—No es culpa suya.
—Ah, no es culpa suya. ¿Estamos hablando del karma otra vez, o fue el espíritu de un árbol el que construyó ese magnífico malecón y obligó al sargento a utilizarlo para llevarse cualquier coche que valga más de mil dólares, apuesto a que en una de esas barcazas, a ese sitio en Bangkok adonde van los coches a reencarnarse, quizá a un monasterio budista?
—Es difícil explicártelo, pero de verdad que es un buen sistema.
—Creía que eras un
arhat,
un poli totalmente incorruptible.
—Y lo soy, pero tienes que tener en cuenta la verdad relativa. Antes de que hubiera guerras interminables entre los distritos, Jos coroneles incluso estuvieron a punto de matarse entre ellos. La única solución parecía ser que cada distrito tuviera su depósito.
—A ver si lo he entendido bien. Cuando había un único recinto que recibía los coches de toda la ciudad, era el distrito en el que estaba el depósito el que ganaba toda la pasta por vender los coches y sus componentes?
—Sí. Era mal asunto. Había peleas, tiroteos, bastantes muertos. Los beneficios que se sacan con los coches están muy bien, ¿ entiendes? Así que todo el mundo quería su parte. Entonces los policías se rebelaron. Polis de todo Krung Thep votaron para que el sargento Suriya fuera designado agente al cargo del depósito. Es un budista devoto y quizá casi un
arhat,
así que todo el mundo confía en él. Dedica las ganancias a obras de caridad, sobre todo para la Fundación de Viudas y Huérfanos de la Policía, y para ayudar a los agentes que tienen problemas de salud. Incluso hemos construido una nueva ala en el Hospital General de la Policía.
—¿Hemos?
—Todos estamos orgullosos de lo que hemos conseguido con esto. Hicimos una fiesta cuando acabaron el nuevo malecón. Esa grúa costó veinte millones de bahts. —Me estremezco un poco con el calor—. Se trata sólo de una forma distinta de hacer las cosas. Puedo entender que un occidental tenga problemas para comprenderlo.
La agente asiente sabiamente. Creo que mi país tiene un efecto de envejecimiento sobre ella, algo que no lamento del todo. Creo que debajo de esos ojos azules están apareciendo los primeros signos de sabiduría. Detecto las primeras señales de sentido del humor tailandés en su boca.
—¿No habría sido más fácil llamar al sargento Suriya y preguntarle directamente si seguía teniendo o no el coche? En Tailandia las cosas no se hacen así, ¿eh? No se admitirá nada hasta que la
farang
se harte de desenterrar la desagradable verdad. ¿Cómo puede ser que nadie se queje nunca? ¿La grúa se lleva un coche caro y el propietario no quiere que se lo devuelvan?
—Bueno, cuando el propietario aún está vivo, siempre le damos la oportunidad de recomprarlo.
—¿ Recomprarlo?
—Claro. Durante un periodo de tiempo concreto, por supuesto. Después, lo clasificamos como chatarra y el gobierno pasa a ser el propietario legal.
—Cuando dices el gobierno, te refieres a la poli, ¿no?
Nos levantamos los dos a la vez. Realmente hace demasiado calor para discutir.
—¿Quién si no?
Volvemos cansados al despacho, que está vacío. Desde la ventana vemos que Suriya conduce con pericia uno de los BMW hacia el malecón. Ya ha bajado la eslinga, y ahora el coche descansa sobre ella, a la espera de que lo eleven por los aires. Desde el otro lado del río, una barcaza de acero navega a contracorriente y se dirige al malecón. En cuanto el barco está amarrado, Suriya baja del coche para poner en funcionamiento la grúa. Recuerdo la6 historias que se contaban sobre la primera vez que el sargento intentó hacer funcionar esta grúa; al menos hay tres coches hundidos en el río, justo debajo del malecón. Ahora nadie lo creería, por la gran habilidad que demuestra tener al posar el coche sobre la barcaza.
Sale alegremente de un salto de la grúa para ir a por el segundo BMW. Jones observa con atención.
—Un BMW como ése, nuevo, cuesta como mínimo treinta mil dólares. Supongo que de segunda mano costará unos veinte mil. ¿Es lo que van a sacar con él? ¿En diez minutos hemos visto cómo la Fundación de Viudas y Huérfanos de la Policía ha aumentado sus arcas en cuarenta mil dólares? No está mal. ¿Lleva algún tipo de contabilidad?
—Qué va.
—Eso le incriminaría, ¿eh?
—No nos engaña.
—No, no creo que lo haga —dice sorprendida—. Volvamos a la ciudad, Sonchai, esta mañana mi curso de formación ha sido más intenso de lo habitual.
Cuando llego a la comisaría, la colección habitual de personajes llena la sala de espera. Los siguientes de la cola son tres monjes, después unos mendigos, una indigente, una joven de catorce años que tiene un aspecto increíblemente fresco y radiante para esta esquina castigada del mundo; quizá haya unos sesenta hombres y mujeres de todas las edades que visten poco más que harapos. Todo el mundo espera pacientemente con sus problemas diversos. Cuando pregunto en el mostrador, descubro que nadie ha oído hablar de Adam Ferral y que al sargento Ruamsantiah lo llamaron urgentemente para resolver un desastre de tráfico poco después de que yo me marchara de la comisaría y aún no ha vuelto. Cuando miro el reloj, veo que han pasado más de diez horas desde que metió a Ferral en el agujero.
El agujero es exactamente eso, una excavación circular en la parte de atrás de la comisaría de policía que se cavó originariamente para unos trabajos de fontanería o de construcción, que luego fueron descartados. Fue Ruamsantiah quien se encargó de que lo taparan con una trampilla reforzada con un candado. Sus habitantes dependen del encaje imperfecto de la tapa para poder respirar. Tardo unos minutos en encontrar la llave del candado y a alguien que me ayude a sacar al chico. Cuando lo hemos conseguido, me alivia ver que Adam Ferral aún puede caminar. Pero ya no es Adam Ferral quien habita este cuerpo. Se tambalea un poco antes de que le rodee con el brazo para ayudarle a entrar en el edificio y pasar a la sala de espera, donde choca contra el mostrador, y luego con los monjes, antes de que vuelva a cogerle de la mano y lo lleve a unas sillas vacías del fondo, donde lo siento. De repente, rompe a llorar emitiendo unos sollozos que le convulsionan el pecho. No se me ocurre otra cosa que darle palmaditas en la espalda y esperar. Sólo unas pocas personas de la sala de espera se vuelven para mirar y luego giran la cabeza de nuevo como si no estuviera pasando nada de extraordinario. Después de todo, estamos en el distrito 8. Ferral tarda diez minutos en calmar sus sollozos, y luego tira del alfiler que lleva en la ceja hasta que sale y me lo da.
—No tienes por qué hacerlo.
—No lo hago por ti ni por el sargento, tío. —Su voz es sorprendentemente fuerte y firme y, por lo que recuerdo, apenas se parece a la voz de esta mañana—. Cuando estaba en ese puto agujero de mierda prometí a Jesús, Dios, Krish— na, Mahoma, Zeus, al Buda y a cualquiera que me escuchara que si salía de ahí con la mente medio intacta, me lo sacaría. Mi viejo lo odia, dice que me desfigura la cara. Llevo dos años torturándole. Pero el aro de la nariz no me lo quito.
—Has estado en contacto con una buena colección de deidades.
—Más que en contacto —dice Ferral, mirando algo en la pared del fondo—. Llevo hablando con ellos diez putas horas. Me han ayudado, ya sabes, con lo otro. ¿Sabes?
—Sí —le digo—. Lo sé.
—¿Has estado ahí, eh?
—Sí.
Me da un golpecíto en el brazo.
—El Buda es genial, ¿verdad? Tiene un sentido del humor magnífico. ¿Te contó alguno de esos chistes suyos?
—No, creo que nunca hemos sido tan íntimos.
Ferral menea la cabeza.
—Me he partido el culo, tío. De verdad, me he partido el
culo.
Bueno, gracias por la experiencia.
—Espero leerla en Internet.
Ferral me mira como si hubiera cometido un sacrilegio y, tras ponerse en pie, se aleja tambaleándose en dirección a la
calle.
En mi mano, un alfiler. Le observo marchar no sin cierta envidia. En casi dos décadas de meditación, el Buda no me ha contado ni un solo chiste. Si lo hiciera posiblemente me pasaría riendo toda la eternidad.
Una vez en casa, pongo a Pisit. Su profesora preferida está respondiendo a la pregunta clásica de un oyente sobre qué efectos psicológicos tiene la prostitución en las mujeres y en qué tipo de esposas se convierten para esos pocos
farangs
que se casan con ellas.
—La prostitución envejece a las mujeres de un modo que en ese momento no perciben. No se debe al acto sexual, por supuesto, que es perfectamente natural y constituye un buen ejercido, sino al estrés emocional que supone sufrir un engaño tras otro. Después de todo, el cliente sólo está engañando a una persona cuando dice que lo que hace tiene algún sentido: a sí mismo. Pero la chica tiene que fingir con uno o más hombres cada noche. Ese estrés se refleja en los músculos faciales, tensándolos, dando a las prostitutas esa mirada dura que las ha hecho tan famosas pero, lo que es más importante, su mente va levantando una gran presa de resentimiento. Lo primero que hace una prostituta cuando encuentra a un hombre que está dispuesto a cuidar de ella es abandonar el papel de diosa del sexo y probablemente también sus encantos. Lo que ocurre siempre es que comete el error de dar por sentado que el cliente quiere casarse con la chica que realmente es, no con la fantasía, pese a que el hombre sólo conoce a la fantasía. Entonces, su físico experimenta un cambio dramático. Muchas chicas toman hormonas para aumentarse los pechos, pero los médicos les advierten que no pueden prolongar el tratamiento más de un año, debido al riesgo a padecer cáncer. Además, no hay ni una sola puta en Bangkok que no lleve unos zapatos de plataforma de quince centímetros. Regresar a la realidad puede resultar un shock: de una estrella del pomo alta y tetuda a una enana plana. No, las prostitutas no son buenas esposas como norma general, pero eso no tiene nada que ver con la fidelidad. Normalmente, lo último que quieren las chicas es una aventura extramatrimonial, en la que probablemente se esperaría de ellas que retomaran el papel de diosas del sexo. Lo que quieren es el derecho a ser irritables y a carecer de encanto, algo que perdieron cuando entraron en el juego.
Oyente:
—¿O sea que estos matrimonios no suelen durar?
—Es triste, pero no. La mayoría de chicas de los bares que se casan con sus clientes acaban otra vez en los bares al cabo de un par de años.
Pienso en él. En el ojo de mi mente, cuando entra en el bar de Pat Pong lleva el uniforme roto, tiene sangre en las mangas y una cicatriz en forma de guadaña desfigura de forma impresionante un lado de su rostro. Fue allí a relajarse del tormento de la guerra, a tomarse una cerveza y a buscar compañía femenina. Es un chico norteamericano de vida sana, no alquila prostitutas, ni siquiera cuando está de permiso, pero tres (o más) de sus colegas más íntimos murieron ayer (o anteayer) y todo hombre tiene un límite. Es joven, tendrá veintidós años, no más de veinticinco como mucho. La chica de dieciocho años que está detrás de la barra es más que guapa, tiene algo que él no sabía que estaba buscando: rebosa de una vitalidad que podría ser la única cura para esta sensación de pérdida que le impide seguir adelante. Es una cuestión de supervivencia, y no de lujuria, lo que le empuja a pagar su multa y llevársela al hotel. Ella puede jugar a ser una diosa del sexo tan bien como cualquier otra mujer, pero ha leído el corazón de este joven destrozado en el mismo momento en que ha entrado en el bar. No es fantasía lo que él quiere, sino salud. Ella utiliza su asombrosa fuerza para curarle, tanto que él está convencido de que no podrá vivir sin ella. Se hace necesario conservar algún recuerdo de su cópula misteriosa y sagrada. Deciden hacer un niño. Yo.
No eran el tipo de personas de las que habla la profesora. Había una guerra y sucedió hace treinta y dos años. Decido que la opinión de Pisit y de su invitada no son de fiar y apago la radio. En el silencio, pienso en Fatima. Seguramente la vida con la que sueña será casi igual que la mía. Es difícil pensar en una figura paterna mejor que Bradley.
—Nadie en este negocio ha visto el verdadero potencial que tiene la Viagra —me explica mi madre mientras se fuma un Marlboro Reds.
Estamos sentados en un puesto de comida después de almorzar sopa tom-yum, pescado frito, ensalada picante de anacardos, tres clases de pollo y fideos de arroz delgados en una calle de Pratunam. Nuestra mesa está ocupada por seis salsas distintas, botellas de cerveza, jengibre picado, cacahuetes fritos, chiles y rodajas de lima. Estamos a treinta centímetros del atasco, pero el puesto es famoso por la calidad de su curry de pato asado. Es tan famoso que el coronel de policía del distrito no osa registrarlo o limitarle el espacio a pesar de que las mesas y las sillas ocupan la mayor parte de la acera y obligan a los peatones a arriesgar sus vidas entre el tráfico. La cocina tailandesa es la más compleja, sutil, variable y, en general, la mejor del mundo. Deja flipados a los exigentes franceses y a los excéntricos chinos, aunque también hay que reconocer la calidad allí donde la hay: durante la única transacción de Nong en Japón (en Yokohama, con un gángster yakuza de modales impecables y migraña crónica que sólo podía aliviar practicando el sexo continuamente), al primer mordisco que di a la ternera Kobe perdoné lo de Pearl Harbor en vuestro nombre, farangs.
Protegida por un cortafuegos de chiles, nuestra cocina ha sido inmune a la corrupción que han sufrido otras grandes culturas culinarias debido a la influencia occidental, y la mejor comida aún puede encontrarse en hogares humildes y, en especial, en la calle. Todos los tailandeses son gourmets por naturaleza y los polis no hacen redadas en los mejores puestos de comida, si saben lo que les conviene.
—Supongo que no —grito por encima del ruido del tráfico.
—A ver, todo el mundo la conoce y los
farangs
saben que pueden comprarla sin receta en cualquier farmacia de Tailandia, pero todavía no hemos despertado al potencial de nuevos clientes que vendrán en masa.
—Parece que tú sí, madre.
—Piénsalo —grita—. Eres un
farang
de setenta años y en los últimos veinte años tu vida sexual ha pasado de ser sumamente aburrida a inexistente. Esperas morirte en los próximos diez años y durante los últimos cinco ni has pensado en el sexo. Has creído que estabas totalmente fuera de circulación y te has acostumbrado a que tu familia y seres queridos te vean como a un viejo estúpido y decrépito que debería tener la decencia de estirar la pata cuanto antes mejor para que puedan heredar la casa.