Bajos fondos

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Authors: Daniel Polansky

Tags: #Fantástico, Intriga, Otros

BOOK: Bajos fondos
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«Me llaman el Guardián. Hubo un tiempo en que estaba del lado de la ley. Ahora... digamos que estoy al margen.

Dime cuál es tu veneno preferido y te lo conseguiré. ¿Aliento de hada? ¿Vid del sueño? El Guardián los tiene todos. Estás en los bajos fondos de Rigus, la ciudad más próspera de las Trece Tierras, donde las ratas salen mientras la gente honrada duerme, y la guardia hace la vista gorda.

Admito los trapicheos, los rateros, los adictos y los matones callejeros. Pero ahora han asesinado a una niña y a nadie parece importarle. Así que tendré que tomar cartas en el asunto. Es en momentos como éste cuando necesitas conocer a las personas adecuadas. Y todos le deben algo al Guardián.

No soy ningún héroe. Así están las cosas. Bienvenido a los bajos fondos.»

Daniel Polansky

Bajos fondos

ePUB v1.2

Moower
29.03.12

Bajos fondos

Daniel Polansky

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

Título original:
The Straight Razor Cure

© del diseño y la imagen de la portada, Alejandro Colucci

© Daniel Polansky, 2011

© de la traducción, Miguel Antón, 2011

© Editorial Planeta, S. A., 2011

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): noviembre de 2011

ISBN: 978-84-450-7879-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.

www.newcomlab.com

Para mamá y papá

CAPÍTULO 1

En los campos de batalla de Apres e Ives, en las primeras jornadas de la Gran Guerra, adquirí la habilidad de despertar al oír el menor parpadeo. Fue necesario adaptarse, porque los que se dejaban vencer por el sueño acababan muertos a manos de un comando dren armado con una espada de trinchera. Se trata de un vestigio de mi pasado que preferiría dejar atrás. Rara es la situación que exija tener todos los sentidos perfectamente despiertos, y sucede a menudo que el mundo mejora mucho visto a media luz.

A lo que iba. Mi cuarto era la clase de lugar que gana estando adormilado, presa de una tremenda resaca. La luz de finales de otoño se filtraba por la ventana polvorienta y hacía que el interior, que podía considerarse a unos pasos de la miseria, aún pareciese menos acogedor. A pesar de no ser nada exigente, aquel agujero me parecía un auténtico vertedero. Además de la cama, los únicos muebles eran una cómoda con espejo y una mesa desportillada, por no mencionar la capa de mugre que cubría el suelo y las paredes. Enjuagué el orinal con agua y lo vacié en el callejón que discurría al pie de la ventana.

La parte baja de la ciudad era un mar de cabezas, y en las calles reverberaban los vozarrones de los vendedores que anunciaban las capturas del día a los mozos que transportaban las cajas al norte del casco antiguo. A pocas manzanas al este, los comerciantes vendían a intermediarios mercancías a bajo peso a cambio de cobre, mientras que Light Street abajo los pilluelos se mantenían ojo avizor en busca de un vendedor despistado o la víctima acaudalada que estuviese demasiado lejos del hogar. En las esquinas y los callejones, los mozos imitaban a los vendedores de pescado, pero con un tono no tan elevado y a un precio más alto. Las prostitutas ajadas que cubrían la primera ronda de la mañana se insinuaban a los transeúntes, con la esperanza de intercambiar sus desaparecidos encantos por un día más de licor. La mayor parte de la gente peligrosa dormía junto al arma envainada. La gente realmente peligrosa llevaba horas despierta, dándole a la pluma, emborronando los libros mayores.

Recogí un espejo del suelo y me miré en él. En mis mejores momentos, perfumado y con la manicura hecha, no soy feo. Una nariz vulgar gotea bajo dos ojos demasiado grandes, y en medio del conjunto la boca parece el corte que dibuja una cuchilla. Un cúmulo de cicatrices que avergonzaría a un masoquista no hacía sino aumentar mis encantos naturales, entre ellas la que discurre por la mejilla y que debo a un trozo de metralla de cañón que estuvo a unos centímetros de enviarme al otro barrio, o la piel desgarrada de la oreja izquierda, recuerdo de una pelea callejera de la que no salí vencedor.

Un frasquito de aliento de hada me guiñó el ojo desde la madera gastada de la mesa. Lo descorché para aspirar su aroma. El olor dulzón me llenó las fosas nasales, seguido de cerca por un familiar runrún en el oído. Sacudí el botellín. Estaba medio vacío; apenas me había durado. Me puse la camisa y las botas, luego tomé la bolsa de debajo de la cama y bajé la escalera para afrontar la última hora de la mañana.

El Conde del Paso Inseguro era un lugar tranquilo a esa hora del día, y con el salón principal prácticamente vacío reinaba tras la barra la mastodóntica figura de Adolphus el Grande, tabernero y copropietario. A pesar de mi metro ochenta de altura, Adolphus me sacaba una cabeza, y su torso con forma de barril era tan amplio que daba la impresión de ser gordo, aunque si lo mirabas con atención, de cerca, veías que el músculo ganaba con creces a la grasa.Ya era un hombre feo antes de que un virote dren le costase el ojo izquierdo, pero el parche negro que le tapaba la cuenca, y la cicatriz que le cruzaba el rostro picado de viruela, no hacían sino empeorar las cosas. Entre eso y la mirada parecía un maleante corto de entendederas, y aunque no era ni una cosa ni otra, esa impresión bastaba para que los parroquianos se comportasen en su presencia.

Limpiaba la barra y pontificaba acerca de las injusticias del día a uno de los parroquianos más sobrios. Era un pasatiempo popular. Me acerqué y ocupé el taburete más limpio que encontré.

Adolphus estaba demasiado ocupado solventando los problemas de la nación para permitir que la cortesía le interrumpiese el monólogo, de modo que se limitó a inclinar levemente la cabeza a modo de saludo.

—Y sin duda estarás de acuerdo conmigo, visto hasta qué punto ha fracasado su señoría en el puesto de canciller. Por mí que vuelva a dedicarse a ahorcar traidores, ejerciendo de ejecutor del tribunal de la Corona. Al menos eso se le daba bien.

—No estoy muy seguro de qué estás hablando, Adolphus. Todo el mundo sabe que nuestros líderes son gente tan sabia como honesta. ¿Es muy tarde para pedirte unos huevos?

Volvió la cabeza hacia la cocina y gruñó:

—¡Mujer! ¡Huevos! —Una vez completado el aparte, volcó de nuevo la atención en su ebrio cautivo.

»Cinco años entregué a la Corona. Cinco años y un ojo. —Adolphus solía meter la herida en cualquier conversación, por banal que fuera, hasta el punto de que se había convertido en una muletilla—. Cinco años metido hasta el cuello en el barro y la mierda, cinco años en que los banqueros y los nobles se enriquecieron en retaguardia a costa de mi sangre. Medio ocre al mes no te compensa esos cinco años, pero me pertenecen, y que me parta un rayo si permito que lo olviden. —Dejó el trapo en la barra y me señaló con un dedo del tamaño de una salchicha, con la esperanza de que yo lo apoyara—. También es tu medio ocre, amigo mío. Muy callado estás para tratarse de alguien olvidado por la reina y la patria.

¿Qué podía decir? El canciller haría lo que le placiera, y probablemente las diatribas de un antiguo piquero tuerto no sirvieran para persuadirlo de lo contrario. Lancé uno de esos gruñidos que no comprometen a nada. Adeline, tan callada y menuda como su marido era lo contrario, asomó por la puerta de la cocina y me ofreció una bandeja con una sonrisa diminuta. Acepté el primero sin más, pero devolví la segunda. Adolphus siguió divagando, pero lo ignoré para volcar mi atención en los huevos. Hacía década y media que éramos amigos, y eso se debía a que yo le perdonaba sus impertinencias y él mi taciturnidad.

El aliento empezó a surtir efecto. Sentí que se me calmaban los nervios, que se me agudizaba la vista. Di un mordisco al pan negro recién horneado y pensé en la jornada laboral que tenía por delante. Debía visitar a mi contacto en la oficina de aduanas, pues habían pasado dos semanas desde que me prometió documentación legal, que aún tenía que entregarme. Aparte de eso tenía pendientes las rondas habituales a los distribuidores que obtenían su género por mediación mía, los chulos, los comerciantes al por menor y los taberneros deshonestos. A última hora de la tarde tenía que dejarme caer por una fiesta por la zona de Kor’s Heights, pues me había comprometido con Yancey el Rimador que me acercaría antes del anochecer.

En la barra, el hombre ebrio encontró la ocasión de interrumpir la casi coherente e interminable diatriba de Adolphus.

—¿Has sabido algo de la niña?

El gigante y yo cruzamos miradas de pesar.

—La guardia está formada por inútiles —replicó Adolphus, que se puso de nuevo a limpiar.

Habían pasado tres días desde la desaparición de la hija pequeña de un estibador. La última vez que la vieron jugaba en el callejón que había al salir de la casa. Desde entonces, la Pequeña Tara se había convertido en una especie de celebridad para los vecinos de la parte baja de la ciudad. El gremio de pescadores había ofrecido una recompensa, la iglesia de Prachetas había celebrado una misa en su honor, incluso la guardia había despertado durante unas horas del letargo que la caracterizaba para aporrear unas cuantas puertas y mirar en el interior de otros tantos pozos. No hallaron nada, y setenta y dos horas era mucho tiempo para que una cría anduviese perdida en el kilómetro y medio cuadrado más densamente poblado de todo el Imperio. Sakra mediante, la niña estaría bien, aunque yo no me habría apostado por ello ni el medio ocre que tenía pendiente de cobro.

El recordatorio de la niña desaparecida provocó el milagro inesperado de cerrar la boca de Adolphus.Terminé en silencio el desayuno, aparté el plato y me puse en pie.

—Guárdame cualquier mensaje que pueda recibir porque no volveré hasta la noche.

Adolphus se despidió con un gesto de la mano.

Salí al caos de la parte baja de la ciudad. Era mediodía y eché a caminar en dirección al muelle. A una manzana de El Conde, recostado en la pared y liando un cigarrillo con una sonrisa de oreja a oreja, reparé en el metro sesenta y siete de Mac el Niño, chulo y liante de primera. Sus ojos oscuros me miraban enmarcados por las apenas perceptibles cicatrices de duelo, y siempre iba impecablemente vestido, desde la cinta del sombrero hasta la empuñadura plateada del estoque que ceñía a la cintura. Se recostaba en el ladrillo con una expresión que aunaba la amenaza de la violencia con una profunda indolencia.

En los años transcurridos desde su llegada al vecindario, Mac había logrado hacerse con un modesto territorio gracias a su habilidad con la espada y a la inmerecida dedicación de sus prostitutas, todas ellas, sin excepción, enamoradas de su chulo como lo estaría una madre de su primogénito. A menudo se me pasaba por la cabeza que Mac tenía el trabajo más fácil de toda la parte baja de la ciudad, pues se limitaba a asegurarse de que sus rameras no se matasen entre sí por sus atenciones, aunque a juzgar por su expresión cualquiera lo hubiese dicho. Éramos amigos desde que montó el negocio, compartíamos información y, de vez en cuando, nos hacíamos favores.

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