Escribió una carta cifrada a Ror respecto al tema de las indemnizaciones y se la confió a Thiel, que la llevó con aire serio a su mesa. Era difícil calcular cuánto tardaba en llegar una carta a Burgo de Ror. Dependía por completo del barco que la llevara y del tiempo que hiciese. De darse las condiciones ideales, podría esperar respuesta al cabo de dos meses, es decir, a principios de noviembre.
Entre tanto, había que hacer algo respecto a Ivan en el distrito este. Pero Bitterblue no podía alegar otra vez que se había enterado de ese asunto a través de sus espías, o su credibilidad empezaría a perder consistencia. Tal vez si pudiera deambular por el castillo a diario, entonces sería razonable simular que había oído conversaciones por casualidad. Podría argumentar que quería tener un mayor conocimiento práctico general, familiarizarse más con todo.
—Thiel —empezó—, ¿crees que podría tener una ocupación que cada día requiriera salir de esta torre? ¿Aunque solo fueran unos cuantos minutos?
—¿Está intranquila, majestad? —preguntó el consejero, afable.
Sí, y también estaba distraída y con la mente muy lejos de ese despacho, en un callejón lluvioso, bajo una farola titilante, con un chico. Avergonzada, se llevó la mano al cuello enrojecido.
—Sí, lo estoy —admitió—. Y no quiero tener que pelearme cada día por lo mismo. Debes permitir que haga algo más que revolver papeles, Thiel, o me volveré loca.
—Es cuestión de encontrar tiempo para hacerlo, majestad, como bien sabe. Pero Rood dice que hoy se celebra un juicio por asesinato en la Corte Suprema —añadió Thiel con benevolencia al advertir su gesto de decepción—. ¿Por qué no va allí y ya buscaremos algo pertinente para mañana?
El acusado era un hombre conmocionado y tembloroso, con una historia de comportamiento irregular y un olor que Bitterblue fingió que no notaba. Había acuchillado a un hombre hasta matarlo, un completo desconocido, a plena luz del día y sin ninguna razón que pudiera explicar. Solo dijo que… sintió el impulso de hacerlo. Al no intentar siquiera negar los cargos, fue declarado culpable por unanimidad.
—¿Se ejecuta siempre a los asesinos? —preguntó Bitterblue a Quall, que estaba sentado a su derecha.
—Sí, majestad.
Bitterblue observó a los guardias que se llevaban al hombre tembloroso, atónita por la brevedad del juicio. Tan poco tiempo, tan pocas explicaciones, para condenar a muerte a un hombre.
—Esperad —dijo.
Los guardias que flanqueaban al condenado se detuvieron y le hicieron dar media vuelta para mirarla. Bitterblue observó con fijeza al hombre, cuyos ojos se volvieron hacia atrás al intentar mirarla y se le pusieron en blanco.
Era repulsivo y había hecho algo horrible, pero ¿nadie más tenía la sensación de que allí pasaba algo raro?
—Antes de que se ejecute a este hombre —dijo—, me gustaría que mi sanadora, Madlen, lo viera y determinara si está en su sano juicio. No quiero ejecutar a una persona incapacitada para pensar con raciocinio. No es justo. Y, como mínimo, insisto en poner más empeño y esfuerzo para dar con una razón que lo indujera a cometer un acto tan absurdo.
Ese mismo día, más tarde, Runnemood y Thiel se mostraron muy agradables con ella, si bien parecía haber tensión entre ambos y evitaban hablarse. Bitterblue se preguntó si habrían tenido algún rifirrafe. ¿Se pelearían sus consejeros entre ellos? No había presenciado ninguna riña hasta el momento.
—Majestad —dijo Rood casi a última hora de la tarde, cuando los dos se quedaron momentáneamente solos. Desde luego, Rood no estaba enfrentado con nadie. Había andado rondando por allí, sumiso, procurando evitar a la gente en general—. Me complace que su majestad sea tan buena persona —dijo.
Al oír aquello, Bitterblue se quedó estupefacta. Sabía que no era una buena persona. Además de ser ignorante en gran medida, estaba atrapada tras cosas inescrutables, atrapada tras cosas que sabía pero que no podía admitir saberlas, y era una mentirosa, cuando lo que deseaba era ser útil, racional, eficiente. Si se presentaba una situación de forma que lo que estaba bien y lo que estaba mal fuera evidente, entonces se aferraría a ella. El mundo ofrecía muy pocas cosas a las que anclarse para dejar pasar de largo una.
Ojalá que la reunión del Consejo fuera otra más.
A medianoche, Bitterblue se deslizó sigilosa escalera abajo y recorrió pasillos poco alumbrados hacia los aposentos de Katsa. Al aproximarse a la puerta, esta se abrió y apareció Po. Esos no eran los aposentos habituales de Katsa, que por lo general los escogía contiguos a los de Po, cerca de Bitterblue y de todos sus invitados personales, pero su primo, por alguna razón, había dispuesto que Katsa ocupara en esta ocasión unas habitaciones del ala sur del castillo y le había indicado a Bitterblue cómo llegar a ellas.
—Prima, ¿conoces la escalera secreta que hay detrás de la bañera de Katsa? —le preguntó.
Poco después, Bitterblue observaba estupefacta a Po y a Katsa meterse en la bañera. El cuarto de baño en sí era muy peculiar, revestido con brillantes azulejos de insectos de vivos colores que parecían tan reales que Bitterblue no se creía capaz de relajarse si tuviera que bañarse allí. Po alargó una mano hacia el suelo, detrás de la bañera, y apretó algo. Se oyó un pequeño chasquido y entonces un trozo de la pared de mármol, detrás de la bañera, se desplazó hacia atrás y dejó a la vista un umbral pequeño y bajo.
—¿Cómo lo descubriste? —preguntó Bitterblue.
—Hacia arriba conduce a la galería de arte, y hacia abajo, a la biblioteca —contestó Po—. Me encontraba en la biblioteca cuando lo descubrí. Y allí es donde vamos.
—¿Es una escalera?
—Sí. De caracol.
«Detesto las escaleras de caracol».
Todavía de pie en la bañera, Po le tendió la mano.
—Iré delante de ti —la tranquilizó—. Y Katsa estará detrás.
Tras unos minutos de apartar telarañas, inhalar polvo y estornudar, Bitterblue cruzó con esfuerzo una pequeña puerta en la pared, apartó a un lado un tapiz y entró en la biblioteca real. La puerta daba a un hueco amplio situado en alguna parte de la biblioteca, al fondo. Parecía un cuarto aparte porque estaba casi aislado al hallarse rodeado por las estanterías; estas, de madera maciza y oscura, eran tan altas como árboles y tenían el mismo olor húmedo, cargado y vivo de un bosque. Los libros, con encuadernaciones cobrizas, marrones y anaranjadas, parecían las hojas; el techo era alto y azul.
Bitterblue dio vueltas sobre sí misma. Era la primera vez que estaba en la biblioteca desde hacía muchísimo tiempo, tanto que casi se le había borrado de la memoria, pero era exactamente como la recordaba.
U
na extraña y reducida representación del personal del castillo se hallaba presente en la reunión. Helda, por supuesto, cuya presencia no sorprendió a Bitterblue; también estaba Ornik, el joven herrero de semblante solemne, ahora limpio de hollín; una mujer mayor de rostro curtido de estar a la intemperie, llamada Dyan, que le presentaron como su jardinera mayor; y Anna, una mujer alta, atractiva, de cabello oscuro y corto y facciones muy definidas, que por lo visto era la panadera mayor de las cocinas.
«En mi mundo imaginario, es mi jefa», pensó Bitterblue.
Por último, y lo más sorprendente, uno de los jueces de su Corte Suprema estaba presente.
—Lord Piper —saludó de manera sosegada Bitterblue—. Desconocía su propensión a derrocar monarquías.
—Majestad —saludó el hombre, que se enjugó la calva testa con un pañuelo y tragó saliva, incómodo. Su expresión parecía decir que la presencia de un caballo parlante en la reunión habría sido menos alarmante que la aparición de la reina. En realidad, los cuatro asistentes pertenecientes al personal del castillo parecían un poco asustados por su presencia.
—Algunos estáis sorprendidos de que la reina Bitterblue se haya reunido con nosotros —empezó a decir Po al grupo—. Debéis comprender que el Consejo está compuesto por familiares y amigos. Esta es la primera reunión que se celebra en Monmar y a la que hemos invitado a monmardos. No requerimos que la reina se involucre en nuestras actividades, pero desde luego sería inverosímil que actuáramos en su corte sin su conocimiento ni su permiso.
En apariencia, esas explicaciones no apaciguaron a una sola persona del grupo. Rascándose la cabeza y con un atisbo de sonrisa, Po rodeó con el brazo a Bitterblue y enarcó una ceja a Giddon en un gesto elocuente. Mientras este conducía a los demás a través de una hilera de estanterías hacia un rincón oscuro, Po habló a la reina en voz baja, al oído, mientras los seguían:
—El Consejo es una organización de transgresores de la ley, Bitterblue, y para estos monmardos tú representas la ley. Todos han venido a escondidas esta noche y se han encontrado cara a cara con su soberana. Les costará un poco de tiempo adaptarse a ti.
—Lo comprendo muy bien —contestó con voz inexpresiva, lo que provocó que Po resoplara.
—Sí. Bien —continuó su primo—. Deja de poner nervioso a Piper a propósito solo porque no te cae bien.
La alfombra allí era gruesa, de burda lana en color verde. Cuando Giddon se sentó en el suelo y le indicó con un gesto a Bitterblue que hiciera lo mismo, los demás, tras vacilar un momento, formaron un círculo amplio y empezaron a sentarse. Incluso Helda se dejó caer pesadamente en la alfombra, sacó unas agujas de tricotar y ovillos de un bolsillo y se puso a tejer.
—Vayamos a lo importante —empezó Giddon sin más preámbulos—. Mientras que el derrocamiento de Drowden en Nordicia tuvo su origen en el descontento de la nobleza, en Elestia lo que se está considerando es una revolución popular. La gente se muere de hambre. De todos los reinos, el pueblo de Elestia es el más empobrecido por los impuestos que le exigen el rey Thigpen y sus lores. Por suerte para los rebeldes, nuestro éxito con desertores del ejército en Nordicia ha atemorizado a Thigpen. Les está apretando las tuercas a sus soldados, con severidad, y un ejército malcontento es algo que los rebeldes pueden aprovechar. Creo, y Po está de acuerdo, que hay suficiente gente desesperada en Elestia, así como suficiente gente inteligente y meticulosa, para que esto llegue a buen término.
—Lo que me asusta es que no saben lo que quieren —intervino Katsa—. En Nordicia, lo que hicimos en realidad fue raptar al rey por encargo de ellos, y después se estableció una coalición de nobles a los que ya habían elegido de antemano…
—Fue mil veces más complicado que eso —adujo Giddon.
—Lo sé. A lo que me refiero es a que allí había gente poderosa que tenía un plan —insistió Katsa—. En Elestia, gente que no tiene poder alguno sabe que no quiere al rey Thigpen, pero ¿qué es lo que quieren? ¿Al hijo de Thigpen o algún tipo de cambio radical? ¿Una república? ¿Cómo? No tienen nada ultimado, nada planificado para tomar posesión cuando Thigpen no esté. Si no tienen cuidado, el rey Murgon ocupará el país desde Meridia y Elestia pasará a llamarse Meridia Oriental. Y Murgon será un tirano por partida doble. ¿Es que eso no te asusta?
—Claro —respondió Giddon con frialdad—. Razón por la cual voy a votar a favor de responder a su petición de ayuda. ¿No estás de acuerdo?
—Totalmente —replicó Katsa, mirándolo furiosa.
—¿No es maravilloso estar todos juntos otra vez? —dijo Raffin mientras echaba un brazo sobre los hombros de Po y el otro alrededor de Bann—. Mi voto es sí.
—Y el mío —abundó Bann, sonriente.
—El mío también —dijo Po.
—Como sigas con ese gesto, se te va a anquilosar la cara, Katsa —comentó Raffin amablemente.
—A lo mejor me animo y hago algo para cambiarte la tuya, Raff —replicó ella.
—Me gustaría tener las orejas más pequeñas —sugirió Raffin.
—El príncipe Raffin tiene unas orejas muy bonitas —opinó Helda sin alzar la vista de la labor de punto—. Como las tendrán sus hijos. Los vuestros no tendrán orejas, mi señora —dijo con severidad a Katsa.
Katsa la miró de hito en hito, sin salir de su asombro.
—Me parece que no serán solo orejas lo que no tendrán sus hijos —empezó Raffin—, lo cual, estaréis de acuerdo, parece mucho menos…
—Muy bien —le interrumpió Giddon en voz alta, aunque tal vez no más de lo que las circunstancias justificaban—. En ausencia de Oll, el voto es unánime. El Consejo se involucra en el levantamiento popular elestino con el fin de derrocar a su rey.
Para Bitterblue era una declaración que requeriría cierto tiempo asumir. Los demás continuaron con los quiénes, cuándos y cómos, pero ella no era una de las personas que iba a entrar en Elestia con una espada ni a meter alegremente en un saco al rey Thigpen o comoquiera que decidieran hacerlo. Pensando que, tal vez, el herrero Ornik, la jardinera Dyan, la panadera Anna y el juez Piper se sentirían menos cohibidos con su contribución si ella no formaba parte del círculo, se puso de pie. Cortando los apresurados intentos de levantarse con un gesto de la mano, caminó entre las estanterías hacia el tapiz que colgaba delante del acceso por el que habían entrado. Abstraída, reparó en la mujer representada en el tapiz, vestida con níveas pieles en medio de la cruda blancura de un bosque, de ojos color verde como el musgo y cabello esplendoroso y llameante como una puesta de sol o como el fuego. La imagen era demasiado vívida, demasiado insólita para ser humana. Otro extraño objeto decorativo de Leck.
Bitterblue necesitaba reflexionar.
Un monarca era responsable del bienestar del pueblo al que gobernaba. Si lo perjudicaba con premeditación, merecía perder el privilegio de la soberanía. Pero ¿y un monarca que perjudicaba a su pueblo de forma involuntaria? Que lo perjudicaba por no prestarle ayuda. Por no arreglar sus casas. Por no compensarlo por sus pérdidas. Por no estar a su lado cuando lloraba la muerte de sus hijos. Por no dudar en enviar a los dementes o a los angustiados a su ejecución.
«Sí sé una cosa —pensó, fija la mirada en los ojos tristes de la mujer del tapiz—. No me gustaría que me destronaran. Sería tanto como si me desollaran o me descuartizaran».
»Y, sin embargo, ¿qué cualidades tengo como reina? Mi madre decía que poseía la fuerza y el coraje necesarios para serlo. Pero no es cierto, no hago nada útil. Mamá, ¿qué nos ocurrió? ¿Cómo es posible que tú estés muerta y yo sea soberana de un reino con el que ni siquiera puedo tener contacto?».
Posada en el suelo había una escultura de mármol, con el tapiz como telón de fondo. Representaba a una niña, quizá de unos cinco o seis años, cuya falda sufría una metamorfosis que la transformaba en hileras de ladrillos; la pequeña se estaba transfigurando en un castillo. Era evidente que esta era otra obra del mismo autor que la estatua de la mujer transmutándose en puma que había en el jardín de atrás. Uno de los brazos de la niña, alzado hacia el cielo, evolucionaba de forma progresiva a partir del hombro hasta adquirir la apariencia de una torre. En el tejado plano de esa torre, que tendría que haber sido la palma de la mano y donde deberían haber estado los dedos, había cinco guardias diminutos: cuatro con los arcos listos para disparar y uno con una espada enarbolada. Todos apuntaban hacia arriba, como si del cielo llegara alguna amenaza. Algo perfecto en la forma y absolutamente feroz.