Bangkok 8 (24 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—¡Guau! Ese tigre tiene un valor incalculable —me explica Jones—. Es el gran gancho, el objeto que te dice que este tío es el rey del jade. —Su voz ha subido una octava cuando dice—: Mira cómo ha moldeado los músculos el escultor, dándole esa impresión de fuerza, mira qué armonía. Las extremidades, las ancas, el lomo, los hombros, la panza, sincronizados, imponentes, armoniosos.

—No es verde —objeto.

—Justamente. Pasados mil años el jade pierde su color, Ese tigre se remonta a la dinastía Zhou Occidental. Jamás lo pondrá a la venta, me apuesto lo que quieras. Para cualquier persona que entienda del tema, es de lo más intimidante. —Menea la cabeza—. Me sorprende que tenga las agallas de tener expuesto todo esto. Mira ese dragón agazapado de piedra nefrítica color grasa de cordero y esas pecas en el pecho; piensa en el talento que hay que tener para esculpir ese dragón en una piedra en bruto. Esa cadena también es impresionante, y mira esa placa calada con peonías. No lo se, es más que un coleccionista, es el conservador de su propio museo, —Me hace retroceder dos pasos hacia el centro del escaparate-Aunque ese tigre es la mejor pieza que exhibe. Es más que sólo una pieza magnífica, c» de primer nivel, la piedra preciosa equivalente a la Mona Lisa, si es que a uno le gusta la Mona Lita, que a mí no, personalmente. Vaya, mira, reconoce tener contactos con lo» chinos. ¿Ve» esa increíble pieza de caligrafía que está colgada en la pared y que sólo tiene un pictograma? Es el carácter chino
yú.

—¿Y?

-Yú
significa jade en mandarín, corno los chinos fueron los primeros en descubrirlo, se podría decir que es el nombre original. Esas tres líneas significan «virtud, belleza y rareza», en otras palabras, las tres cualidades del jade según Conrado.

—¿Ves esa pieza de la estantería? —digo señalando, detrás del escaparate, el interior de la tienda.

—Bueno, es…

—Puede que no sea la misma.

—Sí, es la misma.

El caballo y el jinete.

En un pequeño café del edificio principal, abajo, mientra» esperamos a que abra la tienda, Jones dice:

—Conocí el amor una vez. Sí, lo conocí. Todavía se le da tanto bombo, que una tiene la sensación de que tiene que darle una oportunidad, ¿no? Aunque creo que en Estados Unidos hemos superado de largo esa fase. En la primera fase, el matrimonio es como el primer estado de la industrialización, una economía agrícola no desarrollada, se cree que durará para siempre. En la siguiente fase, la gente se casa sabiendo que se divorciará. En la fase siguiente, encontramos gente que se casa para divorciarse. Cuando llegamos a la Norteamérica del siglo XXI, el amor es un problemilla en la carrera de la gente, algo que puede hacer que lleguen tarde al trabajo una semana, antes de que se les pase la novedad. La triste verdad es que es incompatible con la libertad, el dinero y la igualdad. ¿Quién quiere estar atrapado con su igual para siempre? Los seres humanos somos depredadores, nos gusta cazar y comernos al débil para sentirnos más fuertes por unos momentos. ¿Y tú qué?

La pregunta me ha cogido por sorpresa, especialmente porque Jones me ha puesto la mano en el muslo otra vez. En esta ocasión no hay duda del significado del gesto y creo que la referencia a los depredadores debe de ser una especie de preliminar. La sensación que tengo, embutido en la camisa kaki mal entallada, los pantalones horrorosos y los zapatos con forma de yunque realmente espantosos, es evidente. Debería quitarle la mano de mi muslo para dejarle claro que no quiero que me coma, pero en lugar de eso, rastreo mi mente en busca de una respuesta a su pregunta. Pienso en Kat cuando le contesto:

—Hay gente que sólo entrega su corazón una vez. Cuando el amor se acaba, buscan una ocupación que refleje su amargura.

Jones levanta las cejas.

—¿Es eso lo que he hecho yo? ¿Convertirme en una caza— hombres porque mi verdadero amor me traicionó? —Quedo a la espera de algún colofón cínico. Pero murmura—: Tienes razón, joder. —Y quita la mano. Jones no es budista, por lo tanto no le explico el ciclo interminable de vidas, en que la siguiente es una reacción a algún desequilibrio de la anterior, y esa reacción desencadena otro desequilibrio y así una vez y otra y otra. Somos la máquina del millón de la eternidad.

A las once y veinte subimos otra vez en la escalera mecánica y me sorprende la sensación preindustrial de expectación que tengo en el estómago, una aprensión deliciosa de un karma peligroso que aún está por llegar.

Está ligeramente dentro de la sección de obras de arte, sacando el polvo con un plumero a un Buda de Ayutthaya de pie y de cuerpo entero. Cuando cruzamos el umbral se oye un gong, y ella se vuelve hacia nosotros, una sonrisa educada en su rostro. Lleva una sencilla blusa blanca de hilo de Versace con el cuello abierto, que proyecta una deliciosa vulnerabilidad, una falda negra por debajo de la rodilla que probablemente también es de Versace. El collar de perlas que luce es mucho mayor que el de la agente del FBI, pero lo que provoca mi sufrimiento más intenso es el perfume, el nombre del cual se me escapa, pero no la marca: es, sin lugar a dudas, de Van Cleef & Arpéis, importado seguramente de la tienda que tienen en la Place Vendóme, la misma tienda en donde Truffaut sedujo la pituitaria de mi madre, aunque el resto de su cuerpo siguió estando fuera del alcance de sus poderes deteriorados. Finjo un estornudo leve para tener una excusa para respirar hondo. («El olfato es el más animal de los sentidos —me contó Truffaut—, y como un animal, una persona caerá presa de una deliciosa intensidad cuando él o ella se adentre verdaderamente en el universo de los aromas.»)

Las primeras palabras que le oigo pronunciar son «Buenos días», y noto con alegría creciente que su voz (de un timbre negroide, femenina y suave) expresa y encaja a la perfección con su belleza física.

El padre de Fatima era un estadounidense negro, el mío era un estadounidense blanco, ahí acaban las diferencias. Sé que está viviendo el momento del mismo modo que yo, mientras que Jones, con una gran profesionalidad, disimula la sorpresa que le ha producido verla en la tienda de Warren. No oigo la perorata de Jones acerca de que está buscando unas piezas especiales para su galería de Manhattan, y la espectacular mujer que fue la amante de Bradley, tampoco. La voz de Jones podría estar a un kilómetro de distancia, lo único que escucho es la contestación educada de Fatima.

—¡Qué amable ha sido al pensar en nosotros!

Me desgarra su fragilidad, la sensación de que recientemente ha sufrido una pérdida terrible tan parecida a la mía; me desgarra también una percepción que al principio es inconcebible y que después me resulta absolutamente evidente. ¿Por qué no se me ocurrió antes?

Sin duda, una emoción mutua tan profunda sólo puede ser producto de una intensa relación en una vida anterior, y el comentario que hizo Jones sobre gente que moría y que luego seguía con la conversación que mantenía antes de renacer, resuena en mi mente. Jones se detiene a media frase mientras yo me acerco flotando sin resistirme a Fatima a través del suelo pulido. Tengo la impresión de estar bailando un vals entre budas mientras farfullo algo en tailandés acerca del arte jemer, del que no tengo ni idea y, resulta obvio, Fatima tampoco. Me explica, entre risas, que de hecho no trabaja aquí, que está sustituyendo a alguien para hacerle un favor al jefe. En este punto yo debería insertar el nombre de Sylvester Warren, pero dejo pasar el momento. No quiero hablar de trabajo.

Jones intenta seguirnos por la sala y me alegra ver que no tiene ni idea de lo que pasa. No mantenemos una única conversación, Fatima y yo, sino muchas a la vez, quizá cientos, de cientos y cientos de vidas anteriores. Es mi hermana gemela. Las palabras que utilizamos no tienen correspondencia con el momento presente, son meros vehículos de la emoción que sentimos al habernos vuelto a encontrar. ¿ Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cien años? ¿Mil? Ahora Fatima me lleva a una esquina alejada, cerca de la puerta. Es como si quisiera decirme algo. Se ha cuidado de elegir un momento en que Jones se ha quedado atrás. Le veo una fracción de segundo, un rostro en la puerta parcialmente abierta, antes de retirarse y cerrarla. Es uno de los jemeres que se hizo amigo de Elijah, el del cuchillo. Miro a Fatima asustado, pero ella niega con la cabeza para tranquilizarme. Yo asiento para indicarle que la he entendido, aunque ahora estoy muy confuso.

Media hora después, mis pobres nervios no pueden seguir soportando más tanta intensidad y estoy dispuesto a marcharme de la tienda. El cuerpo de Fatima me
waia
en el umbral, mi cuerpo le devuelve la
wai.
Así se hacen una reverencia dos muñecos mientras los titiriteros intercambian sonrisas de complicidad desde la eternidad. Jones me sigue hasta las escaleras mecánicas.

—¿Qué ha sido eso? Parece que os habéis compenetrado bien. ¿Has descubierto algo que nos sea útil? ¿Qué hay de Warren?

—No hemos hablado de Warren.

—Ah, ¿pero tienes su número y dirección? ¿Su carnet? ¿Su verdadero nombre en tailandés? ¿Sabes cómo contactar con ella?

—No.

—¿Y cómo vas a encontrarla de nuevo si de verdad no trabaja aquí? ¿No quieres interrogarla? ¿No es la última persona que vio a Bradley con vida? ¿No es sospechosa? ¿No era ella la que estaba en el coche cuando seguisteis a Bradley desde el aeropuerto? —Está exasperada—. ¿Es que no quieres saber quién lo hizo?

—Ya sé quién lo hizo.

—¿Quién?

—El propio Bradley. Se mató a sí mismo. Con la ayuda de Warren.

Camino deprisa hacia el coche alquilado de Jones, en el que el chófer está esperándonos con el motor en marcha para disfrutar del aire acondicionado. Jones está sudando

porque tiene calor al esforzarse por alcanzarme.

—Espera un segundo, ¿hablas en serio? ¿Me estás diciendo que Bradley se suicidó utilizando…? Vale, ya lo pillo. Tiene que ver con el Buda, ¿verdad? ¿Crees que es algo kár— mico? Acabas de impulsarte a ese punto a ocho kilómetros del suelo adonde van los polis buenos tailandeses cuando mueren o están confusos… o se enamoran. ¿Tienes idea de lo ingenuo que has sido? Como un adolescente. Jamás había visto algo tan poco profesional.

—Si no te encantaran los ladrones jamás te habrías hecho poli —le contesto.

Se queda boquiabierta. Está verdaderamente perpleja y, por primera vez, no sabe qué decir.

Estamos en el asiento de atrás del Mercedes después de que la agente del FBI haya cerrado su puerta de un portazo. Estoy intentando encontrar la llave a nuestras vidas pasadas, las de Fatima y las mías, el desencadenante, para decirlo de algún modo, que nos lanzó a este juego del escondite que dura ya siglos.

—Mierda. —Jones fija los ojos en algún punto de fuera de su ventanilla mientras esperamos en el tráfico—. Si lo hubiera sabido, habría conseguido yo el número. Es como ser poli en el antiguo Egipto.

—¿Te acuerdas? — le digo escondiendo una sonrisa burlona.

Sigue refunfuñando en mi oído izquierdo mientras intento desenmarañar la gran cantidad de información kármi— ca que circula a toda velocidad por mi cabeza. Nunca había experimentado algo así, al menos no con esta intensidad.

—Tienes que saber perdonar —murmuro—. Es la única forma de volver.

—Maldita sea, voy a conseguir el número yo misma. Si pudiera la citaría para interrogarla. Por el amor de Dios, ella es el nexo. Tienes que verlo. El nexo entre Bradley, Warren, el jade y la metanfetamina. Si la presionamos de forma adecuada, podría resolvernos el caso en cinco minutos y yo podría largarme de aquí. Y quizá trincar a Warren al mismo tiempo.

Le ordena al chófer que dé la vuelta. Espero en el coche mientras ella sube corriendo las escaleras mecánicas hacia la tienda de Warren, cierro los ojos y medito. Cuando regresa unos minutos después, tiene la ropa empapada en sudor y los músculos de su mandíbula transmiten una ira enorme.

—La muy zorra ha cerrado la tienda y ha salido corriendo. La hemos vuelto a perder.

—¿En serio?

Jones se pone a respirar hondo durante cinco minutos. Con voz controlada me dice:

—¿No tienes nada nuevo de lo que informarme? ¿Qué me dices de la larga conversación que tuviste anoche con Elijah? ¿No mencionó nada que nos pueda ser útil?

—Pues, de hecho sí, algo crucial. William Bradley nunca le habló de Fatima a su hermano. Elijah no supo de ella hasta que llamó al móvil de William después de saber que había muerto.

—¿Eso es crucial? —Se frota la mandíbula con esa mirada incrédula que los norteamericanos saben poner tan bien cuando están en el extranjero—. Dime dónde quieres que te deje porque lo que necesito ahora mismo es una buena dosis de cultura occidental estúpida. Voy a volver al Hilton, pedir que me traigan comida americana a mi habitación grande, sosa y con aire acondicionado y ver la CNN hasta que recuerde quién soy. Esta tierra está devastada por la magia, ¿lo sabías? Venir aquí me ha hecho apreciar al que inventó la lógica, porque antes de la lógica creo que todo el mundo era como este país.

—Eso es cierto —admito—. La magia es preindustrial.

Me quedo en la acera y miro cómo el coche de Jones se aleja para unirse al atasco de Rama IV. La agente del FBI me

da un poco de lástima, y también que crea que la existencia humana encierra algo de lógico. Supongo que se deberá a la desilusión de Occidente, un envilecimiento cultural provocado por todas esas máquinas que no paran de inventar. Es como elegir el tono de llamada del móvil: un laberinto lógico con un resultado que carece de sentido. La lógica es una distracción. Sinceramente, estoy impaciente por ver ese trasvase de poder global del que me habló el abad. Mi mente vuelve a Fatima. Ese jemer, sin embargo, es un enigma.

La verdad acerca de la vida humana es que durante la mayor parte del tiempo no tenemos nada que hacer y, por lo tanto, el hombre sabio (o la mujer) cultiva el arte de no hacer nada. Regreso a mi pisucho para meditar. Tengo que confesar que siento un cierto narcisismo por haber resuelto el caso (al menos a grandes rasgos), que tengo que erradicar para seguir progresando en el Camino. Después de todo, aún quedan muchos cabos sueltos. Las serpientes y Warren siguen rodeados de misterio. Asimismo no tengo muy claro cómo voy a encontrar la oportunidad de matar a Warren. ¿Y qué se supone que tengo que hacer con Fatima? Estoy muy cerca de comprender lo de las serpientes cuando suena el teléfono. Tengo que controlar mi irritación cuando veo en la pantalla que es la agente del FBI.

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