Tenía que trabajar un poco más sobre ese particular. No se trataba del robo de una bolsa o un degüello, la clase de cosas que podría firmar cualquier alma depravada. La abominación era magia de la gorda, porque aquella invocación fue responsabilidad de un practicante diestro. Mejor aún: había un limitado elenco de personas capaces de ello. La operación Acceso fue un proyecto militar secreto, y no habrían revelado públicamente las técnicas empleadas.
Todo dependía de Crispin. Si se las ingeniaba para obtenerme una lista de los participantes, podría iniciar las pesquisas. Si no lo hacía, me dedicaría a sacudir avisperos, con la esperanza de que sucediese algo que me llevara a una pista decente. Empecé a desear haberme ahorrado tanto esfuerzo a la hora de ponerme en contra a mi viejo socio.
Me detuve en todas y cada una de las posibilidades que había en lugar de enfrentarme a las noticias que ensombrecían el resto de mis pensamientos. La fecha límite del Viejo, pensar que podía pasar mis últimas horas, largas horas sin duda, días quizá, con un tipo de túnica roja que me hurgaría las entrañas mientras Crowley se partía de risa de pie a mi lado, no era una preocupación baladí. Pero puedo decir sin fanfarronear que he pasado buena parte de mi vida sometido a la amenaza constante de la muerte súbita, a pesar de lo cual he aprendido a manejarme. Pero lo que me había mostrado Marieke... Aquello fue algo que me abrió puertas en la conciencia que había cerrado y atrancado, la clase de miedo que te despierta en mitad de la noche con la garganta seca y las sábanas empapadas. Si la peste roja había vuelto a la parte baja de la ciudad, en comparación todo lo demás no era más que una barraca de feria, una tormenta de verano que anunciaba el diluvio que se avecinaba.
¿Perdían intensidad las salvaguardas del Crane? ¿Acaso la mengua de su salud debilitaba los encantamientos que había realizado para protegernos? Lo medité antes de descartar esa posibilidad. Por mucho que fuese cierto, ¿qué posibilidades había de que la niña asesinada fuese la única infectada? No había oído mencionar que nadie más cayese enfermo, y sabía que lo hubiera hecho: toda la parte baja de la ciudad vivía sometida al miedo constante a la peste, que se extendía como... bueno, como una jodida peste. Si aquello se extendía, habría tumultos en toda la ciudad. No, no pensé que la peste se hubiera desatado de nuevo entre la población, y tampoco que la muerte de Caristiona no estuviese relacionada con que la hubiese contraído. No era una coincidencia, pero por mi vida que no se me ocurría qué relación podía haber entre una cosa y la otra.
Hice un gesto a Adolphus para que me sirviera otra jarra de cerveza, y pensé en subir corriendo a la primera planta para echar una siesta rápida, pero Wren no tardaría en volver y yo tendría que salir poco después. Adolphus me sirvió la bebida, y di vueltas y más vueltas a cada fragmento de información como un crío con una barra de caramelo.
Transcurridos unos minutos, reparé en que Wren había entrado en El Conde y se hallaba junto a mí. Por el Juramentado, qué callado estaba el muchacho. O eso o mi mente estaba más desafinada de lo que había creído. Decidí que se trataba de lo primero.
—Por el Juramentado, qué callado estás.
El joven esbozó una sonrisa torcida, pero no dijo nada.
—¿Y bien? ¿Qué me traes?
—El mayordomo dice que lord Beaconfield está indispuesto, pero que quiere que vayas a hablar con él a eso de las diez.
—¿Dijo que quería hablar conmigo personalmente?
Wren asintió.
Esperaba tener ocasión de hablar con la Hoja, ver si podía husmear algo, pero supuse que tendría que lidiar con su segundo al mando. ¿Por qué quería Beaconfield hablar conmigo? ¿Se debía solamente a la curiosidad, o a la fascinación que sienten quienes comen decentemente hacia aquellos de nosotros que luchamos en el inmundo bajo vientre de la ciudad que compartimos? De algún modo, dudé que aquélla fuese la primera vez que aquel vicio andante se hubiera reunido con un camello.
Tomé pluma y un pergamino de detrás de la barra, y garabateé una breve nota:
No tengas tratos con la Hoja, o con su gente, hasta próximo aviso. Evita a cualquiera que envíe a por ti. Me acercaré mañana a mediodía.
Doblé el papel a lo largo, le di la vuelta y lo doblé de nuevo del mismo modo.
—Llévalo a la casa de Yancey y entrégaselo a su madre —ordené, tendiendo el mensaje a Wren—. Probablemente no lo encontrarás allí, pero dile a ella que se asegure de dárselo cuando vuelva. Después puedes tomarte la noche libre, es decir: haz lo que Adolphus te pida que hagas.
Wren se marchó.
—¡Y no lo leas! —grité a su espalda, lo que probablemente fue innecesario.
Adolphus preguntó en voz baja, a pesar del parloteo reinante:
—¿Qué sucede?
—¿Qué hora debe de ser? —Cogí la casaca—. Si esta noche no vuelvo, di a Crispin que investigue a conciencia a lord Beaconfield, y, sobre todo, a cualquier ex militar que pueda trabajar para él. —No buscaba respuesta, por lo que me dirigí hacia la salida de El Conde, lejos del ruidoso gentío, hacia el silencio que destilaba la noche.
Me sentí más tranquilo cuando, al acercarme a la entrada trasera de la mansión de Beaconfield, vi que Dunkan me saludaba con la mano con una amplia sonrisa.
—Tu chico no sabía muy bien cuándo aparecerías, y como estoy a punto de terminar mi turno pensé que no nos veríamos.
—Hola, Dunkan —lo saludé, estrechando con una sonrisa sincera la mano que me tendía—. ¿Cómo llevas el frío?
Rió de buena gana, y se puso casi tan colorado como rojo tenía el pelo.
—¡Estoy tan helado que tengo los pezones de una arpía, como solía decir mi padre! Claro que, y que quede entre nosotros, me he procurado un arma secreta para combatir la crudeza del invierno. —Sacó del chaleco una botella sin etiqueta que sacudió de modo tentador—. ¿Supongo que no querrás probarlo?
Eché un trago y el estómago se me llenó de fuego líquido.
—Es bueno, ¿eh?
Asentí y echó otro trago. Era bueno, fuerte como la coz de una mula, pero con un regusto dulce.
—Destilado con fuego de turba. Es el único modo de hacerlo. Mi primo tiene un alambique en el patio trasero, y cada mes me envía un cargamento. Algún día habré ahorrado el dinero suficiente para volver a casa y montar una destilería de verdad: Destilería Ballantine. Al menos, ése es el plan. ¡Claro que quizá cambio de idea y me lo pateo todo en mujeres!
Reí con él. Era esa clase de persona.
—Si optas por la primera opción, asegúrate de enviarme un barril de tu primera cosecha.
—Lo haré. Bueno, ya basta de parlotear con el servicio. Estoy seguro de que tendrás cosas más importantes de las que hablar. Hice señas de que habías llegado, y Viejoserrín te estará esperando. Si sigo de guardia cuando te vayas, acércate y compartiremos otro trago.
—Será un placer —dije, dirigiéndome hacia la entrada.
Y no se equivocaba: antes siquiera de llamar a la puerta, se abrió y Tuckett, al que Dunkan había llamado Viejoserrín, me miró con ojos marchitos sobre una nariz respingona.
—Aquí estás —dijo.
—Eso parece. —El frío penetró en la estancia, y el sirviente no llevaba sombrero ni casaca. Disfruté viendo cómo intentaba mantener la compostura.
—¿Vas a entrar? —preguntó, algo comprometido su quisquilloso estoicismo por el castañeteo de los dientes.
Cruzadas las cortesías de rigor, me agaché al entrar. Dio unas palmadas y apareció un muchacho para cogerme la casaca, y cuando fui a darle mi pesada prenda de lana caí en la cuenta de que había olvidado desarmarme antes de partir de El Conde. La mirada de Tuckett recaló lo bastante en mi arma como para darme a entender que había reparado en su presencia, pero no lo suficiente para convertirla en un obstáculo.
Tomó una linterna que colgaba de la pared y alumbró el corredor que se abría ante nosotros.
—El señor está en su despacho.Yo te acompañaré. —Como era habitual en él, su tono se hallaba a medio camino entre la orden y el ruego, pero incorporaba lo peor de ambos.
Lo seguí por el pasillo, tomando nota mental del recorrido. No me pareció que hubiese nada en los cuartos por los que pasamos que sugiriese la existencia de celdas para niños, o altares manchados de sangre, pero en una mansión de esas características cabía la posibilidad de ocultar cualquier cosa.Tuckett reparó en lo mucho que me fascinaba la arquitectura, y para impedir que profundizase en el porqué de mi interés opté por pincharlo un poco.
—¿Recibe a menudo el señor a traficantes de droga en sus dependencias privadas? —pregunté mientras subíamos la escalera principal.
—A quien reciba o no el señor no es asunto tuyo.
—En cierto modo lo es,ya que estoy a punto de reunirme con él.
Llegamos a lo alto y giramos a la derecha, luego seguimos caminando un rato en silencio. No pude evitar pensar que la lentitud de sus movimientos se debía menos a su edad que a su estrategia por incordiarme, porque no podía tener más de cuarenta años, aunque su aborrecible naturaleza lo hacía parecer mayor. Fue una venganza ruin, pero no del todo inefectiva: para cuando alcanzamos el despacho de la Hoja, deseaba tan desesperadamente abandonar la compañía de Tuckett como él la mía.
Contuve el aliento otro interminable momento, mientras él reunía fuerzas para llamar a la puerta. Oí un ruido ahogado de pasos procedente del interior, y, en seguida, se abrió.
Beaconfield había rebajado un poco su aspecto desde la última vez que nos vimos, lo que equivale a decir que ya no vestía como una furcia. Un sobretodo oscuro le cubría el pecho, y de cintura para abajo llevaba unos pantalones sobrios, de buen corte. No iba maquillado en absoluto, y la garganta y los largos dedos casi se antojaban desnudos sin los adornos con que lo vi la anterior ocasión. El único aspecto de su atuendo que no había cambiado en relación con el de la fiesta era el estoque que ceñía a la cintura. Me pregunté si lo llevaría por mí o si solía ir armado incluso dentro de su propia casa.
—Gracias,Tuckett. Eso es todo.
El mayordomo me dedicó una mirada sarcástica y carraspeó.
—¿Me permitís mi señor recordaros que debéis recibir al hechicero Brightfellow?
Beaconfield asintió, serio.
—Pues claro. Avísame cuando llegue.
Tuckett desapareció con la celeridad de un sirviente vocacional. Beaconfield me hizo un gesto para que entrara.
El despacho de la Hoja era sorprendentemente sombrío, teniendo en cuenta que conocía sus inclinaciones: no había tapices que inmortalizasen bacanales, ni trofeos ensangrentados de enemigos muertos. En lugar de ello, vi un salón sencillo, lujoso pero decorado con buen gusto, con las paredes cubiertas de estanterías donde descansaban libros antiguos, separadas entre sí por alfombras kirenas. Beaconfield se movió hasta situarse tras una mesa de ébano, la clase de mueble antiguo y enorme que sugería que todo su entorno se había adaptado a él. Miró mi arma.
—¿Esperas problemas?
—Vuestro mayordomo es un cliente insoportable.
Rió con ganas, una risa clara, casi honesta, no la nasal que acostumbran a tener los de su clase, más parecida a un gemido que a la expresión de alegría.
—Sí, por supuesto. —Reparó en que admiraba la decoración del lugar y compuso la sonrisa torcida que le había supuesto la mitad de su apodo—. ¿No era lo que esperabas ver?
—Parece poco propio del personaje.
—Una de las desventajas de tener una antigua mansión en propiedad es que no hay nada en esta estancia que no lleve aquí desde que yo nací. ¿Ves ese de ahí? —Señaló un retrato que colgaba de la pared de alguien que guardaba un parecido razonable con Beaconfield. Iba cubierto con armadura de placas, y se encontraba de pie sobre una impresionante montaña de cadáveres, con la mirada en la lejanía y una expresión que apuntaba a la gravedad de la situación, aunque a saber qué coño hacía contemplando el horizonte en mitad de una pelea.
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Es un cuadro.
—Horrible, ¿no crees? El antiguo rey se lo obsequió a mi tío abuelo para celebrar su famosa defensa de... —Movió la mano con gesto de apatía—. De donde fuera. Forma parte del paquete: no puedo redecorar sin traicionar a mis antepasados.
—Ése no es un problema que yo tenga.
—No, supongo que no —dijo—. Normalmente se me dan bien las caras, pero no ubico la tuya. Demasiado alto para un tarasaihgno, demasiado ancho para un asher. Tus ojos dirían rouendeño si no fueran tan oscuros, tanto como los de un isleño. ¿De dónde provienes?
—Del vientre de mi madre.
Rió de nuevo y me señaló un sillón. Acepté la invitación, decidido a reposar mi cuerpo cansado en él, y solté un suspiro apenas audible. Beaconfield imitó mi gesto, y tomó asiento en el trono de respaldo alto que había tras el escritorio.
—¿Un día largo?
Abrí la bolsa y deposité dos objetos sobre la mesa. El primero era una generosa medida de una sustancia pegajosa de color ámbar en una jarra sin etiqueta, y el segundo un paquete de raíces pardas entrelazadas.
—Cuidado con esa miel. Está sin cortar. Mejor no tomar más que un pellizco, a menos que se quiera intimar con el fondo del orinal.
—Excelente. La próxima semana celebro el baile del solsticio de invierno. Me gusta disponer de material para obsequiar a mis invitados. —Recogió las raíces secas y les echó un vistazo con aire distraído—. ¿Qué tal la raíz? Nunca la he probado.
—Es una buena excusa para mirarnos las botas durante tres o cuatro horas.
—Qué bien suena.
Se me escapó la risa antes de poder contenerla.
Dejó de nuevo sobre la mesa la raíz de ouroboro y me miró con atención. Intentaba reunir el nervio necesario para pedirme algo, pero intervine antes de que tuviera ocasión.
—¿Así que después viene Brightfellow? ¿El señor reúne todas las visitas desagradables para poder después quemar la tapicería?
—¿Así te consideras? ¿Desagradable?
—Así es como considero a Brightfellow.
—Yo no se lo presentaría a la reina, pero es útil, y listo. Muy listo.
—¿Cómo os conocisteis? Supongo que no frecuentáis los mismos círculos.
Beaconfield se recostó en la silla y meditó la respuesta, apoyando afectuosamente la mano en el puño de su espada.Tuve la impresión de que no era un gesto amenazador, de que el duque pertenecía a esa clase de personas que disfrutan acariciando el arma que han escogido para matar.