Bangkok 8 (23 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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Elijah es la reencarnación de un propietario de una plantación del sur que trataba bien a sus esclavos, pero que era incapaz de superar el racismo de su época. Se reencarnó dos veces en un afroamericano, ninguno de los cuales fue ilustre. De esas vidas arrastra un profundo resentimiento hacia el sistema que le ha llevado a ser un delincuente en ésta. Estas percepciones se me han revelado mientras se llena la boca de pieles de patata asada cenando en Sukhumvit. Hemos cruzado toda la ciudad porque es el único restaurante de estilo neoyorquino que conozco. Son las tres y veintiuno de la mañana, pero el
jet lag
de Elijah hace que esté fresco como una rosa. El restaurante, ahora que lo pienso, no es neoyorquino. El suelo es de arena y hay macetas con plantas, y chiles en el menú, pero Elijah no se ha dado cuenta y se come con un apetito voraz unas quesadillas.

—Verás, yo soy hijo de los sesenta. En esos tiempos lejanos un hombre negro tenía que decidirse a una edad muy temprana por el deporte, la religión, el jazz o la delincuencia. Mi hermano Billy nació cinco años después y las cosas ya habían empezado a cambiar. En aquel entonces me mató que mi hermano menor fuera un patriota. Sigo pensando que mi forma de ganarme la vida no me convierte en un delincuente. ¿Dónde está la víctima? Satisfago una demanda. ¿Qué puedo hacer si la psicología de la Norteamérica moderna ha creado la demanda de evadirse a cualquier precio, sobre todo entre los yuppies de raza blanca? Billy no lo veía igual, y la segunda vez que me metieron en la cárcel dejó de hablarme. Justo cuando yo me estaba convirtiendo en un buen estadounidense, Billy empezó a desarrollar la mentalidad
black power.
Supongo que siempre fue un poco lento. Incluso me habló de convertirse al islam. Quizá lo hizo, no me lo habría dicho porque a mí no me gustan los musulmanes y a mamá tampoco, es una negra de esas que van siempre a misa.

Elijah coge un muslo de pollo y se lo queda mirando un momento.

—¿Te habló alguna vez del jade? —le pregunto.

Pega un buen mordisco al muslo, lo mastica un poco y se lo traga.

—¿Del jade? Ah, vale, una piedra preciosa, de Laos o Birmania o por ahí, ¿no? Sí que lo mencionó. Era una especie de afición que tenía. No me habló demasiado de eso porque a mí no me gustan las joyas. Ésa era otra de sus historias. Los negros pueden llevar oro, perlas, lo que les apetezca, si lo hacen para presumir, no pasa nada. Pero Billy se tomó en serio lo de las joyas desde muy pequeño. Era superficial, ¿sabes a qué me refiero? Formaba parte de su superficialidad, y a mí no me gustaba.

—¿Sabes quién es Sylvester Warren? —Niega con la cabeza mientras roe el resto del hueso con los dientes—. Es un joyero y marchante de arte multimillonario, conoce a presidentes. Viene aquí una vez al mes.

Elijah se mantiene impasible. Vuelve a negar con la cabeza antes de empezar con los nachos. Con la boca llena, dice:

—Tenemos un montón de multimillonarios que tienen que marcharse de Estados Unidos para pasarlo bien. Las cosas ya no son como antes. Están los medios de comunicación, la policía del pensamiento, la vigilancia electrónica. Un tío blanco como ése, que conoce a presidentes, no puede permitirse ni mirar a su secretaria. No son tan abiertos de mente como nosotros los negros. Están realmente jodidos. No me extraña que ese Warren venga aquí cada mes. ¿ Conocía a Billy?

—Se escribían correos electrónicos.

—¿Crees que lo mató él?

Me encojo de hombros.

—A nadie se le ocurre ningún motivo.

Elijah deja el tenedor con la ensalada de patata para seguir hablando.

—A mí tampoco. Afrontémoslo, Billy se pasó la vida intentando ser tan imponente como su cuerpo, pero al final era un tipo insignificante, un sargento de los marines a quien le gustaba comprar coños baratos en los bares de go— gós del Tercer Mundo. No era lo bastante importante como para que un blanco rico lo matara.

—Dime una cosa. ¿A tu hermano le asustaban las serpientes más de lo normal?

—¿Más de lo normal? No lo sé. Supongo que a todos los negros de Harlem les asustan las serpientes. Ya hace unas cuantas generaciones que dejamos la selva africana. Por supuesto que le asustaban las serpientes, igual que a mí. Solía tomarle el pelo y decirle que si seguía adelante con lo de alistarse en el ejército le mandarían a las selvas del sureste asiático donde las boas constrictor vagan sueltas. Eso le asustaba, pero al final el tiempo me dio la razón.

—¿Tiene intención de vengar la muerte de su hermano, señor Bradley?

Mi pregunta, que a mí me parece del todo razonable, le ha dejado asombrado. Deja el tenedor y retira la silla medio metro para mirarme fijamente.

—¿Quieres decir como una
vendetta
? —Se rasca la cabeza a modo de pregunta—. La única vez que he liquidado a alguien fue porque me traicionaron. En mi negocio, cuando te pasa eso no tienes elección, pero para serte sincero, siempre me he arrepentido de haberlo hecho. No soy un hombre violento. La mayoría de veces, con el cuerpo que tengo, no me hace falta.

—¿No le querías?

—No lo sé. Era mi hermano, pero no éramos muy íntimos. Vine para poner en orden sus propiedades. Tengo la sensación de que se nos plantea una diferencia cultural, detective. En Estados Unidos sólo los sicilianos recurren a eso de la
vendetta.
Nosotros los negros preferimos confiar en la ley. ¿Qué va a hacer usted cuando descubra quién lo hizo?

—Matarles —digo con una sonrisa.

Son las cuatro y treinta y dos de la madrugada cuando llego a mi pisucho. Como siempre, he olvidado llevar el móvil encima. Emite un sonido cuando me estoy quedando dormido y en la pantalla veo que tengo un mensaje. Toqueteo las teclas hasta que aparece.

River City, segunda planta, Joyería y Obras de Arte. Abre a

las 10. Te veo ahí. K.J. P.D. Arréglate.

Entre los dos mundos incompatibles del sueño y la vigilia mi mente vuelve al jardín fálico del Hilton. La meditación sólo es una forma de preferir la realidad a la fantasía, como solía decir nuestro abad. No le habría enojado el pequeño bosque de pollas, aunque quizá sí hubiera tenido algún problema con el Hilton. Como muchos de los abades de nuestro país, conservaba mucho del chamanismo de los tiempos paganos y le gustaba predecir el futuro. Una vez adivinó los números de la lotería nacional, sólo para divertirse, pero escondió el papel en el que había anotado la predicción hasta después de la fecha límite para comprar los boletos, para no corromper a sus monjes. A mediados del siglo XXI habrá un trasvase masivo de poder de Occidente a Oriente provocado no por las guerras o por la economía sino por una alteración del conocimiento. La nueva era de la biotecnología requerirá una intuición muy desarrollada que opere fuera de toda lógica y, de todas formas, la destrucción interna de la sociedad occidental habrá alcanzado tal nivel que la mayoría de sus recursos estarán en manos de gerentes lunáticos. En las noticias, pondrán imágenes de gente que saldrá corriendo de los supermercados, llevándose las manos a la cabeza, incapaces de soportar por más tiempo la banalidad. Los pueblos del sureste asiático, a quienes la lógica no ha envenenado nunca, tendrán la sartén por el mango. Será como en los viejos tiempos, si vuestra línea temporal retrocede unos cuantos miles de años.

Me halagó que el abad me eligiera a mí y no a Pichai para compartir este aspecto de la iluminación con él, aunque no me aclaró los puntos más delicados, esos que le permiten a uno predecir la lotería (por otro lado, inició a Pichai en los misterios más profundos sobre la relación entre la supuesta vida y la supuesta muerte).

No habrá otra guerra mundial, pero a mediados de este siglo todos los países excepto Islandia y Nueva Zelanda se verán involucrados en una disputa más o menos violenta con sus vecinos por la servidumbre del agua. Papua y Nueva Guinea vencerá a Argentina por 3 a 1 en la final del Mundial de 2056.
Cómo tratar a los locos sin convertirse en uno
encabezará la lista de los libros más vendidos de 2038. La marihuana (legalizada en todo el mundo) superará al alcohol como droga de consumo recreativo elegida en Europa, incluso en Francia, donde los legisladores se apresurarán a someterla a las leyes de la
appellation contrólée (Champagne Jaune, Bordeaux Blond, Noir de Bourgogne,
etc.).

Treinta y cuatro

Esta mañana me levanto temprano y me paso una hora en el edificio Emporium en Sukhumvit, antes de que abran las tiendas. Veo que la explosión de color que en realidad empezó Yves Saint Laurent ha emigrado a Italia, sobre todo a Versace y Armani, mientras que el propio Saint Laurent ha vuelto a los negros y los marrones. Por otro lado, Ermenegildo Zegna nunca ha abandonado los beiges brillantes que quedan tan bien con las buenísimas lanas que utiliza. Dedico un momento a babear ante su
blazer
cruzado color camello con botones de caparazón de tortuga de imitación (cuesta unos 1.500 dólares), pero hoy es la tienda de Armani lo que centra mi atención, con su nueva colección de corbatas de seda y satén, chaquetas de sport de cachemira y un solo botón y trajes cruzados de cuatro botones. Es un arte más sutil, más fino que lo último de Versace, pero ¿quién podría negar la energía, las diabluras tan italianas (tan próximas al espíritu tailandés), de esas camisas a cuadros, esas camisas de etiqueta a rayas de algodón y de las faldas de crepé de lana del escaparate de Armani? Mi verdadera debilidad, sin embargo, son los zapatos, y me paso la mayor parte del tiempo comiéndome con los ojos la colección Bally (mocasines de color caoba oscuro y reluciente, unos muy atrevidos zapatos tipo Oxford con ecos de Gatsby —vi la película— y unos fantásticos zapatos de mujer con unos tacones y unas puntas que nadie más podría hacer), no es que reniegue de

Fila, Ferragamo, Gucci o de los muy exóticos Baker-Benjes, que acaban de salir al mercado en nuestro país. Me gustaría decir que es mi sangre contaminada de
farang
la responsable de este envilecimiento y esta enfermedad que me debilita, pero lo cierto es que me los contagiaron Truffaut y Fritz. Ambos eran unos narcisistas consumados, cada uno a su manera, vestían a la última, y participaron en mi desarrollo en una coyuntura crucial. La instrucción de la agente del FBI de que «me arreglara» me ha abocado a una crisis de inferioridad que tendré que superar con un poco de meditación. Estoy harto de ser pobre, al menos mi parte no budista está harta de serlo, y me deprimo bastante cuando cojo un moto— taxi para reunirme en el Hilton con Kimberley, que ha alquilado el coche de siempre para que nos lleve a River City.

En la parte de atrás del coche, le explico:

—River City es adonde van los ricos y los estúpidos a comprar arte oriental. Pagan un plus del cien por cien por el vendedor afectado, para que les diga dónde hay que colocar la pieza, qué iluminación darle. Es un centro comercial para amantes del arte y es exactamente igual al que hay ahí. —Mi voz tensa es producto de la camisa kaki planchada, los pantalones blancos, los zapatos negros con cordones (ninguno de estos artículos es de marca y los zapatos son especialmente feos). La agente del FBI ya me ha relegado al puesto de guía indio cuando llegamos al aparcamiento.

¿Por qué tengo la sensación de que tenía planeado este momento desde el día en que, sentada en su despacho de Quantico, fantaseó con la gloria que obtendría cuando pescara a Sylvester Warren? Esta mañana vuelve a tener el pelo rubio, lleva unas gafas de sol Gucci, un traje de chaqueta— pantalón negro de YSL, camisa blanca abierta para dejar ver un collar de perlas. Diminutas.

—He venido de Nueva York para comprar —me explica—. Tú serás Viernes.

Subimos en las escaleras mecánicas hasta la segunda planta y ahí está, delante de nuestras narices, la joyería Warren en un emplazamiento inmejorable. Jones estaba equivocada respecto al horario de apertura. Esta tienda es de las que no abre hasta las once, hora en que una persona guapa y vestida con ropa demasiado formal alzará la persiana con un bostezo. Los compradores elegantes no curiosean, piden hora. Para el comprador elegante adecuado, la persona guapa abriría la tienda a medianoche. Nos detenemos delante del escaparate el tiempo suficiente para que Jones haga alarde de sus conocimientos.

—Hay piezas que no están mal. Esa cabeza de Buda es jemer, desde luego, la robaron del Angkor Wat. Si Warren no tuviera contactos estaría en la cárcel, el muy hijo de puta. —Recorremos los diez pasos o así que hay hasta el siguiente escaparate, que corresponde a la sección de joyas y jade. No se parece en nada a cualquiera de las joyerías del barrio chino, o de cualquier otro sitio de Krung Thep. Las piezas son casi todas de jade, a menudo montadas en oro. Collares de oro y jade, brazaletes de oro y jade, pendientes. Del mar de verdes emergen algunas de las piezas más importantes, que hacen resaltar las demás de forma muy inteligente, y da la impresión de que todo el escaparate estuvo en su día vigilado por los eunucos imperiales de la Ciudad Prohibida.

—¡Mira qué cóndor! ¿Ves la cabeza sin plumas, los pliegues del cuello que revelan la piel sobrante del pájaro en esa zona? Mira con qué precisión una persona del Neolítico, analfabeta, probablemente con un vocabulario de unos centenares de palabras, ha observado a una criatura, la ha estilizado y la ha convertido en arte sin sacrificar la precisión. La mayoría de los universitarios de hoy no podría hacerlo. Ni siquiera entenderían de qué estoy hablando.

Le dedico una mirada rápida. He aquí otra personalidad más y es sorprendente. Me han desconcertado y he estado meditando acerca de las conexiones kármicas entre Jones y Warren sin ser capaz de entenderlas. Es cierto, sin embargo, que Warren ha influido en ella desde la distancia. Era como oírle hablar a él. En su mente compartimentada de
farang
no puede ver la importancia que eso tiene, cree sinceramente que se ha convertido en una experta en arte del Lejano Oriente sólo para pillar a Warren. Para ella sería una prueba de debilidad patética por su parte reconocer hasta que punto Warren ha abierto su mente y ahondado en ella, antes incluso de conocerle. Desde la lejanía, ha cambiado su destino para siempre. ¿Con quién en el FBI podría compartir su nueva pasión por el arte oriental? Incluso su familia tarde o temprano creerá que es rara, y esa rareza será su camino. No me atrevo a avisarla de que está destinada a volver a mi país una y otra vez. Predigo que la fascinación se abrirá paso, poco a poco, por su cono, al menos al principio. Al corazón del
farang
se llega invariablemente a través de los genitales.

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