Me dije que ya me ocuparía de ello cuando llegara el momento, pero al cabo de un instante volví a dar vueltas al asunto con la esperanza de encontrar otra solución. Repartí mentalmente las piezas del rompecabezas, una tras otra, y repasé el proceso que había llevado a Beaconfield de ser un diletante a convertirse en asesino de masas.
Un día se levanta y descubre que no tiene suficiente dinero para pagar un traje al sastre, y empieza a pensar en el modo de resolver la situación. Probablemente Brightfellow no fue la primera opción, era posible que antes se llevara algunas decepciones. Hubo un momento en que se puso en contacto con el hechicero, y ambos empezaron a hablar. No siempre fue un chapuzas que hacía trucos de magia para la clase alta, sino un practicante de verdad, y puede que tuviera una salida, un final feliz en cartera, siempre y cuando el duque no fuese muy escrupuloso con los medios. El duque no es escrupuloso. Para el secuestro de Tara contratan al kireno, un conocido, quizá, de Brightfellow, pero escogen mal, su hombre mete la pata y tienen que matarlo antes de que alguien tire del hilo. Detienen la operación unos meses y se reorganizan; nada de trabajos externos, a partir de este momento los secuestros los llevarán a cabo personalmente. Primero Caristiona, luego Avraham, secuestrados y sacrificados, arrojados más tarde a un lugar donde nadie pudiera encontrar los cadáveres.
Pillado por los pelos. Estaba cogido por los pelos. Tenía el motivo y los medios, pero nada más. ¿Qué relacionaba a los niños? ¿Por qué habían contagiado la peste a los dos últimos? Demasiadas preguntas y poca cosa que pudiera considerarse una prueba sólida. El nombre de Brightfellow en un trozo de papel que ni siquiera conservaba, extraviado durante mi chapuzón en el canal. Unas cuantas amenazas durante una conversación que la Hoja negaría haber mantenido. Sabía que Beaconfield era culpable, pero al Viejo no le bastaría con una corazonada, y actuar contra el duque no me serviría de nada si no contaba con el respaldo de Black House.
Quise haber aprovechado la oportunidad de sonsacar más a la Hoja durante nuestra última conversación en lugar de utilizarla para tantear. El Viejo solía mofarse de mí cuando era mi tutor. Decía que yo era incapaz de controlar mi temperamento. Dijo que ésa era la razón por la que nunca sería tan bueno como él, porque permitía que el odio me saliera por la boca. Ese tipo era un jodido enfermo, pero probablemente tenía razón.
Tenía que hablar con Guiscard, necesitaba encontrar a Afonso Cadamost, saber a qué me enfrentaba. No me preocupaban demasiado los hombres que pudiera reunir Beaconfield en mi contra, pero ¿y Brightfellow y su blasfema mascota? ¿Podría enviármela? ¿A qué distancia? ¿Cómo iba a defenderme de ella? Y lo que era más importante, ¿cómo coño acabaría con ella?
Eran preguntas que quería haber respondido antes de declararle la guerra abierta a la Hoja Sonriente.
Estaba sentado ante el hogar de la chimenea, leyendo
La historia de la tercera campaña isocrotana
, de Elliot, cuando entró un mensajero, vestido con casaca, preguntando por mí. Le hice un gesto y me tendió una carta.
—¿Está mal la cosa ahí fuera? —pregunté.
—Y va a empeorar.
—Suele pasar. —Le di una moneda de plata a modo de propina, supuse que lo más probable era que no fuese a necesitarla para financiar mi retiro. Casi me arrancó el brazo cuando me estrechó la mano para darme las gracias.
El sobre era de fino pergamino teñido de color rosa, con una eme mayúscula estampada en el remite.
Nuestra primera conversación me pareció tan cautivadora que logré emprender las acciones que necesitaba para tentarte de cara a una segunda charla. Baste con decir que he adquirido más información que podría interesarte. ¿Querrás volver a visitarme, digamos que a eso de las once?
Aguarda impaciente tu llegada,
Mairi.
La leí dos veces más, luego la confié a las llamas, observando el modo en que el pergamino rosa se ondulaba y disipaba con un rápido ruido seco. Por lo visto, Mairi prefería esperar al final de la jornada para hablar conmigo.Volví a volcar la atención en la obra de Elliot y la insensatez de los grandes hombres.
En El Conde no hubo mucha clientela durante buena parte de la noche, la tormenta era lo bastante fuerte para retener en sus casas a los parroquianos que vivían más cerca. Pedí lo de siempre a Adolphus, dispuesto a matar el tiempo, intentando, con poco éxito, no pensar en la piel morena de Mairi y sus ojos negros.
Salí a eso de las diez, tras asegurarme de que Adeline y el muchacho estuvieran en la cocina. Al cabo de dos minutos bajo la nevada me convencí de que cometía un error. No era tan mozo como para caminar bajo la nieve por cualquier motivo; lo que Mairi quisiera contarme podía esperar al día siguiente. Pero era demasiado tozudo para darme la vuelta, aunque hacía tan mal tiempo que decidí atajar por Brennock en lugar de seguir el canal hacia el norte.
Me encontraba a medio camino cuando los oí sin dificultades, ya que no pusieron el menor empeño en disimular su presencia. Seguramente confiaron en que su número les daba ventaja suficiente, aunque de haber tenido mayor experiencia, habrían sabido que nunca hay que ofrecer una sola ventaja al enemigo, por cierto que parezca el resultado de la contienda.
Aparte de esa muestra de euforia pueril, habían tendido la emboscada con gran profesionalidad. Para cuando la pareja que tenía detrás llamó mi atención, sus compañeros ya me habían rodeado y los tenía delante. Me bastó con un rápido vistazo para comprobar que no era una pandilla de matones callejeros, pues bajo las casacas de gruesa tela negra vi fugaces destellos de pelo de cabra mezclado con lana. Todos ellos llevaban una máscara del mismo color que la capa, como en un carnaval, máscaras hechas a semejanza de animales salvajes con las que se cubrían la mitad inferior del rostro.
No había prestado mucha atención debido a la nieve, creyendo que eso y lo intempestivo de la hora serían suficiente protección. Entonces me pregunté si la invitación de Mairi era falsa, si la había ingeniado la Hoja para sacarme de mi escondite. No me pareció probable, tampoco la posibilidad de que ella y sus fríos ojos negros me hubiesen vendido en cuanto cerró su puerta.
Archivé aquello en la creciente montaña de cosas sobre las que debería pensar si sobrevivía los próximos cinco minutos, y doblé por un callejón para echar a correr bajo la traicionera nevada. A mi espalda alcancé a oír sus gritos, perros de caza tras su presa. Los edificios circundantes eran fábricas textiles edificadas de acorde al nuevo estilo, largas hileras de obreros ante la maquinaria, cerradas desde la guerra comercial con Nestria que había estallado el año pasado. Con el rabillo del ojo vi la entrada lateral de una de ellas, cargué con el hombro por delante y rompí la cerradura oxidada que hasta ese momento la había mantenido cerrada.
Penetré en una estructura cavernosa que debía de medir un centenar de metros de largo. A través de las ventanas rotas se filtraba luz suficiente para moverme entre la enorme maquinaria que se deterioraba en el interior. En la pared del fondo vi una escalera de metal, y arriba, un par de oficinas abandonadas. Me dirigí hacia la escalera. El descansillo llevaba a otro tramo y otra puerta cerrada que, al igual que su homónima de abajo, no me supuso mayores problemas.
Subí a un tejado llano cubierto de listones de madera combados y traicioneros. El perfil de la ciudad se extendía ante mí, un paisaje de urbana podredumbre interrumpido por la enorme humareda industrial que coronaba la fábrica. Mi subterfugio tan sólo me había proporcionado unos segundos de ventaja, y desenvainé la espada para enfrentarme al que me seguía más de cerca.
Su máscara la remataba un pico estrecho, como el de un pinzón, y reía, reía y desenvainaba la espada, un espadín de hoja muy fina que parecía más el juguete de un niño que un objeto del que servirse para cometer un asesinato. Empezó a decir algo, pero yo no tenía tiempo para cruzar frases ingeniosas y cargué sobre él sin más, esperando derribarlo y reanudar la huida.
Era rápido, y al menos diez años menor que yo, pero para el negocio que nos traíamos entre manos no bastaba con toda una vida de asistir a clases de esgrima. La nieve le entorpeció el juego de pies, y su estilo, perfecto para circunstancias menos letales, apuntaba hacia la tendencia natural por la ofensiva que se adopta cuando lo peor que puede suponerte un error es la pérdida de un punto. Sería mío en un abrir y cerrar de ojos.
Pero no tenía ni tiempo de abrir y cerrar los ojos. Oí a sus compatriotas en la escalera, y comprendí que si no acababa con él rápidamente, descubriría lo difícil que resulta respirar con un palmo de acero en las entrañas. Después de su siguiente acometida fingí tropezar y caí hacia adelante sobre una rodilla, con la esperanza de que mordiese el anzuelo.
Pensar en herirme resultó irresistible para mi adversario, que se lanzó a fondo dispuesto a darme un golpe mortífero. Me agaché, tanto que estuve a punto de tocar la madera cubierta de nieve con la mejilla, y la hoja de su espadín me pasó sobre el hombro sin herirme. Con la palma de la zurda en la madera, impulsé el cuerpo, barriendo el espacio con la espada de trinchera, que hundí en su brazo a la altura del codo. Lanzó un grito, y me pasé una larga fracción de segundo sorprendido por el tono agudo de su voz, antes de que mi siguiente ataque lo decapitase. Consciente de la proximidad de los demás, salté sobre el cadáver y seguí corriendo.
Subí tres metros de escalera de hierro hasta lo alto de la chimenea. Cuando alcancé la parte superior, me incorporé y miré desde arriba a mis perseguidores, pensando que si alguno de ellos iba armado con una ballesta ya podía darme por muerto. Pero ninguno iba armado con ballesta. Dos se quedaron mirándome, empuñando con fuerza la espada, mientras el tercero comprobaba el estado de su compañero muerto. Reí, presa del regocijo que acompaña a la violencia.
—¡Veo que no es tan azul como dicen! —grité, mientras la sangre goteaba de mi espada de trinchera—.Venid a por mí si tenéis huevos.
Di tres rápidos pasos y efectué un salto, dispuesto para el impacto cuando atravesé la ventana de cristal del contiguo edificio de oficinas. Caí con fuerza, desmadejado y no precisamente incólume. Me puse en pie con dificultad, me dirigí corriendo a la habitación de al lado y me aposté en su oscuro interior, confiando en que mis perseguidores fueran tan estúpidos como para seguir el mismo camino que yo había tomado.
Pasó medio minuto. Entonces se oyó un grito juvenil y vi a dos de ellos caer al suelo. Por lo visto las levitas no les habían estorbado la maniobra. El salto no dejó fuera de juego mucho tiempo a mis perseguidores. Reanudaron la carrera, conscientes del peligro que suponía vacilar.
Arrojé una daga a través de la puerta al primero de ellos. Apunté al pecho, pero la arrojé alto y el arma se hundió en su garganta, peculiar resultado ante mi incompetencia. Cayó al suelo y pasó unos últimos segundos muy dolorosos. No perdí el tiempo lamentando la pérdida, y aproveché para acortar distancias con el otro. Entre la muerte de su compañero y la escasa iluminación, no duró demasiado. Hubo un instante de terror cuando lo llevé hacia las ventanas rotas y lo sepulté en un torbellino de golpes.
Pensé en saltar por la ventana, caer las dos plantas que me separaban del suelo y perderme en la noche, pero no estaba muy seguro de que mi tobillo soportase otra caída. A decir verdad, quería cargarme al último, quería verle la cara cuando comprendiese que había acabado con sus compañeros, quería encararme a alguien después de días de correr de un lado a otro en la oscuridad.
Bajé corriendo al descansillo de la segunda planta, justo a tiempo de verlo franquear la puerta principal. Durante la persecución había perdido la capucha, pero conservaba el pico negro que ocultaba su identidad. Era más corpulento que sus compañeros, y en lugar de la fina espada de duelo que empuñaban ellos, esgrimía un sable con gruesa empuñadura de bronce.
Eché mano de la otra daga que guardaba en la bota. No estaba allí, debía de haberse caído en algún momento de la riña. Agarré al revés la espada de trinchera, la parte roma contra el antebrazo. Lo haríamos a la antigua. Ambos anduvimos en círculo, mesurándonos, luego él fingió lanzarme un golpe al pecho, y entonces me entregué al entrechocar del acero.
Era bueno, y su arma encajaba bien los golpes del grueso filo de la que yo empuñaba. El dolor que sentía en el tobillo no me facilitaba precisamente las cosas, y me descubrí esforzándome por mantener el paso. Necesitaba hacer algo para mejorar mis posibilidades. En lo tocante a peleas letales, tres a uno es una cifra determinante.
Chocamos los aceros, me pegué a él y le lancé un denso escupitajo a la cara. Aguantó la necesidad de limpiárselo, a pesar de lo cual vi que lo desconcertaba.
Reculé unos pasos.
—¿Los muertos por mi mano eran amigos tuyos?
No respondió. Cerró distancias y fuí consciente del poco espacio que había para maniobrar. Amagué una estocada a la cabeza, pero él la desvió sin dificultad y respondió con un golpe que estuvo a punto de costarme la mía. ¡Por el Primogénito que era rápido! No podría mantener mucho más tiempo ese ritmo.
—Apuesto a que eso es lo que eran. Compañeros de clase. Me juego algo.
Volvimos a chocar, y de nuevo salí perdiendo con un corte en el brazo izquierdo que dio fe de su velocidad. Reanudé la provocación e hice lo posible por mostrarme indiferente ante la herida.
—Asegúrate de no olvidar el antebrazo del primero cuando lo enterréis, o pasará tullido una eternidad.
El olor a sangre lo enardeció y se abalanzó sobre mí con un rugido. Metí la mano izquierda en el bolsillo y aferré el puño de hierro al tiempo que bloqueaba un fuerte ataque que me habría aplastado el cráneo de haberme alcanzado. Mientras recuperaba el equilibrio golpeé dos veces con el puño, que retiré ensangrentado, obra de los pinchos que remataban aquella arma secundaria. Se llevó la otra mano al costado, y aproveché la situación para golpearlo en la mandíbula. Los pinchos atravesaron la máscara y se hundieron en la carne. Profirió un grito, cuyo sonido horadó la maltrecha dentadura y la carne mutilada, y sin perder un instante descargué en su pecho un golpe de espada, que hundí con fuerza. Gritó de nuevo antes de caer.
Su ropa y las armas constituían prueba suficiente, pero si necesitaba cerciorarme de la parte que había jugado Beaconfield en ello, ahí la tenía. Descubierto el rostro, reconocí al hombre que agonizaba a mis pies como el tipo que había actuado como padrino de la Hoja aquella misma mañana.