el uno contra la otra.
—¿Oro tuyo o el de otra persona? Creo que eres un graceling dotado para robar.
A Zaf pareció divertirle muchísimo esa acusación.
—No estoy dotado para robar —contestó sonriente—. Y tampoco soy un graceling que lee la mente de otros, pero sé por qué te escabulles de noche: nunca te cansas de oír relatos.
En efecto. No se cansaba de oír narrar historias. Ni de las charlas con Teddy y con Zaf, porque eran igual que los relatos, que las calles y los callejones y los cementerios de noche, que el olor a humo y a sidra, que los edificios decrépitos, que los gigantescos puentes elevándose hacia el cielo que Leck había hecho construir sin razón aparente.
«Cuanto más veo y más oigo, más consciente soy de lo mucho que ignoro. Quiero saberlo todo».
E
l ataque en el salón de relatos que tuvo lugar dos noches después la pilló completamente desprevenida.
Incluso en los segundos que siguieron inmediatamente después del ataque, Bitterblue no fue consciente de lo que ocurría, y se preguntó por qué Zaf se ponía delante de ella en un gesto protector al tiempo que asía el brazo de un hombre encapuchado, y por qué Teddy se apoyó en Zaf, vacilante y con aspecto de sentirse mal. La pelea fue tan silenciosa y los movimientos tan controlados y feroces que, cuando por fin el encapuchado se dio a la fuga y Zaf susurró «Deja que Teddy se apoye en tu hombro y actúa con normalidad. Solo está borracho», Bitterblue creyó que era cierto y que Teddy había bebido más de la cuenta. Hasta que salieron del salón, sosteniendo el peso de Teddy entre los dos, no comprendió que el problema no era que estuviera ebrio, sino que tenía un cuchillo clavado en el abdomen.