Bangkok, la ciudad de los templos y los burdeles, donde los monjes budistas con sus ropajes de color azafrán pisan el mismo suelo que los gánsters más violentos, donde los cuerpos están en venta o en alquiler, y el lugar donde tu manera de morir puede ser más importante que tu manera de vivir, es el escenario insustituible de esta novela. En esta ciudad se descubre el cuerpo de un marine norteamericano, asesinado mediante la mordedura de cobras y pitones. Dos policías locales se desplazan al lugar de los hechos y minutos más tarde sólo uno de ellos está vivo. Sonchai Jitpleecheep, el superviviviente, budista devoto, se propone descubrir el porqué de la muerte de su compañero. Para ello tendrá que recorrer las calles del distrito 8 de Bangkok.
John Burdett
Bangkok 8
ePUB v1.0
NitoStrad26.02.12
Título: Bangkok 8
Autor: John Burdett
Traducción: Escarlata Guillen Pont
Lengua de traducción: Inglés
Lengua: Español
Edición: abril 2004
ISBN 10: 84-96284-13-1
Bangkok es una de las ciudades importantes del mundo que, como ellas, también posee un barrio de prostitución que de vez en cuando se cuela en las páginas de alguna novela. La industria del sexo per cápita es menor en Tailandia que en Taiwán, Filipinas o Estados Unidos. Quizá sea más famosa porque los tailandeses son menos remilgados. La mayoría de los que visitan el país pasan unas vacaciones estupendas sin tropezarse con ningún indicio de sordidez.
En lo que respecta a una cuestión relacionada con este libro, es para mí una cuestión de honor decir que en mis innumerables visitas a Tailandia sólo he recibido muestras de sinceridad y cortesía por parte de la Policía Real tailandesa. Tampoco he tenido noticia nunca de que otros turistas occidentales hayan informado de lo contrario. Dicho esto, de la lucha valerosa del país contra esa corrupción endémica en todo el sureste asiático se han preocupado ya numerosos artículos periodísticos, investigaciones gubernamentales y proyectos de investigación académica realizados por respetados especialistas a lo largo de más de una década. Un novelista es un oportunista, y resultará obvio que no me he reprimido a la hora de adaptar muchas de estas historias por motivos narrativos; confío en que sabrán disculparme. Espero también que si algún policía tailandés tropieza con esas páginas frívolas vea en ellas un toque de humor y no de desprecio. Esta novela es un mero entretenimiento dentro de un género muy occidental, nada más. No pretendo ofender a nadie.
«Como todos los hombres de Babilonia, be sido procónsul;
como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles.
Miren: a mi mano derecha le falta el índice.»
La lotería en Babilonia, Jorge Luis Borges
«En todo el mundo no hay nadie que no lo agradezca como se agradece la razón.»
Confucio, hablando sobre el jade
El marine afroamericano del Mercedes gris morirá pronto a causa de las picaduras de una
Naja siamensis,
pero nosotros, Pichai y yo, todavía no lo sabemos (el futuro es impenetrable, dice el Buda). Estamos justo detrás de su coche, en el peaje de la autopista que va del aeropuerto a la ciudad, y es lo más cerca que hemos estado de él desde hace más de tres horas. Observo maravillado cómo una enorme mano negra con un grueso sello dorado en el dedo índice emerge por la ventanilla, aprisionando un billete de cien bahts entre el meñique y lo que nuestros adivinos llaman el dedo del sol. La mujer de la taquilla, que lleva una máscara, coge el billete, le devuelve el cambio y asiente con la cabeza a algo que el hombre le ha dicho, probablemente en un tailandés muy malo. Le digo a Pichai que sólo un tipo concreto de norteamericano
farang
inicia una conversación con las operadoras de una taquilla de peaje. Pichai gruñe y se desliza en el asiento para echar una cabezadita. Vigilancia tras vigilancia he comprobado que dormir es uno de los pasatiempos favoritos de mi gente.
—Ha recogido a alguien, a una chica —murmuro tranquilamente, como si no fuera una noticia impactante y una prueba clara de nuestra incompetencia. Pichai abre un ojo, luego otro, se incorpora y estira el cuello justo cuandoelMercedes de cinco puertas se aleja como una exhalación.
—¿Una puta?
—Mechones de pelo verdes y naranjas. Estilo afro. Camiseta negra de tirantes finos. Muy morena.
—Estoy seguro de que sabes de qué diseñador es la camiseta.
—Es una Armani falsa. Al menos Armani fue el primero que sacó la camiseta negra de tirantes finos. Después, le salieron muchos imitadores.
Pichai menea la cabeza.
—Entiendes mucho de ropa. Debe de haberla recogido en el aeropuerto, esa media hora que lo perdimos.
No digo nada ya que Pichai, mi mejor amigo y compañero de indolencia, vuelve a coger el sueño. Quizá no esté durmiendo, quizá medite. Es una de esas personas que ya ha tenido suficiente del mundo. Su repugnancia le ha llevado a ordenarse, y me ha designado a mí y a su madre para afeitarle la cabeza y las cejas, honor que nos permitirá volar a uno de los cielos del Buda agarrados a su túnica naranja en la hora de nuestra muerte. Ya veis lo arraigado que está el amiguismo en nuestra antigua cultura.
La verdad es que hay algo hipnotizante en la constitución de la cabeza y los hombros del marine negro que ha centrado toda mi atención. Al principio de la vigilancia, le he observado bajarse del coche en una gasolinera: es un gigante de formas perfectas y esa perfección lleva horas cautivándome, como si fuera una especie de Buda negro, el Hombre Perfecto, del cual el resto de nosotros somos sólo una imagen a escala con defectos horribles. Ahora que al fin me he percatado de ella, su puta tiene un aspecto eróticamente frágil a su lado, como si pudiera destrozarla sin querer como una uva contra el paladar, para eterno y extático agradecimiento de ella (ahora comprenderéis por qué no soy apto para la vida monástica).
Para cuando nuestro moribundo Toyota llega lentamente a la altura de la taquilla del peaje, el marine ha huido a quién sabe qué lecho celestial de placer en su Garuda último modelo.
—Le hemos perdido —le digo a mi querido Pichai. Pero Pichai también ha huido, dejando sólo su cuerpo inhabitado, que ronca en el asiento de al lado.
La
Naja siamensis
es la más espléndida de nuestras cobras escupidoras y puede que sea nuestra mascota nacional, por su belleza, encanto, sigilo y picadura mortal.
Naja,
por cierto, es una palabra que proviene del sánscrito y es una referencia al gran espíritu de la tierra, Naja, que protegió durante una terrible tormenta a nuestro Señor Buda mientras meditaba en el bosque.
La autopista elevada es la única carretera de la ciudad donde un Mercedes Serie E puede dejar atrás a un Toyota Eco, y conduzco sin esperanza ni prisa (que es cosa del diablo; la lentitud es cosa de Buda), sólo por conducir, sintiéndome fuera de lugar entre los vehículos de lujo cuyos propietarios pueden permitirse el peaje: Mercedes y BMW, cuatro por cuatro japoneses, más un montón de taxis con
farangs
en el asiento trasero. Pasamos volando por encima de los hoteles— burdeles del distrito Nana antes de tomar una salida hacia el primitivo atasco que hay abajo.
Nadie forma atascos como nosotros. En Sukhumvit con la Soi 4 el tráfico es denso en las cuatro direcciones. En este cruce hay una caseta para los guardias de tráfico que se supone que tienen que lidiar con el problema, pero ¿cómo mueven dos policías mal pagados un millón de coches apretados como mangos para la exportación? Los policías están dormidos tras el cristal y los conductores han desistido de seguir tocando los cláxones. Hace demasiado calor y hay demasiada humedad para tocar la bocina. Echo un vistazo a nuestras armas y pistoleras enmarañadas a los pies de Pichai, junto con la radio y la sirena portátil que adherimos al techo del coche las veces que por fin entramos en acción. Le doy un codazo a Pichai.
—Será mejor que llames y le digas que hemos perdido el objetivo.
Pichai ya ha adquirido la capacidad monástica de escuchar y comprender mientras duerme. Gruñe, se pasa la mano por el pelo negro azabache ya condenado que siempre le he envidiado y se inclina para coger la radio coreana de onda corta. Se produce un intercambio de interferencias y la conclusión poco sorprendente de que no podemos localizar al coronel de policía Vikorn, jefe del distrito 8.
—Llámale al móvil.
Pichai saca su móvil del bolsillo y le da a la tecla de marcación automática. Habla con nuestro coronel y se dirige a él en términos demasiado respetuosos para el lenguaje moderno (en algún lugar entre «don» y «mi señor»), escucha un momento y luego vuelve a guardarse el Nokia en el bolsillo.
—Va a pedir a Tráfico que colaboren. Si el
farang
negro aparece, Tráfico nos llamará por radio.
Subo el aire acondicionado y reclino el asiento. Intento poner en práctica la meditación introspectiva que aprendí hace años cuando era un adolescente y que llevo practicando de forma intermitente desde entonces. El truco está en captar los totales mientras cruzan a gran velocidad tu mente sin tratar de comprenderlos. Cada pensamiento es un cebo y si podemos evitar estos cebos puede que alcancemos el nirvana en una o dos vidas, en lugar de prolongar esta tortura interminable que es reencarnarse una y otra vez. Me interrumpen más interferencias procedentes de la radio (retengo,
interferencias, interferencias, interferencias
antes de abandonar la meditación). «Se informa que un
farang
negro en un Mercedes gris se ha detenido en Dao Phrya, en la salida de debajo del puente.» Pichai llamá al coronel, quien autoriza la sirena.
Espero mientras Pichai sale del coche, coloca la sirena en el techo, donde emite destellos de luz y gemidos sin causar ningún efecto sobre la congestión, y se dirige a la caseta, donde los guardias de tráfico están dormitando. Al mismo tiempo, se abrocha la pistolera y el arma y se mete la mano en el bolsillo para sacar su placa. Como tiene un alma más avanzada que la mía, no evidencia en ningún momento la repugnancia que le da el estar atrapado en esta contaminación llamada vida en la tierra. No desearía envenenar la mente de nadie. Sin embargo, golpea violentamente el cristal de la caseta con la mano y les grita que hagan el puto favor de despertarse. Hay sonrisas y una discusión caballerosa antes de que los chicos vestidos de marrón (dependiendo de la luz, el uniforme puede parecer verde botella) aparezcan para hacerse cargo de la situación. Se acercan a mí y se produce la reacción habitual cuando ven cómo soy. La guerra del Vietnam dejó muchos mestizos en Krung Thep, pero pocos decidimos hacernos polis.
Cada coche puede avanzar unos centímetros y nuestros compañeros dan muestras de una habilidad y astucia considerables para abrir un hueco. En un abrir y cerrar de ojos puedo subir el coche a la acera, donde la sirena aterroriza a los peatones. Pichai sonríe burlonamente. Soy un experto en conducción peligrosa gracias a los tiempos en que tomábamos drogas y robábamos coches juntos, una época dorada que llegó a su fin cuando Pichai mató a nuestro camello de
yaa baa
y tuvimos que buscar refugio en las Tres Joyas del Buda, el dharma y el sangha. Ya habrá tiempo en esta crónica para explicar eso del
yaa baa.