Bitterblue (18 page)

Read Bitterblue Online

Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Bitterblue
7.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entonces Katsa se fue corriendo de vuelta a Po.

Mientras Bitterblue y Giddon caminaban a través del ala occidental del castillo hacia la salida más próxima a la herrería, él le explicó que la compensación por los robos de un monarca era una de las especialidades del Consejo.

—Su realización puede ser casi virtuosismo, majestad —dijo—. Por supuesto, cuando lo hacemos implica recurrir a artimañas, porque, a diferencia del caso del rey Leck, nuestros monarcas ladrones aún están vivos. Pero creo que si lo hiciera sentiría la misma satisfacción que nosotros.

A su lado, el noble era muy grande, tan alto como Thiel y más corpulento.

—¿Cuántos años tiene? —le preguntó sin rodeos tras decidir que las reinas tenían el privilegio de hacer preguntas entrometidas.

—Cumplí veintisiete el pasado mes, majestad —contestó él sin que pareciera molesto por la pregunta.

Así que todos eran más o menos de la misma edad: Giddon, Po, Katsa, Bann y Raffin.

—¿Desde cuándo es amigo de Katsa? —preguntó, al recordar de pronto, con una ligera indignación, que Katsa no le había saludado en el patio.

—Oh, unos… —calculó para sus adentros—, diez u once años. Me ofrecí como colaborador a Katsa y a Raffin tan pronto como empezó a funcionar el Consejo. Aunque la conocía antes de eso; la había visto en la corte muchas veces. Solía acudir a verla durante las prácticas.

—Entonces, ¿creció usted en la corte del rey Randa?

—Las posesiones de mi familia se hallan cerca de la corte, majestad. De muchacho, pasaba allí tanto tiempo como en casa. En vida, mi padre fue un gran amigo del rey.

—Sus prioridades difieren de las de su padre.

Él la miró sorprendido e hizo un sonido que tenía poco de jovial.

—En realidad no, majestad —dijo.

—Bueno, usted eligió el Consejo por encima de cualquier compromiso o lealtad para con Randa, ¿no es así?

—Me uní al Consejo más por la fascinación que ejercía en mí su fundadora que por otro motivo, majestad. Por Katsa y por la promesa de aventuras. No creo que me importase demasiado el propósito de la existencia de la organización. Por aquel entonces era uno de los matones de Randa más fiables.

Bitterblue recordó en ese momento que Giddon se encontraba entre los excluidos respecto a la gracia de Po. ¿Sería esa la razón? ¿Que era un matón? Pero Giddon era ahora uno de los mejores amigos de Po, ¿no? ¿Cómo se las arreglaba un hombre que era compinche de un mal rey para anular ese trato connivente mientras el monarca aún estaba vivo?

—¿Y ahora se siente identificado con el propósito del Consejo, Giddon? —preguntó.

Cuando él la miró a la cara, Bitterblue supo la respuesta antes de que se la diera.

—De todo corazón.

Entraron a un vestíbulo poco alumbrado en cuyos ventanales repicaba la lluvia. Había un par de guardias monmardos apostados a la entrada de una poterna. Cuando Bitterblue la cruzó se encontró en una terraza de pizarra cubierta que daba a un campo de bocas de dragón empapadas. Más allá de las flores se alzaba un edificio de piedra de planta achaparrada, con varias chimeneas por las que salía humo. El golpeteo musical de metal chocando con metal en diferentes tonos y ritmos sugería que habían tenido éxito en la búsqueda de la herrería.

—Giddon, ¿no ha sido un poco grosero que Katsa no le haya saludado ahora, en el patio? —quiso saber—. Hacía tiempo que no se veían, ¿verdad?

El hombre esbozó de repente una amplia sonrisa y luego se echó a reír.

—Katsa y yo no nos caemos muy bien —respondió.

—¿Por qué? ¿Qué le hizo usted?

—¿Y por qué tiene que ser algo que haya hecho yo?

—¿No lo es?

—Katsa es dada a albergar resentimiento durante años —contestó Giddon sin dejar de sonreír.

—Es usted quien parece inclinado a sentirse resentido —barbotó Bitterblue de forma acalorada—. Katsa es fiel y sincera. No le caería mal sin haber un motivo.

—Majestad, no era mi intención ofenderlas ni a usted ni a ella —dijo suavemente—. Si tengo coraje, es por haberlo aprendido de ella. Diría incluso que formar parte de su Consejo me ha salvado la vida. Puedo trabajar con Katsa tanto si me saluda como si no me saluda en el patio.

El timbre de la voz y las palabras lograron que Bitterblue recobrara el control. Aflojó los puños y se enjugó las palmas en la falda.

—Giddon, le pido perdón por mi salida de tono.

—Katsa tiene suerte de gozar de su leal amistad.

—Sí —dijo Bitterblue, turbada, e hizo un gesto de cruzar bajo el aguacero hacia la herrería, deseosa de poner fin a la conversación—. ¿Intentamos llegar de una carrera?

En cuestión de segundos, estaba calada hasta los huesos. El macizo de bocas de dragón se había anegado y una de las botas se le hundió profundamente en el barro; faltó poco para que se fuera de bruces al suelo. Cuando Giddon llegó a su lado y la sujetó por los brazos con el propósito de sacarla del atolladero, se le hundieron también los pies en el fango. Con una fugaz expresión de desastre inminente, el noble cayó hacia atrás, encima de las flores, con tan mala fortuna que, al tirar de ella, aunque la sacó del barro también la lanzó despatarrada por el aire.

Metida de bruces en las bocas de dragón, Bitterblue escupió lodo. Después de eso ya no tenía sentido guardar las formas. Cubiertos de barro y de bocas de dragón rotas, se ayudaron a levantarse el uno al otro; tambaleándose, riendo hasta quedarse sin resuello, llegaron al cobertizo que comprendía la mitad delantera del edificio de la herrería. Bitterblue reconoció al hombre que salía en ese momento pisando con fuerza. Era bajo, de rostro anguloso y gesto comprensivo; vestía el uniforme negro de la guardia monmarda, con galones plateados en las mangas.

—Espere —le dijo mientras intentaba quitarse el barro de la falda—. Usted es el capitán de mi guardia monmarda. El capitán Smit, ¿verdad?

Los ojos del hombre recorrieron con rapidez su aspecto mojado y sucio y a continuación hicieron otro tanto con Giddon.

—Así es, majestad —respondió con escueta corrección—. Es un placer verla, majestad.

—Ya lo creo. ¿Es usted quien decide el número de guardias que patrullan por las murallas?

—En último término sí, majestad.

—¿Y ha incrementado ese número hace pocos días?

—En efecto, majestad. Fue a consecuencia de las noticias de la agitación en Nordicia. De hecho, ahora que nos hemos enterado de que el rey de Nordicia ha sido destronado, es posible que incremente de nuevo el número de guardias, majestad. Ese tipo de noticias puede fomentar comportamientos violentos. La seguridad del castillo y la de su majestad son prioridad para mí.

Cuando el capitán Smit se hubo marchado, Bitterblue lo siguió con la mirada, fruncido el entrecejo.

—Ha sido una explicación perfectamente razonable —rezongó—. A lo mejor mis consejeros no me mienten.

—¿Y no es eso lo que quiere? —preguntó Giddon.

—¡Sí, claro, pero no dilucida mi rompecabezas!

—Si se me permite decirlo, majestad, no siempre es fácil seguirle la conversación a usted.

—Oh, Giddon —suspiró—. Si le sirve de consuelo, yo tampoco la sigo.

Otro hombre salió de la herrería en ese momento y se quedó parado, parpadeando y mirándolos. Era bastante joven y estaba manchado de hollín; llevaba enrolladas las mangas, que dejaban al aire los musculosos antebrazos, y sostenía en las manos la espada más grande que Bitterblue había visto en su vida. La hoja, reluciente como un relámpago, goteaba agua del pilón de templar.

—Oh, Ornik, qué buen trabajo —dijo Giddon, que fue hacia el herrero dejando tras de sí un rastro de bocas de dragón y cieno. Tomó la espada con mucho cuidado, probó cómo estaba equilibrada y le tendió la empuñadura a Bitterblue—. Majestad.

La longitud de la espada era casi igual a la altura de Bitterblue, y tan pesada que la joven reina tuvo que echar el resto con hombros y piernas para lograr levantarla. La movió con esfuerzo en el aire y la contempló llena de admiración, encantada con su brillo uniforme y la sencilla y excelente empuñadura, complacida con la solidez y el peso equilibrado que tiraba de ella hacia el suelo.

—Es muy hermosa, Ornik —afirmó, para añadir a continuación—: La estamos llenando de barro y es una verdadera lástima. —Después, ya que no se fiaba de ser capaz de bajarla sin golpear con la punta en el suelo de piedra, pidió—: Por favor, Giddon, ayúdeme. —Por último, se volvió hacia el herrero—. Ornik, hemos venido a encargar una espada para mí.

Puesto en jarras, Ornik se retiró un poco hacia atrás y observó la estructura menuda de la reina, recorriéndola con la mirada de arriba abajo como solo hacía Helda y únicamente cuando le estaba probando un vestido nuevo.

—Me gusta la solidez y quiero notar su peso, no soy endeble —dijo, a la defensiva.

—Eso ya lo he visto, majestad —contestó Ornik—. Permítame que le muestre varias posibilidades. Si no tenemos algo que le venga bien, diseñaremos algo que la satisfaga. Con su permiso.

Ornik hizo una reverencia y entró a la herrería. De nuevo sola con Giddon, Bitterblue lo observó con detenimiento y descubrió que le quedaban muy bien los manchurrones de barro en la cara. Parecía un hermoso barco de remos hundido.

—¿Cómo es que conoce a mis herreros por el nombre, Giddon? ¿Ha estado encargando espadas?

Giddon echó un vistazo a la puerta que daba al interior de la forja y luego bajó la voz al hablar:

—¿Po le ha hablado ya de la situación en Elestia, majestad?

—Sobre la de Nordicia sí, pero no de la de Elestia —respondió con los ojos entrecerrados—. ¿Qué es lo que pasa?

—Creo que ha llegado el momento de incluirla en las reuniones del Consejo. Tal vez en la que tendrá lugar mañana, si el horario de la jornada de su majestad se lo permite.

—¿Cuándo es?

—A medianoche.

—¿Adónde he de ir?

—A los aposentos de Katsa, creo, ahora que ella se encuentra aquí.

—De acuerdo. ¿Cuál es la situación de Elestia?

Giddon volvió a echar una ojeada al umbral de la forja y bajó aún más la voz.

—El Consejo prevé un levantamiento popular contra el rey Thigpen, majestad.

Se lo quedó mirando de hito en hito, estupefacta.

—¿Como en Nordicia? —preguntó tras superar el estupor.

—Como en Nordicia —ratificó el noble—. Y los rebeldes están pidiendo ayuda al Consejo.

Capítulo 10

E
sa noche, caminando a través del patio mayor sin hacer ruido, Bitterblue intentó asumir su desazón.

Confiaba en el trabajo que realizaban sus amigos, pero para ser un grupo de gente que afirmaba estar preocupada por su seguridad parecían haber adquirido la costumbre de fomentar levantamientos contra monarcas. En fin, mañana a medianoche vería qué era lo que se proponían hacer.

La lluvia había dado paso a la niebla para cuando llamó a la puerta de la imprenta en la calle del Hojalatero; gotitas infinitesimales le empapaban la ropa y el cabello de tal forma que goteaban como los árboles de un bosque. Pasó un poco de tiempo antes de que hubiera respuesta a su llamada y abrió Zaf, que le aferró un brazo y tiró de ella hacia el interior de la imprenta.

—¡Eh! ¡Quítame las manos de encima! —protestó al tiempo que intentaba echar un vistazo a la tienda, que estaba alumbrada con tanta intensidad que le hacía daño en los ojos.

Por la mañana, Zaf la había conducido también a toda prisa a través de la imprenta de camino a la puerta de la calle. Ahora, de noche, atisbó papel por todas partes, rollos y rollos, hojas y hojas; unas mesas altas se hallaban abarrotadas de objetos misteriosos; había una hilera de tarros llenos de lo que debía de ser tinta; y esa estructura enorme y de formas extrañas, situada en el centro de la tienda, chirriaba, daba golpetazos y apestaba a grasa y a metal. Todo resultaba tan fascinante que, de hecho, Bitterblue le pegó una patada a Zaf —no muy fuerte— para que dejara de tirar de ella y no la sacara de allí.

—¡Ay! —chilló él—. ¡Todo el mundo me zurra!

—Quiero ver la prensa —dijo Bitterblue.

—No tienes permiso para verla —replicó Zaf—. Como vuelvas a soltarme una patada, te daré otra a ti.

Tilda y Bren estaban juntas en la prensa y trabajaban amigablemente. Volvieron la cabeza al unísono para ver a qué venía el jaleo; luego se miraron y pusieron los ojos en blanco.

Un instante después Zaf tiraba de ella hasta la trastienda y cerraba la puerta tras ellos; ahora sí se fijó bien en él. Tenía un ojo tan hinchado que estaba medio cerrado, además de lucir un color purpúreo que tiraba a negro.

—Mierda —masculló Bitterblue—. ¿Qué te ha pasado?

—Una pelea callejera.

—Dime la verdad —exigió, poniéndose erguida.

—¿Por qué? ¿Es esta tu tercera pregunta?

—¿Qué?

—Si tienes que salir otra vez, Zaf —dijo Teddy con voz débil, desde la cama—, evita ir por la calle Callender. Las chicas me contaron anoche que un edificio se vino abajo y arrastró a otros dos en la caída.

—¡Tres edificios desplomados! —exclamó Bitterblue—. ¿Por qué se halla tan deteriorado el distrito este?

—¿Es esa tu tercera pregunta? —inquirió Zaf.

—Yo te responderé las dos preguntas, Suerte —se ofreció Teddy.

En respuesta a esto, Zaf se metió airado en otro cuarto y cerró de un portazo, indignado.

Bitterblue se acercó al rincón en el que se encontraba Teddy y se sentó con él en el pequeño círculo de luz. Había papeles desperdigados por toda la cama en la que yacía, y algunos habían resbalado y estaban tirados en el suelo.

—Gracias —dijo él cuando Bitterblue los recogió—. ¿Sabías que Madlen se pasó por aquí esta mañana para verme, Suerte? Dice que voy a vivir.

—Oh, Teddy. —Bitterblue apretó los papeles contra sí—. Eso es maravilloso.

—A ver, ¿querías saber por qué el distrito este se está cayendo a pedazos?

—Sí. Y por qué se han hecho algunas reparaciones tan extrañas. Como cosas rotas que se han repintado.

—Ah, sí. Bueno, resulta que es la misma respuesta para ambas preguntas. Es por el noventa y ocho por ciento de la tasa de empleo de la corona.

—¿Qué?

—Sabrás que la administración de la reina ha sido enérgica en cuanto a encontrar empleo para la gente, ¿no? Es parte de su filosofía de reactivación.

Bitterblue recordaba que Runnemood le había dicho que casi todos los ciudadanos tenían trabajo. A estas alturas, ya no se creía con tanta facilidad ninguna de sus estadísticas.

Other books

Imago by Celina Grace
Until the End of Time by Schuster, Melanie
My Last Best Friend by Julie Bowe
The Red Thread by Dawn Farnham
El viajero by Gary Jennings
The Hired Man by Dorien Grey
The Wood Queen by Karen Mahoney
Confessions of an Art Addict by Peggy Guggenheim