Bajó de la silla y regresó a su despacho, teniendo cuidado en mantener una actitud digna y comercial. La gente chilló. Mantuvo el orden y salió. Edgar conservó á su personal atareado hasta pasado el mediodía, haciendo balance de cuentas y libros. Cuando todo estuvo en orden, dio por anticipado a cada empleado el salario de una semana, en efectivo, y les informó que se pondría en contacto con ellos cuando fueran necesarios sus servicios. Con todo lo que quedaba, y estando por entero solo, se sintió aliviado. Había salvado al banco. Su posición seguía siendo liquida. Los dólares eran buenos y el banco tenia dolares. Puesto que él era el banco y el banco era suyo eso significaba que poseía el efectivo necesario para sobrevivir personalmente en un período indefinido de caos económico.
Los cálculos de Edgar no eran correctos. Se había olvidado de la ley implacable de la escasez.
Como la mayor parte de las pequeñas ciudades, los alimentos de Fort Repose y el suministro de medicinas dependía de las entregas diarias o trisemanales de los almacenes de las urbes mayores. Cada día camiones tanque llenaban las gasolineras. Para todas las demás mercancías se dependía de los embarques por correo, ferrocarril y fletes de carretera, de los transportistas y fabricantes de otras plazas. Con Alerta Rojo, todos estos servicios se suspendieron por entero y de inmediato. Como miles de otras ciudades y pueblecitos y no directamente afectados por la guerra, Fort Repose se convirtió en una isla. Desde aquel momento, sus habitantes tendrían que subsistir en lo que estuviese dentro de sus posibilidades y alcances, más lo que pudiesen extraer del campo circundante.
Las provisiones y los suministros se evaporaron en las estanterías. La gasolina se secó en las bombas. Cerrando el First National fracasó en evadirse del ansia compradora. Antes de cerrar, había inyectado unos cien mil dólares extra en efectivo en la economía, desigualmente destruida. Y aparecieron forasteros, ansiosos de comerciar con lo que había en sus carteras, adquiriendo lo que necesitaban en el momento y en el futuro.
La gente de Fort Repose no tenía forma de saberlo, pero los establecimientos de las autopistas que formaba la red arterial de costa a costa y los de los cruces entre las grandes ciudades, habían sido despojados rápidamente de sus existencias.
Para cuando se produjo la Alarma Roja las autopistas estaban atascadas con caravanas de refugiados, buscando asilo sin saber dónde. Las setas radioactivas de las explosiones atómicas de Miami vaciaron Hollywood y Fort Lauderdale. Los turistas se encaminaron instintivamente al norte por la carretera número uno y A1A, como pájaros asustados en busca de sonido. Al anochecer, se detenían al exterior de los escombros radioactivos de Jacksonville. Algunos huyeron hacia el oeste en dirección a Tampa, para descubrir que Tampa les estallaba en la cara. La evacuación de Jacksonville, parcialmente realizada antes de que los proyectiles dirigidos buscasen el complejo Marina-Aire, envió a parte de su gente hacia Savannah y la Atlanta. Ninguna de las dos ciudades existía. Otros marcharon raudos al sur, hacia Orlando, para encontrarse con los evacuados de Orlando que se precipitaban hacia el holocausto de Jacksonville. Cuando las autoridades en Tallahasse sospecharon que la avalancha de Jacksonville, la avalancha de polvo radioactivo transportado por el viento oeste, ensabanaría la capital del estado, ordenaron la evacuación. Algunos desde Tallahassee marcharon al sur por la carretera 27, hacia Tampa, sin saber que Tampa ya no existía.
Este caos no resultó de una rotura de Defensa Civil. Fue simplemente que la Defensa Civil, como una burbuja realista contra la guerra termonuclear, no existió. Las zonas de evacuación para ciudades enteras nunca se habían anunciado públicamente lo suficiente, por el miedo de «extender la alarma». Sólo las familias del personal militar sabían qué hacer y dónde ir y reunirse. El secreto militar prohibía la identificación por radio de aquellas ciudades destruidas, puesto que esto era dar información al enemigo.
En Florida sólo, varios cientos de miles de familias estaban en movimiento, pocas con provisiones para más de un día y algunas con nada en absoluto, excepto un coche y dinero. Asi por necesidad eran voraces y consumían todo como un ejército de hormigas. Las tiendas de carretera, restaurantes, gasolineras, bares y quioskos que se extendían a lo largo de las autopistas de cuatro circulaciones por dirección se vieron desnudadas de existencias o colocaron un cartel así afirmándolo. Sólo los establecimientos dedicados a la venta de recuerdos, con sus inútiles flamencos rosados y conchas de colores, se salvaron del saqueo. Por eso es por lo que los forasteros, viniendo de las carreteras ya vaciadas, invadieron Fort Repose y otras pequeñas ciudades apartadas de las corrientes principales de tránsito.
Aquellas personas en Fort Repose que recordaban el racionamiento de la Segunda Gran Guerra recordaron la carencia de mercancías, allá en los años 42 y 43 y compraron subsiguientemente. Acapararon cámaras, cubiertas, café, azúcar, cigarrillos, manteca, carne de buey y medias de nylón. Algunas propietarios, dándose cuenta de que esas mercancías se esfumaban, instituyeron sus propios sistemas de razonamiento.
Las esposas más atentas y sensatas llevaban radios portátiles con que compraron repuestos de baterías, velas, lámparas de petróleo, fósforos, líquido para encendedores y piedras, botiquines y grandes cantidades de jabón y de papel higiénico.
Cuando se extendió la noticia de que convictos armados, escapados de los batallones de trabajóle vieron cerca de la ciudad, el almacén de Beck vendió rifles, escopetas, pistolas y casi todas sus municiones.
Para mediodía las registradoras de Fort Repose estaban atiborradas de dinero, pero muchas estanterías y mostradores estaban desnudos y a otros poco les faltaba. Por la tarde la viva escasez había degradado el dólar hasta hacerlo despreciable. Al cabo de unos pocos días más, el dólar, en Fort Repose, había desaparecido por entero como medio de cambio, al menos durante largo tiempo.
Sentado a solas en su despacho, Edgar Quisenberry no se daba cuenta de ninguno de estos hechos, no podía en su imaginación anticipar la caída del dólar, ni tampoco pudo haberse pensado en la desolación de la Tesorería y del Sistema de Reserva Federal en el espacio de una sola hora. Metódicamente leyó el último correo. No había nada de gran importancia, excepto animadores párrafos en la carta Kiplinger prediciendo otro aumento de los negocios e hipotecas y mejores beneficios en el sur durante la temporada de Navidad. Y también, desde Detroit había una noticia de que el dividendo de las acciones de un diez por ciento en automóviles había sido abonado en su cuenta corriente personal. Ciertamente no se equivocó en la solidez de aquello, pensó. Confiaba que nada le pasase a Detroit, pero tenía el inquietante presentimiento de que si ocurriría o ya habría ocurrido.
A las dos, como siempre, los sábados salía del banco, primero ajustando la cerradura del tiempo de la caja fuerte para las ocho y media de la mañana del lunes. Su coche era un Cadillac negro, de tres años de antigüedad. Recordó que durante la última Gran Guerra la producción de automóviles se suspendió. Decidió que el lunes, o quizás aquella misma tarde, iría hasta San Marco y vería si podía adquirir un nuevo Cadillac a cambio del viejo. Henrietta se alegraría y eso serviría de valla para una larga disrupción de la economía.
Cuando puso en marcha el motor vio que tenía poca gasolina y en el camino de su casa se detuvo en la estación de servicio de Jerry Kling. Se quedó sorprendido al ver que no habían filas de coches esperando, como ocurrió a primeras horas de la mañana. Luego advirtió el gran cartel pintado a mano con unas escuetas letras rojas: LO SIENTO. NO QUEDA GASOLINA.
Edgar hizo sonar el claxon y Jerry salió del despacho, con aspecto cansado y triste.
—¿Diga, señor Quisenberry? —le preguntó Jerry.
—Eso es para alejar a los turistas y forasteros, ¿verdad? —dijo Edgar.
—No, señor. No sólo me quedé sin gasolina. Vendí todos los neumáticos, bujías, baterías, aceite pesado, equipos de vulcanización, bebidas y caramelos y me queda muy poco de todo lo demás.
—Necesito gasolina. Estoy casi con el depósito vacía.
—Debía haber puesto el cartel una hora después de abrir. ¿Sabe qué, señor Quisenberry? Vendí a precio normal las cubiertas antes de pensar que yo necesitaría también un equipo completo. Me dejé encantar por el sonido de la registradora. ¡Qué loco fui! Ahora sólo tengo dinero.
—No sé si llegaré a casa —dijo Edgar.
—Pues a mí me parece que todos no tardaremos en tener que caminar, señor Quisenberry —suspiró Jerry—. Le voy a decir lo que haré. Usted es un viejo cliente. Tengo un bidón en el almacén. Le daré unos quince litros. Baje su coche por la rampa, para que nadie le vea.
Cuando tuvo sus quince litros, Edgar sacó la cartera y dijo:
—¿Cuánto?
Jerry soltó la carcajada y levantó las manos en un gesto de repugnancia.
,s-¡Guárdelo! No quiero dinero. ¿Para qué diablos sirve? No se puede ir en coche y no se puede comer ni siquiera sirve para arreglar un pinchazo. El dinero es una inutilidad en este tiempo.
Edgar condujo despacio, reclinado sobre el volante. Vagamente sabía que en la Segunda Gran Guerra los dragmas griegos y los pengos húngaros quedaron sin valor. Y en la Guerra de la Revolución los chelines del Congreso Continental no darían nada, según la frase británica, siendo unos desperdicios continentales. Pero nada asi había ocurrido jamás al dólar. Si el dólar carecía de valor, todo carecía de valor. Había una frase que oyó cantidad de veces: «el fin de la civilización como nosotros sabemos». Ahora comprendía el significado de la frase. Quería decir que se acababa el dinero.
Cuando Edgar llegó a casa faltaba el coche de Henrietta. Encontró una nota en la bandeja en la mesita del recibidor. Decía:
«1-30.
"Edgar... traté de llamarte durante toda la mañana pero el teléfono sigue sin funcionar. La radio no dice nada, pero tengo miedo. No obstante, voy a salir de compras. Espero que no haya mucha gente en las tiendas. Me parece que de aqui en adelante compraré los martes o viernes en vez de los sábados
.
"¿No seria mejor que llenásemos de gasolina los depósitos de los dos coches? Puede que haya escasez. Recuerda cómo pasó la última vez, con aquéllas tarjetas estúpidas de razonamiento clase A y B
.
"No dejaste mucho dinero cuando saliste precipitadamente esta mañana, pero siempre puedo pagar con cheques. Será difícil durante una temporada, pero la vida proseguirá
Henrietta
Edgar subió al dormitorio de matrimonio y se sentó al borde de la cama. Qué estúpida era ella. Decía que la vida proseguiría. ¿Cómo podía seguir la vida adelante sin ninguna Federal Reserve, sin Tesorería, sin Wall Street, sin bonos, sin bancos?
Henrietta no le entendía en absoluto. ¿Cómo podía seguir la vida si los dólares eran inútiles? ¿Cómo podría vivir nadie sin dólares, sin crédito, sin ambas cosas? Ella no entendía que el banco se había convertido sólo en un montón de piedra lleno de papel sin valor, de que su crédito no sería mejor que el de otro cualquiera. Si los dólares eran despreciables nada podrían comprar. Ni siquiera un billete, digamos, a Sudamérica incluso si se podía, ¿cómo se podría llegar a un aeropuerto? ¡Vaya ir de compras! ¿Cómo podrían comprar durante una semana, o un mes a partir de ahora?
Henrietta era estúpida. Esto era el fin. La civilización terminaba. De una cosa estaba seguro de pillar. No se vería arrollado por la multitud. Había sido un banquero toda la vida y así seguiría siendo hasta morir, banquero. No se dejaría humillar. No quedaría reducido a mendigar gasolina o comida y verse arrastrado al nivel de un contable sin trabajo. Pensó en todas las notas sobresalientes que ahora nunca se pagarían y de cómo sus desvelos estarían riéndose. Despreció a los imprevisores y ahora lo mismo valdría el improvisor que el cuidadoso, el sólido que el quebrado. Bueno, les dejaría que tratasen de seguir adelante sin dólares. No aceptaría tal mundo para sí.
Encontró el viejo y niquelado revólver, comprado por su padre muchos años atrás, estaba en el cajón superior de su escritorio. Edgar jamás lo disparó. Las balas estaban verdes de cardenillo y el percutor oxidado. Apoyó el cañón en su sien, preguntándose si funcionaría. Funcionó.
Siempre antes, los acontecimientos importantes y las fechas de interés se marcaban en la memoria con etiquetas definidoras, no sólo los días como el Día de Acción de Gracias, el de Año Nuevo y el Nacimiento de Lincoln, sino el Día de Pearl Harbor, el Día D, el Día VE, el Día VJ, el Día de los Impuestos. Este sábado decembrino, siempre después, se conoció simplemente como El Día. Con eso bastaba. Cada cual recordaba con exactitud lo que dijeron o hicieron en El Día. La gente inconsciente se decantó por dividir el tiempo en dos nuevos períodos, antes de El Día y después de El Día. Así se solía decir: «Antes de El Día yo era comerciante en automóviles. Ahora vendo sedales para pescar». O una madre podía murmurar: «Oh, sí, Oscar salió bien de los exámenes. Claro que eso fue antes de El Día». O una mamá joven decía: «Hope nació después de El Día, por eso me preocupan sus dientes».
El invento semántico no fue del todo original. Varias generaciones de sureños se habían referido a antes y después de «La Guerra» sin que nadie les pidiera que explicaran a qué guerra se referían. Pareció incongruente llamar guerra a El Día —guerra ruso-americana, Este-Oeste, o Tercera Guerra Mundial.— porque la guerra en realidad terminó en ui^a sola jornada. Además, nadie en el hemisferio occidental vio jamás el rostro de ningún enemigo humano. Poquísimos realmente contemplaron un avión o submarino enemigo y los proyectiles dirigidos aparecieron tan sólo en las pantallas de radar más sensibles. La mayoría de los que murieron en Norteamrica no vieron nada en absoluto, puesto que fallecieron en la cama, pasando en una milésima de segundo del sueño a la eternidad. Así que el forcejeo no fue contra una naturaleza humana o por la victoria. La lucha, para quienes sobrevivieron a El Día, fue por sobrevivir al siguiente.
Esta verdad no fue asimilada rápida o fácilmente por Randy Bragg, aunque estaba mejor preparado que la demás gente. Quedaba por entero fuera de su experiencia y sin precedente en la historia.