Bangkok 8 (41 page)

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Authors: John Burdett

Tags: #Intriga

BOOK: Bangkok 8
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—¿Y fue entonces cuando empezaste a tomar estradiol?

—Fue entonces cuando la alta tecnología intervino en mitransformación. Estradiol, programas de ordenador diccionarios médicos, grupos de noticias para especialistas en Internet.

—¿Y el doctor Surichai?

—Y sí, al cabo de unos meses, el doctor Surichai. Veía a Bill cada día jugando con ese material informático con, ya sabes, diagramas, dibujos a color de la anatomía del hombre y de la mujer, y podía cambiar de sitio las partes, cortar esto, añadir aquello, y yo me ponía detrás de él, adorándole, rodeándole el cuello con mis brazos y diciéndole: «Sí, cariño, ponme unas tetas como ésas, lo que tú quieras. Puedes ponerme tres tetas y dos coños si quieres, lo que sea, lo que sea».

—¿Te estaba diseñando?

—Así es, me estaba diseñando. ¿Qué me importaba a mí? Me halagaba tanto, ¿sabes?, que mi hombre se obsesionara conmigo. ¿Ya quién no? No me importaba que se hubiera convertido en el diablo. ¿Qué había hecho Dios por mí? —Un parpadeo rápido de esos ojos negros y grandes—. Lo que hay que valorar, délo, es el cambio que experimenté yo. Era como haber nacido y creado en el infierno y que, de repente, me transportaran al délo. Había encontrado el amor, un hogar, la sensación de haber encontrado mi sitio, por primera vez en mi vida. No sé por qué, pero veo en tus ojos que sabes de qué hablo, ¿verdad? —Sí.

—Y cuando uno experimenta ese tipo de transformación, se siente como en una nube. No puedes creerte de verdad haber tenido tanta suerte.

—¿Pero tú sabías que no encajabas en el perfil habitual de un transexual? ¿No creías que eras una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre?

—¿Esa mierda? Eso es lo que les chifla a los
farangs.
Aquí en Krung Thep ya tenemos cuerpos de diseño. Los chicos de la calle se cortan lo que sea, se añaden lo que sea, toman las drogas que haga falta. Somos el futuro, cielo. Los
farangs
ya nos alcanzarán. Ya lo verás, dejarán de lado toda esa basura psicológica y comprensiva cuando vean el dinero que hay de por medio.

—Pero debiste de pensar en ello, en algún momento crucial, que el hombre del cuchillo iba a cortártelo todo.

Se encoge de hombros.

—La verdad es que no. Lo hacía por amor, cielo. Tú eres un niño de la calle, debes saber lo que significa no tener nada que perder. Y en realidad no era una pérdida. Me convirtió en una diosa.

Apago la grabadora. En mi mente resuena la pregunta del doctor Surichai: «¿Qué es un transexual? ¿Un eunuco medieval que se ha hinchado con estrógenos?». ¿Se hacía Fatima esa pregunta de vez en cuando, cuando se deprimía? Vuelvo a encender la grabadora.

—¿Pero no lo relacionaste con el joyero?

—No, excepto por el hecho de que al principio el dinero salía de allí. Luego Bill utilizó los contactos del joyero para entrar en el tráfico de
yaa baa,
y a partir de entonces se suponía que sacaba el dinero de ahí. Pero, ya sabes, de repente no teníamos mucho tiempo para preocuparnos por nada. Yo estaba tomando los medicamentos, estaba yendo a ver al doctor, Bill se estaba obsesionando con mi garganta, con lo de la nuez y con cómo iba a sonar mi voz… incluso el rollo ése del diablo pasó a un segundo plano por un tiempo. Creo que Bill simplemente borró de su mente lo que había acordado hacer con el joyero.

—¿Cuándo lo descubriste?

—Bueno, a Bill no le estaba yendo tan bien como esperaba con el
yaa baa.
Los envíos llegaban cada dos meses, íbamos al aeropuerto de vuelos nacionales a recogerlos. Yo iba con él por si surgía algún problema que precisara de un traductor; su tailandés nunca pasó del nivel básico. El material lo mandaba un general del ejército de Birmania que sobornaba a todo el mundo en la frontera, y a una organización de aquí. Lo único que Bill tenía que hacer era llevarlo del aeropuerto a los chabolistas de debajo del puente. Son karen y tienen muy buenos contactos con la gente de la selva de la frontera. La organización en realidad no necesitaba a Bill excepto porque era el nexo entre el aeropuerto y el puente Dao Phrya. Habría parecido raro que un chabolista karen hubiera aparecido a recoger un baúl de aluminio grande y reluciente cada dos meses, pero parecía que un americano con un Mercedes podía encajar con lo del baúl. Pero la contribución de Bill no era precisamente crucial, así que no le pagaban tan bien. Esto no lo supe hasta hace bastante poco, que no le pagaban tanto dinero por el trapicheo con el
yaa baa,
pese al riesgo que corría. Quiero decir, si lo hubieran trincado lo habrían metido en Bang Kwan para el resto de su vida, ¿no?

—Probablemente. Lo habrían trasladado a Estados Unidos al cabo de cinco años, pero también habría tenido que cumplir un tiempo allí. Estaba corriendo un gran riesgo.

—Así es, es lo que yo le decía, un gran riesgo por poca pasta. Por entonces, intentaba ser la esposa buena y sabia. También empecé a sentir curiosidad. El doctor Surichai y su hospital no eran baratos y si lo del
yaa baa
no estaba bien pagado y las pequeñas piezas que hacía para el joyero tampoco estaban bien pagadas, ¿ de dónde sacaba el dinero?

—¿ Sospechaste?

—Sobre lo que sucedía en realidad, no. Sabía que Bill tenía un lado que yo desconocía por completo, pero no tenía ni idea de qué era. Durante un tiempo me pregunté de verdad si hablaba en serio cuando debía que el joyero era el diablo, o un adorador del diablo, ya sabes, si andaban metidos en algún tema de magia negra. Incluso me pregunté si Bill estaría chantajeándole. Se lo pregunté abiertamente algunas veces: «¿De dónde sacas el dinero para los medicamentos, para el doctor Surichai, para el hospital, para todo eso?». Me decía que no me preocupara, que el dinero estaba ahí.

—Pero de algún modo, ¿lo descubriste? Silencio. Está sentada en el sofá, yo estoy sentado en un sillón grande.

—¿Crees que lo maté yo, cielo?

—Sé que lo hiciste tú.

—¿Yo? Pobre de mí. ¿Cómo demonios iba a apañármelas con todas esas serpientes? No seas tonto, detective, habría hecho falta un ejército de expertos.

Entonces se levanta, exactamente como lo habría hecho una mujet con elegancia y cierto erotismo en su forma de mover el trasero, que realmente parece ser inconsciente. En el silencio tengo que admitir que es sobrecogedor lo bien que parece haber salido la operación en su caso. No me extraña que el doctor Surichai esté tan orgulloso de sí mismo. Sólo desde este ángulo, alzando la vista casi directamente hacia su cuello, puedo ver la diminuta cicatriz de la que me habló. Me levanto y Fatima me acompaña hasta la puerta. La idea de matarla me parece ridicula ahora mismo. Me ha hechizado y ella lo sabe. Ladea ligeramente la cabeza. En un susurro, me dice:

—¿No vas a matarme hoy? —La pregunta me coge por sorpresa porque estoy seguro de que me ha leído el pensamiento. Se inclina sobre mí—. Deja que yo mate al joyero por ti, luego puedes hacer lo que quieras conmigo. ¿Y a mí qué me importa? —De repente, me coge de la barbilla y me mira fijamente a los ojos—. Eres un
arhat,
¿por qué quieres echar a perder tu karma con una venganza absurda? El mundo te necesita. Deja que el diablo mate por ti.

Intento moverme, pero me coge por la manga de la camisa con una mano que de repente se ha convertido en una garra.

—La primera vez que me viste, en la tienda, lo supiste, ¿verdad? Soy la otra mitad de io que tú eres, cielo, si uno de nosotros está en el mundo, también debe estarlo el otro. Soy tu lado oscuro. Creo que te has dado cuenta. Mátame si quieres, pero luego tendrás que matarte tú.

Abre la puerta y, de repente, vuelvo a estar fuera, entre los dioses chinos de porcelana. No tengo tiempo de preguntarle por el apartamento, que compró al contado y a nombre suyo según el funcionario del Departamento de Tierras, o por los muebles de valor incalculable. El precio del ático era de veinte millones de bahts, o medio millón de dólares, pero la colección de jade (expuesta en un altar de un templo chino de madera negra pulida) habría costado más que eso. Luego estaban todos esos objetos de la tienda de Warren, colocados artísticamente en pedestales, mesas antiguas, o simplemente puestos en el suelo donde alguien podría fácilmente darles una patada sin querer.

Me quedo pensando en lo fácil que me habría resultado matarla. La idea de que quizá le haya fallado a Pichai amenaza con deprimirme. Solamente se ve contrarrestada por la posibilidad contraria, que Fatima también le haya embrujado a él.

Cuarenta y cuatro

Ayer mi madre envió a un mensajero a la comisaría con muestras, para el coronel y para mí, de las nuevas camisetas y tops que ha diseñado. El motivo es idéntico en los dos casos: debajo de la leyenda principal en letras color escarlata intenso —El club de los Veteranos—, y el texto debajo en cursivas negras:
Vergas de hierro.
Contrató a un dibujante profesional para que creara una caricatura convincente de la lascivia de los mayores: encorvado pero musculoso, calvo pero con el vello pubico brotándole desde la barbilla, la lengua colgando. El coronel mandó a buscarme para preguntarme qué pensaba de aquello. Con lealtad filial (léase: una infancia de lavados de cerebro implacables y chantaje emocional de lo más ruin) me obliga a opinar que se trata de la obra de un genio.

El coronel coge la camiseta con las dos manos y me la pone encima. Tengo que aguantarla con las manos mientras él retrocede unos pasos.

—¿A los
farangs
les va esto? Es tan… tan… fea.

—Ellos son así. Si les ofreces un club para hombres típico tailandés, se sienten intimidados.

—¿En serio? —Se queda confuso un momento, atrapado en una psicología extraña—. ¿No es importante que algunos dientes realmente tengan este aspecto?

—Ésa es la cuestión. Hace que se sientan más seguros.

Asiente con la cabeza lentamente para mostrar que lo entiende, o al menos que lo acepta.

—Por cierto, tu madre y yo vamos a darte un diez por ciento de las acciones del negocio. Quiere que participes en calidad de familiar, y yo sé ver las ventajas que tendrá el hecho de que no nos juzgues con dureza cada vez que atravieses una de tus fases devotas.

—Me temo que no puedo aceptar. Ganar dinero utilizando a las mujeres de esta forma está expresamente prohibido por el Buda.

—También lo está fumar hierba. En cualquier caso, te lo ordeno. Y desobedecer la orden de un superior también está proscrito por el Camino de las Ocho Etapas. —Entonces, acepto.

Bajo la camiseta y la doblo sobre la mesa. El coronel la desdobla para echarle otro vistazo y luego, convencido, aunque desafiado estéticamente, el coronel asiente con la cabeza y me deja marchar. Después de todo, madre es la que hizo el curso del
Wall Street Journal
por Internet. Cuando llego a la puerta, me llama.

—Lo siento, se me olvidó decírtelo. Hace un par de días, llegó este fax de la embajada de Estados Unidos. Es uno de esos perfiles estúpidos que hacen en Quantico. Pedí que lo tradujeran al tailandés, pero es la misma mierda de siempre. Cosas que se podrían saber pensando un poco.

Busco una esquina tranquila de la comisaría. El perfil sólo tiene tres páginas y me sorprende la carencia de jerga técnica.

Informe del Departamento de Perfiles Criminales, Oficina Federal de Investigación, Quantico, Virginia

Categoría del documento: Confidencial, para su distribución sólo entre las partes interesadas (se da permiso para compartir este informe con la Policía Real tailandesa) Asunto: Fatima, también Ussiri Thanya, un transexual que se sometió a una operación de cambio de sexo cuando rondaba los treinta, nació y se crió en Tailandia. Padre, un soldado afroamericano sin identificar (probablemente un recluta de la guerra del Vietnam); madre, una prostituta de origen tribal del noroeste de Tailandia, miembro de una comunidad grande de karen que habita las zonas fronterizas. Según la tradición tailandesa, se cree que el sujeto fue criado por su abuela en las tierras tribales de la frontera con Myanmar, mientras su madre seguía trabajando de prostituta en Bangkok…

Como ha dicho Vikorn, el informe no contiene nada que uno no hubiera podido deducir por sí mismo. Salto al último párrafo.

Salvo para aquellos que toda su vida han anhelado profunda y personalmente cambiar de sexo, es probable que los efectos a largo plazo de la extirpación quirúrgica de los genitales resulten en una devastación psicológica atroz.

Sospechamos que la reacción del sujeto de asesinar a Bradley de una forma elaborada, sádica e inteligente se corresponde absolutamente con lo que esperábamos. Sin embargo, es muy improbable que el sujeto haya saciado su ira. Convirtió a Bradley en una figura salvadora, el único ser humano que se diferenciaba bastante de los demás hasta el punto de ser básicamente benevolente. Por él, sacrificó las únicas posesiones a las que al parecer el mundo daba valor: sus genitales. Al traicionarla Bradley, lo más probable es que se volviera incapaz de confiar en nada y en nadie. Si hasta la fecha su comportamiento (excepto en el asesinato de Bradley) ha sido relativamente normal, creemos que sólo actúa de memoria, o que tiene en mente algún plan que debe de ser esencialmente sociopático. La necesidad de hacer al mundo lo que el mundo le ha hecho a ella será irresistible.

Cuarenta y cinco

El departamento de Servicios Penitenciarios actúa en connivencia con el de Inmigración para poner en cuarentena a los extranjeros en el momento en el que salen de la cárcel, en espera de meterlos en un avión de vuelta a su país. Las razones no están claras, ya que, ¿por qué un
farang
ex-convicto tendría que suponer una amenaza mayor para la sociedad que los cientos de tailandeses que salen de prisión todas las semanas? Sin embargo, la norma es estricta, y por mucho que discutí y supliqué no pude tener acceso a Fritz mientras éste esperaba en el edificio de Inmigración a que los burócratas le sacaran el billete. Lo más que pude hacer fue averiguar que saldría en el siguiente vuelo de Lufthansa a Berlín, que despegaba a las diez de la noche. Incluso en el aeropuerto, Fritz estaba cercado por agentes de Inmigración y policías.

Con una chaqueta Armani falsa, los mechones de pelo que le quedaban afeitados, los tatuajes de la cárcel en el cuello, y los pantalones blancos, podría haber sido otro turista más de mediana edad intentando parecer un tipo moderno en Krung Thep, excepto por la tirita grande que llevaba encima de la oreja izquierda y el bastón. Me vio acercarme mucho antes que sus guardaespaldas, pero apartó la mirada al instante con esos reflejos que había adquirido en la cárcel. Tuve que hacer uso de mis influencias para seguirle a la zona de embarque, donde los de Inmigración decidieron que su deber había concluido y desaparecieron. De cerca, vi lo raro y nuevo que parecía resultarle el mundo. Me recordó una criatura de reflejos rápidos y costumbres inquietas, quizá una marta cibelina o un visón, aterrado y fascinado por las líneas rectas y las superficies suaves del mundo humano. Se sentó a mi lado en un banco junto a la puerta de embarque de su vuelo y sus ojos lo examinaban todo mientras hablaba:

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