Había visto antes esos bultos. Los vi en mi padre la noche que volvió del molino, y también en mi madre al cabo de unos días. Vi cómo los cubrieron como una segunda piel, las pústulas que les cerraron los ojos y les hincharon la lengua hasta que enloquecieron de sed. Vi cómo enterraron a tanta gente que, al cabo de un tiempo, no quedó nadie en pie para cavar las fosas. Vi esos pequeños bultos rojos que tuvieron en vilo a la civilización. Los vi destruir el mundo.
La peste había regresado a Rigus. De camino a casa murmuré todas las plegarias al Primogénito que pude recordar, a pesar de que la otra vez no habían servido de una mierda.
Las noticias de Marieke hicieron que mi mente trabajase a media velocidad, y pasó un rato hasta que me pregunté por qué razón Wren no podía dejar de revolver su feo abrigo de lana. Cuando caí en la cuenta casi habíamos llegado a la parte baja de la ciudad, y aminoré el paso hasta detenerme. Al cabo de un momento, el muchacho hizo lo mismo.
—¿Cuándo lo robaste? —pregunté.
Se planteó la posibilidad de mentirme, pero sabía que lo había descubierto.
—Cuando fuiste a despedirte.
—Déjame verlo.
Sacó el cuerno y me lo tendió con un encogimiento de hombros.
—¿Por qué lo robaste?
—Lo quería. —Sus ojos no hicieron la menor concesión. No era la primera vez que lo habían pillado robando, ni sería la primera vez que lo azotaran. Formaba parte del juego, y la partida había que jugarla hasta el final.
Así que decidí tomar otro derrotero.
—Supongo que eso es un motivo como cualquier otro.
—Tiene un montón de cosas. No lo necesita.
—No, supongo que no.
—¿Vas a pegarme?
—No vales tanto la pena como para que me tome esa molestia.Tengo muchas cosas de que preocuparme como para enseñar ética a un perro callejero. Para ti es demasiado tarde, nunca serás más de lo que eres.
Frunció los labios con gesto de ferocidad, tan emponzoñada la expresión por el odio que pensé que iba a arrearme un puñetazo. Pero no lo hizo. En lugar de ello, me escupió en la bota y echó a correr lejos de mi alcance.
Esperé a que desapareciera antes de inspeccionar lo que había robado. Había sido un golpe de poca monta, tanto que había podido disimularlo bajo el abrigo, y aunque sólo un practicante hubiera sido capaz de insuflarle magia, era un instrumento hermoso.Tal vez te dieran un ocre por él en la casa de empeños. La primera vez que estuve en el Aerie escogí algo aún más absurdo, una bola de cuarzo del tamaño de mi cabeza, tan pesada que casi no podía con ella. Saltaba a la vista que era fruto de la magia, y que en una casa de empeños no querrían ni verla. Pasó dos años enterrada en un patio lleno de desperdicios que había cerca del muelle antes de que reuniese el coraje necesario para devolverla.
Guardé el cuerno en la bolsa, y saqué un frasco de aliento. El vapor despejó todo lo sucedido a lo largo de la pasada hora, la zafia traición de Wren y las revelaciones de Marieke. Necesitaba concentrarme en el siguiente paso, porque de otro modo terminaría haciéndome un lío con los pies.
Tenía que visitar a Beaconfield. Si el talismán de Celia había acertado y el noble estaba involucrado en el asunto de los niños, entonces debía averiguar qué estaba tramando.Y que no lo estuviera no quitaba el hecho de que yo debía una entrega a mi nuevo cliente favorito. Eché otro tiento y luego me dirigí al oeste para ver al kireno.
Dos kilómetros después entré en El Dragón Azul. El dueño y su obesidad mórbida vigilaban la barra, y aún tenía que decirme su nombre a pesar de los tres años que hacía que le financiaba el negocio. Detrás de él la sala estaba prácticamente vacía, la clientela habitual terminaba en ese momento el turno de trabajo en las fábricas que abundaban en la zona.
Tomé asiento junto a la barra. De cerca, las carnes del dueño ondulaban de una forma singularmente desagradable, un montículo de grasa que subía y bajaba a cada resuello. Aparte de la respiración ronca, permanecía totalmente inmóvil, y la apatía le dibujaba un surco en el rostro.
—¿Qué te cuentas? —pregunté, consciente de que mis chistes no obtendrían la respuesta adecuada. Tampoco el saludo la tuvo. A veces hasta resulta aburrido acertar—. Tengo que hacer una recogida. —Uno de los puntos álgidos de tratar con el kireno es que no tienes que hacerlo en clave: ningún hereje trabaja para la guardia, y un hombre blanco dentro del local destaca como... Pues como un hombre blanco dentro de una taberna llena hasta la bandera de kirenos.
El tabernero pestañeó una vez. Fue como el batir de alas de un colibrí.
Interpreté el gesto como un saludo.
—Necesito media jarra de miel de daeva y seis tallos de raíz de ouroboro.
Hubo una larga pausa, durante la cual el rostro del tipo no traicionó un atisbo de entendimiento. A esto siguió un imperceptible movimiento de pupilas hacia la puerta trasera.
Los dragones azules y yo compartíamos muchos negocios. No había necesidad de ver al jefe sólo para hacerse con unos cuantos ocres de narcóticos.
—Ahora no. Tengo que hacer una visita. Di a Ling Chi que volveré más tarde.
Otra interminable pausa, seguida por otra mirada de soslayo.
Según parece, no habría modo de evitar la visita a Ling Chi.
Más allá de la puerta trasera había un cuartucho ocupado por un par de kirenos que empuñaban hachas y parecían a un tiempo aburridos y amenazadores.Vigilaban otra puerta de cuyo aspecto tampoco podía deducirse nada. El de la izquierda inclinó educadamente la cabeza al verme entrar.
—Deja las armas encima de la mesita, por favor.Te las devolveremos una vez finalizada la reunión. —Habló con un leve acento, pero su gramática y dicción eran perfectas. Su socio bostezó y se hurgó la nariz. Dejé las armas en una rinconera, y me dirigí hacia la habitación contigua.
El guardia situado a la derecha se apartó la mano de la cara y levantó el hacha con gesto amenazador. Volví la vista hacia su compañero, que por lo visto era el cerebro del equipo.
—Lamentablemente tenemos que insistir en hacer un registro exhaustivo de tu persona —me informó, sin mostrarse especialmente compungido.
Aquello fue algo inesperado, y como cualquier suceso inesperado en una transacción criminal, no auguraba nada bueno. Hacía tres años que el clan de El Dragón Azul me proporcionaba la materia prima, desde que se apoderó del territorio de la Rata Muerta. En ese tiempo habíamos desarrollado una relación profesional mutuamente beneficiosa, fundamentada, como cualquier relación, en la confianza y la constancia. Nada positivo podría resultar de alterar la rutina.
No permití que ningún indicio de preocupación me asomara al rostro. Los herejes son como perros: la menor muestra de temor y estás perdido. Separé los brazos del cuerpo, y el guardia que se había estado hurgando en la nariz me registró a conciencia. El otro abrió la segunda puerta y me hizo un gesto para que pasara.
—Agradecemos a nuestro querido invitado que haya aceptado esta indignidad con la elegancia que esperábamos de él.
En marcado contraste con la taberna, hasta el último centímetro del santuario de Ling Chi estaba envuelto por la decoración, de una opulencia asfixiante, que es lo que está de moda entre los herejes. Las linternas de laca roja iluminaban tenuemente el lugar, al tiempo que proyectaban sombras extrañas y grotescas en las paredes. El suelo estaba cubierto de alfombras kirenas, decoradas con complejos motivos de figuras humanas tejidas con miles de hilos de colores, que se extendían hasta el fondo de la estancia. En los rincones, los braseros en forma de peculiares semidioses medio animales, exhalaban el humo de los pebetes que llenaba la atmósfera interior de un denso aroma.
Ling Chi permanecía sentado en mitad de la sala, tumbado en un diván tapizado en seda, mientras una mujer de asombrosa belleza le masajeaba con cuidado los pies descalzos. Acababa de entrar en la mediana edad, y era menudo, incluso para tratarse de un kireno, pero proyectaba una presencia que era la envidia de cualquiera que le doblase el tamaño. Su rostro era una máscara de maquillaje blanco, interrumpido por un par de falsos lunares, y el peinado era elaborado: una melena negra estirada hacia atrás por una diadema de oro que asomaba sobre el cuero cabelludo como un halo. Me observó con un atisbo de sonrisa, cogido de manos, mientras golpeteaba rítmicamente con las puntas de sus largas extensiones de uñas.
A pesar de lo bien que representaba el papel de déspota degenerado, había algo en él que hacía que me preguntara hasta qué punto fingía. Nunca pude librarme de la sensación de que se libraría de la doncella y se pondría las zapatillas nada más salir yo por la puerta, por no mencionar que sustituiría la diadema por un sombrero decente.
Pero tal vez no. Ningún forastero es capaz de entender a un hereje. No hay manera.
Quizá su imagen fuera pura pose, pero se había ganado a pulso la posición que ocupaba: Ling Chi, la Muerte Manifestada con un Millar de Cortes, cuya palabra es ley desde Kirentown a las murallas de la ciudad. Los rumores que circulaban decían de él que era o bien el hijo bastardo del Emperador Celestial, o bien el hijo de una prostituta inmigrante que había muerto tras el parto. Personalmente, apostaría mi dinero por lo segundo: la nobleza tiende a carecer de la motivación necesaria para mantener el control de una empresa tan vasta.
En menos de una década había convertido una banda de barrio en una de las organizaciones criminales más poderosas de Rigus, y lo había hecho en las mismas narices de las bandas criminales de siempre. Su liderazgo durante la tercera guerra del sindicato convirtió a su camarilla en una de las pocas que superó las cruentas refriegas con mayor fuerza que cuando empezaron, unificando a las cuadrillas kirenas más independientes en una horda capaz de encararse en igualdad de condiciones a las bandas tarasaihgnas y rouendeñas. Últimamente tenía a su cargo el muelle, y cobraba un pellizco de la mayoría de negocios ilícitos que dirigían sus paisanos dentro de la ciudad.
También estaba loco de remate. Carecía por completo de cualidades como la empatía o la conciencia, las cuales podrían haber supuesto un estorbo para la expansión y consolidación de una organización criminal. Cuenta la historia que el año siguiente a su ascensión al poder fue el mejor para la pesca de bajura de los últimos cincuenta años, gracias al constante suministro de carne humana que Ling Chi había considerado adecuado arrojar a las aguas del puerto.
Me sonrió. Tenía los dientes teñidos de negro, según la costumbre kirena.
—Mi querido socio ha regresado, después de tan larga ausencia.
Le dirigí una levísima inclinación de cabeza.
—Mi confidente de mayor confianza me honra al mencionar mi ausencia.
—Insignificante reconocimiento por los innumerables servicios que mi amado aliado me ha prestado. —La esclava tomó una piedra de esmeril con la que le limó suavemente las uñas, elevando un poco el pie mientras lo hacía. El rostro de Ling Chi no delató el menor indicio de haber reparado en ello—. Muchas cosas le han sucedido a mi mejor amigo desde la última vez que hablamos.
Esperé a oír adónde quería ir a parar.
—Hace unas semanas, mi hermano pidió permiso para acceder a mi territorio.Yo agradecí hallarme en posición de servir a un socio tan querido. Mi hermano entró, mi hermano formuló preguntas. Un hombre, un kireno, murió. Más tarde, los agentes registraron mi casa, dijeron que el muerto fue quien había asesinado a la niña, dijeron que mató a una niña blanca. Ahora mi gente habla de cosas oscuras ocultas en las sombras, cosas que acechan a los niños de las Tierras Venerables, y hablan de los agentes de su nuevo hogar, quienes permiten que sucedan cosas así. —Sus uñas doradas siguieron con el tamborileo, clic, clic, clic.
—La gloria sea con el Emperador Celestial, cuyos caminos son tan sutiles como seguros y que castiga la maldad tal como se merece. Benditos nosotros, quienes nos mantenemos fieles a la Senda Empyrea, cuyos tramos son observados por el más Elevado de sus Ministros. Que nuestras palabras sean pronunciadas sin engaño, y que nuestras acciones redunden en la gloria de su Majestad Eterna. —Y pensé: «A ver cómo superas eso, cabrón impávido».
Ling Chi rió, una risa quebradiza que me recordó el canto de la cigarra. Señaló el rincón con un gesto. Un muchacho se acercó al trono con una pipa de casi un metro de longitud, hecha a semejanza de un dragón con la cola extendida, y acercó la boquilla a los labios de su señor. Ling Chi dio una calada y exhaló una fuerte mezcla de tabaco y opiáceos. Me la ofreció con un gesto de las largas uñas, pero negué con la cabeza; luego despidió al muchacho, que volvió a fundirse en las sombras.
—La devoción de mi socio constituye una perpetua fuente de inspiración. Pese a todo... —Sus ojos adquirieron una expresión lúgubre, oscuras y diminutas pupilas negras ensortijadas en círculos rojo oscuro—. Muchos son los demonios de la iniquidad que aguardan en el camino de la luz, y tortuosa es la senda. Nada complace más a los señores del vicio que retorcer la obra de un hombre justo para alcanzar sus propios propósitos tenebrosos.
—Las palabras de mi compatriota son almíbar para mis oídos, y ennoblecedoras para mi espíritu —dije.
Siguió manteniendo el ritmo con las uñas.
—No somos más que una comunidad humilde, sorprendida por la llegada de la oscuridad, que se esfuerza por sobrevivir en territorio ajeno. Este turbio asunto, la obra terrible de una mente retorcida y enferma... amenaza con perturbar el delicado equilibrio que existe entre nuestro modesto banco de peces y el mar infestado de tiburones donde nada.
No respondí, y al cabo de un momento continuó:
—No soy sino un anciano cuyos compatriotas, perdidos en el caos en que vive sumido tu país, buscan guía y protección. La pequeña estima que he ganado se evaporaría como el rocío en una mañana de verano si me viese en la imposibilidad de defender los ataques injustificados de quienes los atormentan.
—Debemos agradecer que las actividades del asesino fueran descubiertas y que haya cesado la amenaza que pendía sobre los niños del Emperador.
Dejó de tamborilear con las uñas.
—No ha cesado —siseó. Temí que nuestra entrevista estuviera a punto de tomar un derrotero más violento. Pero la pérdida de compostura fue momentánea, tan fugaz que incluso dudé de que se hubiera producido. Volvió a tamborilear con las uñas, y durante un rato todo cuanto pudo oírse fue el eco en la sombría vastedad de la estancia—. Han encontrado a otra niña. Un suceso terrible. Los tuyos ya claman venganza contra los herejes. Piden represalias.