Cerca de Pasco Creek pasaron junto a un grupo de cabañas deshabitadas.
Al acercarse, Malachai avisó a los de atrás:
—¡Gente!
Randy se volvió y echó una ojeada por encima del hombro de Malachai. Desde detrás del asiente trasero podía mirar sin ser visto. Vio a dos niños salir, al exterior y en otro lugar a un hombre barbudo agazapado tras un montón de leña, apuntando con un arma al camión. No hizo ningún movimiento hostil, pero el cañón le siguió. Era evidente que poca gente viajaba por aquella carretera y aquellos que lo hacían no eran bien recibidos.
Randy se sintió aliviado al meterse en un camino mejor hacia Fort-Repose. Para entonces todos estaban envarados, porque era imposible mantenerse de pie en la caja del camión. El almirante y Bill podían sentarse con las piernas cruzadas en el suelo y ver el panorama a través de sus troneras, pero Randy tenía que estar casi en cuclillas para ver por las ventanillas traseras. Cuando el camión llegó a un terreno más alto, en donde la carretera era recta y podían ver a quienes se acercaban desde casi dos kilómetros, dijo a Malachai que se detuviese.
—Nos tomaremos diez minutos —dijo.
Abrió las puertas traseras y salió, gimiendo, sintiéndose permanentemente dolorido. Caminó, agitando los brazos y flexionando las rodillas. Bill McGovern bajó a la carretera, con la espalda encorvada. El almirante trató de enderezarse y una juntura o un tendón crujiendo audiblemente. Soltó una maldición. Malachai sonrió.
—Ahora veo por qué querías conducir —exclamó Randy. Miró en varias direcciones. Nadie venía. Volvio al camión y encontró el termo que Lib le había dado. Todavía esperando encontrar agua. Era café—. ¡Mirad! —dijo—. ¡Mirad lo que Lib... mi esposa les preparó!
Se dio cuenta que era el único café que quedaba en el tarro.
Había una taza para cada uno, pero decidieron beberse sólo la mitad, ahorrando el resto para el final de la tarde, cuando pudieran necesitar más.
Volvieron al camión y continuaron la patrulla, pasando por delante de la casa de los Hickey, vacía, la puerta abierta, las ventanas fantasmalmente rotas. Jim Hickey, con tan valiosas mercancías para el cambio como la miel y la cera, debía conservar gasolina. El coche del apicultor advirtió Randy que faltaba. En el pasado mes cualquiera hubiera cambiado gasolina por miel. El objetivo de los salteadores era probablemente el coche y la gasolina, dedujo Randy, más que la miel. Esta conclusión le desanimó. Los salteadores podían estar a centenares de kilómetros de Fort Repose, ahora.
Acercándose a Fort Repose —ellos debieron evitar ser vistos en la ciudad— tomaron por un camino vecinal serpenteante y alto que recorrieron unos cuatro kilómetros hasta un antiguo puente que cruzaba el St. Johns. Una vez a la otra parte del río, quedarían hacia el sur y poco después se encontrarían en la carretera a San Marco.
Trasteando por la calzada de arcilla, apenas parecía que valía la pena seguir la vigilancia desde la trasera y sin embargo, Randy lo dijo. De pronto advirtió que le seguían. No habia visto ningún coche en Pasco Creek Road antes de dar la vuelta. No pasaron ningún otro vehículo en el camino lateral del camino de arcilla, ni tampoco casas. El coche estaba simplemente allí, siguiéndoles a respetable distancia, sin hacer el menor esfuerzo por alcanzarles y sin quedarse atrás tampoco. Recordó el abandonado cobertizo almacén de naranjas de la curva. Debia haber estado oculto allí. Randy habló para que Malachai pudiera oírle con claridad:
—Tenemos compañía... a unos trescientos metros atrás.
Esforzó los ojos a través de las polvorientas ventanillas traseras. Era difícil enfocar la visión, como intentar apuntar un revólver desde un traquetreante jeep y casi era de noche. EJra un último modelo de gris claro, techo duro descapotable o sedán y Jim Hickey poseyó un coche de esas características, aunque indudablemente habían muchas posibilidades de que existiesen montones de coches parecidos incluso que no fuesen grises sino castaño claro o sucios por el polvo de modo que se confundieran. Dijo a Malachai:
—Aumenta un poco la marcha. Veremos qué ocurre.
Malachai aumentó la velocidad hasta sesenta y cinco o setenta kilómetros. El coche de detrás mantuvo su distancia, exactamente, como si le remolcaran. Esto no demostraba nada. Sería un procedimiento normal de un ciudadano honesto siguiendo a un camión extraño por un camino solitario y poco frecuentado. No querría acercarse demasiado, pero probablemente tenía prisa por volver a casa antes de oscurecer. Así que si el camión aumentaba la marcha, también lo haría él.
—Vuelve a treinta —ordenó Randy.
El camión disminuyó la marcha. El coche hizo lo mismo. De nuevo esto sólo demostraba una cosa, pre» caución.
Randy se volvía a Sam Hazzard y Bill McGovern.
—Ese tipo de detrás o es un transeúnte inocente o nos está conduciendo.
—¿Conduciéndonos? —preguntó Bill.
—Conduciéndonos hasta el revólver o escopeta de› alguien amigo suyo que esté por delante —llegaron a una zona lisa de camino y Randy pudo ver a dos hombres en el coche. Pensó que la parte de atrás estaba vacía, pero no podía estar seguro —es una pareja. Hombres los dos.
Continuaron en silencio. Esto era enteramente distinto de una patrulla en la guerra cuando uno proseguía lleno de miedo y a pesar de su temor, esperando no encontrar ningún disgusto. Su único miedo era que fallasen de encontrar a los enemigos, que gastaron la gasolina en un viaje inútil y perdiesen su mejor oportunidad de barrerlos por completo. Esto era un asunto personal y cuestión de supervivencia. Era como tener un nido de serpientes de coral debajo de la casa. Era preciso ir a por él y matarlas, o con toda seguridad algún día matarían a un niño o a tu perro. En una cuestión como esta, la importancia de la propia vida disminuía. Así que rogó porque los hombres que le seguían fuesen salteadores.
Al cabo de un minuto o dos supo que lo eran, porque el extremo opuesto del estrecho y cubierto puente estaba bloqueado. Eran conducidos a un callejón sin salida y la situación táctica había cambiado y el plan resultaba inútil. Vería el campo de fuego desde las troneras laterales del camión. La pelea tendría que hacerse enteramente desde delante y atrás.
—Sigue en marcha —dijo—. Tenían que metérse de cabeza en la encerrona. Si salían antes de llegar al puente y se precipitaban para pelear a distancia, entonces los salteadores podrían disparar y huir. Era necesario disparar desde cerca.
Malachai mantuvo la marcha.
—Sam, usted y Bill ocúpense de los de detrás —dijo Randy—. Yo ayudaré a Malachai delante. Olvídense de los laterales.
El almirante y Bill se arrastraron hasta la parte trasera.Randy se agazapó tras la espalda de Mala— chai. Repasó la carabina. Estaba preparada. Se metió otro cargador en el bolsillo de la camisa donde estuviera más a mano.
Lo que bloqueaba el extremo opuesto del puente era su modelo A, su perfil cuadrado inconfundible. Un hombre esperaba en cada mojón. Uno podía atacar el coche, pero no atropellar a los hombres de manera que su táctica no resultaría buena. Randy le reconoció por la descripción de Dan. El de los brazos de gorilla y la metralleta estaba delante. El arma era una Thompson. El hombre del bate ocupaba el otro lado. También llevaba una pistola enfundada, pero de la manera en que sostenía el palo, como un bateador a punto de entrar en la plancha, aquello parecía su arma favorita. Cuatro hombres, entonces, en vez de tres. Ninguna mujer. Comprensible. El personal de estas bandas probablemente cambiaba de día a día.
—Hacia ellos —dijo a Malachai—. Acércate.
Las ruedas pisaron las primeras planchas del puente y Malachai disminuyó la marcha. Randy vio el cañón de la Thompson levantarse. Ese era al que tenía que alcanzar. Se colocó la culata de la carabina y avisó a Bill McGovern.
—Déjenles que se acerquen —dijo—. Permítales que vengan.hacia nosotros cuanto quieran. Tenemos dificultades en la parte delantera.
Bill asintió. El rítmico batir de las gomas en las planchas cesó. Estaban a unos seis metros del Modelo A: El del bate avanzó hacia la izquierda del camión. El de la metralleta se quedó donde estaba. A esta luz Randy dudaba que pudiesen ver nada en la caja del camión, pero no se movió. Estaba tan inmóvil como un saco. Susurró.
—Haz que ese hijo de perra de la metralleta venga hasta nosotros. Oblígalo a moverse, que venga.
El del bate estaba a un metro de Malachai y a metro y medio del cañón de la carabina. Si miraba hacia la caja, Randy tendría que dispararle y en ese caso el de la metralleta Thompson podría matarles a todos. No sabía nada más que Randy pudiese hacerle decir. Ni siquiera susurrar. Ahora la cosa quedaba en manos de Malachai.
El hombre golpeó con el bate violentamente contra la puerta.
Preguntó:
—¿Qué tienes ahí dentro, muchacho?
—No tengo nada, patrón —rechinó Malachai. Desde su puesto en el hombro derecho, Randy supo que Malachai empuñaba el 45, pero actuaba y hablaba como un tonto, que era la mejor manera de comportarse.
El de la metralleta dio un paso más hacia delante y dos a la derecha para poder observar a Malachai.
—Vamos, Casey —dijo—. ¡Saca ese tipo de ahí!
El del bate intervino:
—¡Baja, bastardo negro!
Randy sabía que aquel tipo no podría utilizar el palo mientras Malachai estuviese en el camión y rogó porque Malachai esperara. Miró al del arma de fuego. Por favor, Dios, que dé un paso más, así no tendré que tirar por el parabrisas. Un disparo a través del cristal fallaría casi de seguro a causa de la refracción de la luz o del desvío de la bala. Sería una locura desesperada y no quería hacerla.
—Sácale o rómpele la cabeza —dijo el de la metralleta—. No me importa lo que haga.
Malachai pareció temblar y lloriquear.
—¡Por favor, patrón! —el miedo en su voz resultaba real.
El del bate puso la mano en la manivela de la puerta.
En aquel instante la giró, Malachai saltó, lanzándose a través de la puerta y sobre el bandido, empuñando la pistola.
El de la metralleta dio dos rápidos pasos y la Thompson comenzó a brincar y a bramar. La gruesa cintura de aquel individuo estaba en el punto de mira de Randy y apretó el gatillo una y otra vez, una y otra vez antes de que el cañón de la Thompson descendiera y el bandido se doblase y comenzara a caer. Cuando estuvo de bruces en el suelo aún se retorció y empuñó el arma y trató de levantarla hacia Randy para disparar, pero Randy volvió a oprimir el gatillo, con cuidado, apuntándole a la cabeza.
Apenas había oído las escopetas pero cuando Randy salió por el asiento delantero y bajó del coche, buscando otro blanco, la batalla había terminado. Muy cerca detrás del camión dos figuras yacían, brazos y piernas retorcidos en un garabato torpe y mortal. El almirante estaba plantado sobre el hombre que empuñó el bate, la escopeta a un palmo de la cabeza.
Malachai estaba doblado, como durmiendo, la cabeza apoyada contra el neumático delantero izquierdo. Todo había tenido lugar en menos de siete segundos.
Malachai tosió y Randy se puso de rodillas a su lado y le incorporó y le levantó la cabeza. Malachai volvió a sofocarse y Randy le giró la cabeza de manera que la sangre hubiese salido de la boca y no meterse por su laringe. Abrió la camisa de Malachai. Había un agujero grande como una moneda de dos centavos debajo del plexo solar. En este pozo redondo la sangre oscura latía y manaba rítmicamente, con una pequeña y amenazadora inundación.
—¿Acabó con esta escoria? —preguntó el almiarante.
—Aguarde un momento —dijo Randy. Cogió el bate e hizo un esfuerzo por pensar con cordura. Primero, Malachai. Había que llevar a Malachai a casa a toda prisa para que Dan pudiese hacer algo si es que era posible ayudarle. Dan no tenia instrumental, ni tampoco veía mucho. Pudo haberlo hecho con un ojo si poseyera las herramientas de su oficio que aquellos hombres le robaron. Randy corrió hasta el modelo A. Estaba vacío. El maletín del doctor no se encontraba dentro.
Volvió al camión donde Sam Hazzard seguía plantado sobre su cautivo. Un lado de la cara de aquel tipo estaba en carne viva. El salto de Malachai y el golpe hicieron que aquel individuo cayera de frente sobre las planchas del puente.
—¿Dónde está el maletín del doctor?
El hombre no dijo nada. Randy vio que su mano derecha se movía. Continuaba teniendo una arma enfundada. Randy le pegó en la nariz con el bate.
—Estate quieto —el almirante se inclinó, desabrochó la funda y tomó el arma. Era un 38 especial de la policía.
—Habla —ordenó Randy.
—No sé nada —dijo el hombre.
Randy le pegó otra vez con el bate, con más fuerza, el individuo gritó.
—¿Dónde está el maletín negro? —preguntó Randy.
El hombre contestó:
—Ella se lo llevó. Rundum se lo llevó.
—¿Y dónde está ella?
—No lo sé. Se fue con alguien anoche... y no fue esta mañana... no sé... se fue con algún bastardo que tenía una botella.
—¡Bill —llamó Randy—. ¿Dónde está Bill?
Bill McGovern estaba al otro lado del camión.
—Aquí, Randy —contestó.
Bill, mire en ese coche a ver si encuentra el maletín de Dan. Y asegúrese de que esos dos de allá están bien muertos.
Malachai volvió a toser. Randy trató de ponerle de costado, pero empezó a sangrar más de la herida del estómago, así que tuvo que dejarlo como estaba.
—No creo que este nos haga ningún bien —dijo Sam Hazzard—. Simplemente nos retrasa. Creo que deberíamos convocar ahora mismo un tribunal militar y ejecutar la sentencia. Voto porque sea ejecutado.
—Yo también contestó Randy—, pero quiero ahorcarle. Si causa dificultades, le mataremos, Sam, pero prefiero tenerle vivo.
Bill volvió con una caja de cartón.
—No había nada en este coche, excepto esto. Hay un poco de comida. Unas cuantas latas de sardinas y de buey y una caja de cerillas y un par de cajas de municiones. Eso es todo. Ni rastro del maletín de Dan. Y el solar está acabado. Se puso en nuestra línea de fuego y parece ahora un cedazo habiéndole atravesado todos los perdigones. Hay gasolina por toda la carretera.
Randy puso en marcha el modelo A y miró el manómetro del combustible. Señalaba casi vacío Le hizo retroceder del puente, se guardó la llave en el bolsillo y lo dejó.
—Pondremos a Malachai dentro del camión y reanudaremos la marcha —dijo—. Primero recogeré sus armas y municiones.