—¿A qué has venido, Deceso? —espetó Bitterblue.
—Muchas personas han olvidado las costumbres monmardas, majestad —insistió, obstinado, el bibliotecario—. Sobre todo los que vivían en el castillo, donde la influencia de Leck era más fuerte, así como entre los muchos que no saben leer, tanto ciudadanos como personal de la corte.
—Todos los que viven y trabajan en el castillo saben leer —le contradijo Bitterblue.
—¿De veras? —Deceso soltó un pequeño rollo de pergamino en el escritorio y, aprovechando el mismo movimiento, hizo una reverencia, consiguiendo de algún modo que el gesto pareciese una burla. Después dio media vuelta y abandonó el despacho.
—¿Qué ha traído? —preguntó Runnemood.
—¿Me has estado engañando respecto a las estadísticas de alfabetización, Runnemood?
—Por supuesto que no, majestad —contestó él, exasperado—. El castillo está alfabetizado. ¿Qué le gustaría hacer? ¿Otro estudio sobre el tema?
—Sí, otro estudio, tanto del castillo como de la ciudad.
—De acuerdo, otro estudio para disipar dudas por la difamación de un bibliotecario misántropo. Confío en que no espere de nosotros que proporcionemos pruebas cada vez que haga una acusación.
—Tenía razón con lo de los enterramientos —dijo Bitterblue.
Soltando el aire despacio, Runnemood habló con paciencia:
—Nunca hemos negado que fuera verdad lo de los enterramientos, majestad. Esta es la primera vez que discutimos sobre ello. Y bien, ¿qué es lo que ha traído?
Bitterblue deshizo el lazo que sujetaba el documento enrollado y el pergamino se desplegó ante ella.
—Solo otro mapa inútil —dijo mientras volvía a enrollarlo y lo dejaba a un lado.
Más tarde, cuando Runnemood se hubo ido para asistir a alguna reunión que había en algún lugar y Thiel se encontraba a su mesa de trabajo, de espaldas y con la mente en otra parte, Bitterblue se guardó el pequeño mapa en el bolsillo del vestido. No era un mapa inservible, sino una preciosa y suave miniatura de todas las calles principales de la ciudad, perfecta para llevarla encima.
Esa noche, en el distrito este, buscó el cementerio. Los caminos estaban alumbrados, aunque con luz tenue, y no había luna, por lo cual no distinguía lo que ponía en las inscripciones de las lápidas. Caminando entre muertos anónimos, intentó decidir en qué apartado colocar «incineración frente a enterramiento» en su lista de piezas del rompecabezas. Empezaba a sospechar que lo de hacer planes o actuar con «visión de futuro» significaba muy a menudo evitar planear o actuar, sobre todo si los planes o las ideas tenían que ver con cosas que podrían requerir cavilar mucho. ¿Qué había dicho Danzhol de que los fueros eran garantía de la discreta falta de atención de la reina? Lo indiscutible era que su falta de atención a Danzhol había tenido consecuencias desastrosas. ¿Había allí gente a quien debería estar observando con más atención?
Se tropezó en una tumba con la tierra suelta y amontonada. Era de alguien que había muerto hacía poco.
«Qué tristeza —pensó—. Hay algo tremendamente triste, pero también correcto, en que el cuerpo de una persona muerta desaparezca en la tierra». Pero también era triste quemarla. Y sin embargo, Bitterblue sentía en lo más hondo de su ser que incinerar a los muertos también era correcto.
«Nadie que amara a mamá se hallaba allí para llorar su muerte. Estaba sola cuando la incineraron».
Notaba los pies plantados en el suelo de esa tumba como si fueran raíces y ella un árbol incapaz de moverse del sitio; como si su cuerpo fuese una lápida, denso y pesado.
«La dejé atrás, sola, con Leck fingiendo llorar su muerte. No tendría que seguir sintiéndolo así —pensó con un repentino arranque de rabia—. Ocurrió hace años».
—¿Chispas? —dijo una voz detrás de ella.
Giró sobre sus talones y se encontró mirando el rostro de Zafiro. El corazón se le subió a la garganta.
—¿Por qué estás aquí? —chilló—. ¡Teddy!
—¡No! —negó Zaf—. No te preocupes, Teddy se encuentra bastante bien considerando que le han abierto la barriga.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Eres un ladrón de tumbas? —le preguntó.
—No seas tonta. —Zaf resopló con desdén—. Es un atajo. Eh, ¿te sientes mal, Chispas? Lamento si he interrumpido algo.
—No, no has interrumpido nada.
—Estás llorando.
—Desde luego que no.
—Vale —aceptó él sin insistir—. Será que la lluvia te ha mojado la cara.
En alguna parte, uno de los relojes de la ciudad empezó a tocar la medianoche.
—¿Adónde vas? —le preguntó Bitterblue.
—A casa.
—Vayamos juntos, pues —dijo.
—Chispas, no estás invitada.
—¿Vosotros incineráis a los muertos o los enterráis? —quiso saber sin hacer caso de lo último que él había dicho, mientras lo conducía fuera del cementerio.
—Bueno, depende de donde me encuentre, ¿no te parece? La tradición en Lenidia es quemar a los muertos en el mar. En Monmar, la costumbre es sepultarlos en la tierra.
—¿Cómo es que conoces las antiguas costumbres monmardas?
—Podría hacerte la misma pregunta; no se me habría pasado por la cabeza imaginar que las conocías. Excepto que nunca espero lo que sería de esperar contigo, Chispas —añadió, y una especie de desánimo se manifestó en su voz—. ¿Qué tal tu madre?
—¿Qué? —preguntó a su vez, sobresaltada.
—Espero que esas lágrimas no tuvieran nada que ver con tu madre. ¿Está bien?
—Oh, sí, está bien —respondió Bitterblue al recordar que era una panadera en el castillo—. La he visto esta noche.
—Entonces, ¿no pasa nada malo?
—Zaf, no todos los que viven en el castillo saben leer.
—¿Qué?
Bitterblue no sabía por qué había dicho eso ahora; no sabía por qué narices lo había dicho. No se había dado cuenta hasta ese momento de que creía que era verdad. Lo que pasaba era que necesitaba decirle a Zaf algo que fuera cierto, algo verídico y triste, porque las mentiras divertidas le parecían demasiado deprimentes y demasiado lacerantes esa noche, y se revolvían contra ella como alfileres.
—Te dije que todos los que estaban bajo el techo de la reina sabían leer —explicó—. Ahora… tengo dudas.
—Claro —dijo con cuidado—. Sabía que era una patraña cuando lo dijiste. Y Teddy también lo pensó. ¿Por qué lo admites ahora?
—Zaf —dijo parándose en mitad de la calle para mirarlo a la cara y preguntarle algo cuya respuesta necesitaba saber en ese momento—, ¿por qué robasteis esa gárgola?
—Ya —dijo él en tono divertido, aunque de un modo que no acababa de serlo—. ¿Cuál es tu juego esta noche, Chispas?
—Yo no juego a nada —contestó, abatida—. Solo quiero que las cosas empiecen a tener sentido. Toma. —Sacó un paquete pequeño que llevaba en el bolsillo y se lo puso en la mano con brusquedad—. Esto os lo manda Madlen.
—¿Más medicinas?
—Sí.
Contemplando absorto los fármacos, plantado justo en medio de la calle, Zaf parecía estar planteándose algo.
—¿Qué te parece un juego de una verdad por otra? —preguntó luego.
Aquello le pareció una idea terrible.
—¿Cuántos turnos?
—Tres, y ambos hemos de jurar que seremos sinceros. Tú lo jurarás por la vida de tu madre.
«Entonces bien —pensó—. Si me presiona demasiado podré mentir, porque mi madre está muerta. Él también mentiría si se sintiera presionado», añadió para sus adentros con obstinación, y en un tira y afloja con la otra parte de sí misma que se alzó para insistir en que un juego como ese debería disputarse de buena fe.
—De acuerdo —dijo—. ¿Por qué robasteis la gárgola?
—No, yo pregunto primero, porque el juego ha sido idea mía. ¿Eres una espía de la reina?
—¡Por todos los mares! —exclamó Bitterblue—. ¡No!
—¿Esa es toda la respuesta que vas a darme, un «no»?
Ella asestó una mirada iracunda a su sonriente contrincante.
—No espío para nadie, salvo para mí misma —contestó, y comprendió demasiado tarde que espiar para sí misma era, inevitablemente, espiar para la reina. Molesta al descubrir que ya había mentido, añadió—: Mi turno. La gárgola. ¿Por qué?
—Vaya. Sigamos andando —dijo él señalándole calle adelante.
—No puedes soslayar la pregunta.
—No la soslayo, solo intento encontrar una respuesta que no incrimine a terceros. Leck robaba —empezó, sobresaltándola por lo impredecible del enfoque—. Robaba todo cuanto deseaba: cuchillos, ropas, caballos o papel. Robó a los hijos de otros. Destruyó las propiedades de la gente. También contrató personas para construir los puentes y jamás les pagó. Contrató artistas para decorar su castillo y tampoco les pagó.
—Entiendo —musitó Bitterblue, analizando las implicaciones de tal manifestación—. ¿Robasteis una gárgola del castillo porque Leck nunca le pagó al artista que la creó?
—Esencialmente, sí.
—Pero… ¿qué habéis hecho con ella?
—Devolvemos las cosas a sus legítimos dueños.
—Entonces, ¿hay un artista que esculpe gárgolas en alguna parte y tú se las devuelves? ¿Y de qué le van a servir a él ahora?
—Ni idea —respondió Zaf—. Nunca he entendido que se utilicen gárgolas como adorno. Son espeluznantes.
—¡Son preciosas! —protestó ella, indignada.
—¡Vale! Como quieras —dijo Zaf—. Digamos que son escalofriantemente preciosas. Ignoro por qué las quiere. Solo nos pidió unas cuantas de sus favoritas.
—¿Unas cuantas? ¿Cuatro?
—Cuatro de la muralla oriental. Dos de la occidental y una de la meridional que aún no hemos conseguido robar y que posiblemente ahora no lo consigamos nunca. El número de guardias se ha incrementado en las murallas desde que robamos la última. Por fin deben de haberse dado cuenta de que faltan gárgolas.
¿Se habían dado cuenta porque ella se lo había hecho notar? ¿Y por qué iban a hacer tal cosa, si no creyeran que en realidad las estaban robando? Y si lo creían, ¿por qué le habían mentido?
—¿En qué estás pensando, Chispas? —preguntó Zaf.
—Así que la gente os pide cosas —repitió Bitterblue—. ¿Os piden objetos específicos que Leck robó y vosotros lo robáis de nuevo para ellos?
Zaf la observó. Había algo nuevo en la expresión del joven esa noche que por alguna razón la asustó. Sus ojos, por lo general duros y desconfiados, se habían suavizado al mirarle la cara, la caperuza y los hombros, como si se planteara algo sobre ella.
Supo lo que pasaba. Estaba decidiendo si fiarse o no de ella. Cuando rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y le tendió un pequeño envoltorio descubrió de repente que, fuera lo que fuese, no lo quería.
—No —dijo al tiempo que le apartaba la mano.
Obstinado, Zaf volvió a ponérselo en las suyas.
—Pero ¿qué te pasa? Vamos, ábrelo.
—Sería demasiada verdad, Zaf —insistió—. Nos pondría en desigualdad.
—¿Es esto una escena? —inquirió él—. Porque es una estupidez. Salvaste la vida a Teddy: nunca habrá igualdad entre nosotros. No es ningún secreto importante ni oscuro, Chispas. No te revelará nada que no te haya dicho ya.
Sintiéndose incómoda, pero contando con esa promesa, desató el envoltorio. Contenía tres papeles muy doblados. Se acercó a una farola. Se quedó plantada allí, más angustiada a medida que leía, porque los papeles le revelaban mil cosas que Zaf no le había dicho directamente.
Era un listado de tres páginas de extensión, compuesto por tres columnas. En la de la izquierda había una lista de nombres por orden alfabético, muy clara. La columna de la derecha era una lista de fechas, todas comprendidas entre los años del reinado de Leck. Los objetos listados en la columna central, cada cual supuestamente relacionado con el nombre de la izquierda, eran más difíciles de particularizar. Junto al nombre «Alderin, granjero», aparecía escrito: «3 perros de granja, 1 cerdo». Al lado de un segundo apunte con el nombre «Alderin, granjero», estaba escrito: «Libro:
El beso en las tradiciones de Monmar
». Junto al nombre «Annis, maestra», ponía: «Grettel, 9». Junto a «Barrie, fabricante de tinta: tinta de todo tipo, demasiada para cuantificar». Junto a «Bessit, escribiente»: «Libro:
Claves y códigos monmardos
; papel, demasiado para cuantificar».
Era un inventario. Salvo porque en la columna central de objetos descritos parecía haber tantos nombres de personas —«Mara, 11», «Cress, 10»— como libros, papel, animales de granja, dinero. Casi todas las personas inventariadas con el nombre eran de corta edad. Niñas.
Y eso no era todo lo que le revelaban esos papeles, ni muchísimo menos, porque Bitterblue reconoció la letra. Incluso el papel y la tinta. Uno se acordaba de esos detalles cuando había matado a un noble con un cuchillo; se acordaba de acusar al noble —antes de matarlo— de robar los libros y los animales de granja de los ciudadanos de su feudo. Se acercó la lista a la nariz sabiendo de antemano cómo olería el papel: exactamente igual que el fuero del pueblo de la ciudad de Danzhol.
Una solitaria pieza del rompecabezas encajó en su sitio.
—¿Esto es un inventario de lo que Leck robó? —preguntó con voz temblorosa.
—En este caso fueron otros quienes lo robaron, pero es evidente que lo hicieron por orden de Leck. Estos objetos entran en el tipo de cosas que a Leck le gustaba poseer, las niñas más que nada, ¿no te parece?
Pero ¿por qué Danzhol no se había limitado a confesar que había robado a la gente de su feudo por orden de Leck? ¿Que el origen de su ruina había sido la codicia del rey? ¿Por qué esconderse tras indirectas cuando podría haberse defendido con la verdad? Ella habría prestado oídos a esa defensa, sin importar lo loco que estuviera o lo repulsivo que fuera. Había supuesto que Leck se había llevado a gente del castillo, de la ciudad. A esas personas se hacía referencia en los relatos que contaban los fabulistas. Pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que llegó incluso a apoderarse de personas en los feudos distantes de sus nobles. Y eso no era todo.
—¿Y por qué tenéis que robar esas cosas para restituirlas a sus dueños? —instó, casi con desesperación—. ¿Por qué esta lista llegó a vuestras manos en lugar de llegar a las de la reina?
—¿Y qué podría hacer la reina? —preguntó Zaf a su vez—. Estos objetos fueron robados durante el reinado de Leck. La reina otorgó un indulto general de todos los delitos cometidos durante el reinado de su padre.
—¡Pero seguro que no habrá otorgado el perdón a los crímenes de Leck!