Ay, Babilonia (42 page)

Read Ay, Babilonia Online

Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Ay, Babilonia
3.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

En los cinco botes iban trece hombres, todos bien armados. Esa sería la primera noche que Randy tendría que pasar separado de Lib desde su matrimonio y ella parecía en cierto modo, apenada. Pero Randy no temía por su seguridad, o por la seguridad de Fort Repose. Su compañía tenía ahora treinta hombres. Controlaba los ríos y los caminos. Sabienéo esto, los salteadores se mantenían lejos de Fort Repose. La frase «Fuerza de castigo» había sido popular antes de El Día y efectiva mientras esa fuerza fue inconfundiblemente superior. La compañía de Randy era la fuerza más eficiente con toda seguridad de la Florida Central y él tenía intención de conservarla así.

Sentado en el timón, la gorra dorada bien encasquetada en la cabeza, el viento silbando a través de las jarcias, el almirante parecía haberse quitado diez años de encima.

—Mira —dijo—, cuando yo estaba en la academia insistieron en que era preciso navegar a vela antes que a vapor. Solían colocarnos en balandros y hacernos navegar una y otra vez por el Severa y aprendíamos nudos y el manejo de los cordajes y su instalación. Creí que era una tontería. Aún sigo creyéndolo, pero resulta divertido.

Llegaron a una curva del río y Randy vio cómo la atalaya de su tejado desaparecía detrás de los cipreses y de las palmeras. Era divertido, pensó, tranquilo. En un bote de vela un hombre podía pensar. Pensó en el pescado y en lo que había ocurrido a la pesca, porque tenía el estómago vacío.

Peyton Bragg estaba aburrida, disgustada y furiosa. Había ayudado a Ben Franklin a planear la caza. Incluso había caminado hasta la ciudad con Ben y le ayudó a localizar los libros en la librería que hablaban sobre armadillos. El armadillo, según se enteraron, era un animal nocturno que se escondía durante el día en hoyos profundos. Por la noche excava como un topo por debajo de la superficie, localizando y comiéndose las raíces tiernas y los tubérculos, en este caso los ñames de los Henri. Lo más emocionante que aprendieron fue que en América Central el armadillo era considerado como un plato exquisito. El armadillo era comestible.

Luego, cuando llegó el momento de la caza, Ben se negó a llevarla. Una chica no podía estar toda la noche en el bosque, dijo Ben. Era demasiado peligroso. Hubiera querido la muchacha presentar su caso a Randy para que este juzgase, pero Randy se había ido con el almirante y su madre estaba de acuerdo con Ben.

Así que Ben se fue aquella tarde con Caleb y Graff. Era presunción de Ben que Graff era primordial para la caza del armadillo y así se demostró. En Alemania, el perro lebrel fue criado originalmente como cazador de armadillos, o bichos por el estilo, lo que significaba que podía excavar como un loco y sin miedo y perseguir tenazmente al animal por debajo del suelo.

Ben iba armado con un machete y su rifle del 22, pero fue la lanza de.Caleb lo que resultó ser el arma efectiva contra los armadillos. Recorrieron el sembrado de ñames a la luz de la luna. Toda la zona estaba llena de agujeros de los armadillos. Bill introdujo a Graff por una abertura y el perro olisqueando y comprendiendo de inmediato, se abrió paso dentro del suelo. Al poco se oyó un grito terrible y un gruñido desde un rincón del sembrado. Localizando al armadillo por los sonidos de Graff. Caleb hurgó con la lanza y el animal salió. Fue tan repentino que pilló a Ben por sorpresa y disparó. A los demás, los decapitaron con el machete.

Por la mañana cinco armadillos fueron colocados en el establo de los Henri. Tuo Tone y el predicador los limpiaron y Peyton comió armadillo para desayunar. Se hubiese atragantado de asco, excepto que resultó tierno y delicioso y que tenía mucha hambre. Ben Franklin fue felicitado por descubrir una nueva fuente de alimentos y resultó ser un héroe. Peyton era sólo una chica apta para coser, lavar cacharros y hacer las camas.

Peyton se tiró sobre la cama y se quedó mirando al techo. Quería que se la felicitase y que se fijaran en ella. Quería ser heroína. Recientemente había estado hablando a Bill de sicología, una materia fascinante. Había leído uno de los libros de Lib.

Me veo rechazada —se dijo en voz alta a sí misma.

Si quería ser una heroína, el mejor medio era coger algún pescado. Se puso a pensar en el problema: ¿por qué no picaban los peces? Ella había oído decir al almirante que— el mejor pescador del río era el predicador Henri y, sin embargo, sabía que Randy no habló con el predicador sobre la falta de pescado. Si alguien podía ayudar, sería el predicador. Se levantó, alisó la cama y bajó por las escaleras posteriores. Era su día de barrer dichas escaleras. Terminaría de hacerlo cuando volviese.

Peyton encontró al predicador a la sombra de su porche delantero meciéndose en la mecedora. El predicador se hacía muy viejo. Casi no hacía otra cosa que mecerse. El predicador era la persona más vieja que Peyton había visto jamás. Ahora tenía una barbita blanca y parecía un profeta salido de la Biblia.

—¿Predicador, puede usted decirme algo? —preguntó Peyton.

El predicador se quedó sobresaltado. No la había visto acercarse y su voz le interrumpió su sueño. Empezó a levantarse y volvió a dejarse caer en la silla.

—Claro, Peyton —dijo—. ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué no pican los peces?

El predicador soltó una risita.

—Pican. Pican cuando tienen que comer.

—Vamos, predicador. ¿Por qué no me dice cómo puedo pescar un poco?

—Para pescar, es necesario, pensar como los peces. ¿Puedes tú pensar como un pececito, nena?

Peyton se sintió insultada, al oírse llamar nena, pero tenía su
dignidad
y fue con dignidad como respondió:

—No, no puedo. Pero sé que usted sí. Debe hacerlo, porque es un gran pescador. El predicador asintió:

—Fui un gran pescador, ahora soy demasiado viejo para pescar. Nadie me cree gran pescador. Sólo piensan qué soy un viejo inútil. Tú eres la primera en preguntarme por qué no pican. Así que te lo diré. Peyton aguardó.

—Si hiciese muchísimo calor, como ahora, el máximo calor que recuerdo jamás y tú fueses un pez, ¿qué harías?

—No lo sé —contestó Peyton—. Sé lo que hago yo. Me doy duchas, tres o cuatro al día. Al exterior, sin nada puesto.

El predicador asintió.

—Los peces también quieren estar frescos, y no se acercan a la orilla, por ahí... —su brazo giró para indicar las riberas del río-...se van al centro. El agua cerca de la orilla está caliente. Mete la mano y notarás como si fuese caldo. Pero en el centro del río, donde está más hondo, se está bien y fresco. Ahí viven los peces animadamente y tienen hambre y comen cuando se les ponen buenos cebos.

—¿Las lubinas?

—Sí. Las grandes lubinas, muy adentro.

—¿Y cómo llegaría hasta ellas? Nadie ha sido capaz de hacer picar con las redes a las lubinas... no hay forma...

—Eso es lo malo —dijo el predicador—. Los pescaditos tienen también calor y así que se meten también en el centro, donde son perseguidos por los grandes peces, como siempre.

—¿Se comería la lubina a los peces dorados?

El predicador la miró receloso.

—¡Claro que sí! Se lo zamparían en un segundo, si se le ofreciese! Pero va contra la ley pescar con peces dorados. Aunque si yo tuviese peces dorados, y no fuera contra la ley, y tuviera que pescar en la zona más honda, entonces no utilizaría otro cebo. Colocaría un poco de peso cerca del anzuelo para que el pez dorado se hundiese hasta el fondo, donde se agazapa la gran lubina.

—Gracias, predicador —dijo Peyton, y se alejó, no deseando incriminarle más, si realmente era cierto que la pesca con peces dorados resultaba ilegal.

Volvió a casa, encontró un cubo en el porche posterior y luego cruzó River Road para hablar con Florence Wechek. Ella y Florence eran buenas amigas y a menudo conversaban largo y tendido, pero sobre cosas sencillas, tales como remendar y coser.

Florence no estaba en casa, probablemente se encontraría en la ciudad ayudando a Alice en la biblioteca, pero sí los peces dorados. Los vio nadar ensoñadores, mirándola en su inútil complacencia.

—Estoy con vosotros —dijo la muchacha y vació peces y agua en el cubo. Tomó prestada la caña de Ben Franklin y el carrete y se dirigió al muelle. Le habían prohibido salir sola en la barca de Randy, pero puesto que estaba ya mezclada en un acto criminal, igual podía arriesgarse a otra infracción.

A medio día Randy no había regresado y Elizabeth McGovern Bragg subió hasta la atalaya donde podía estar a solas con sus temores y su ansiedad. Su padre y Dan Gunn habían caminado hasta la ciudad aquella mañana. Con algunos voluntarios de la Tropa de Bragg habían empezado a limpiar y reparar la clínica. Así que no había ningún hombre en la casa y ella temía por su marido. El la había dicho que no había peligro pero en esta nueva vida de tribulaciones, los peligros se presentaban de imprevisto y eran mortales. Mantuvo la cara vuelta hacia el este, en donde la listada vela hecha del toldo del almirante aparecería en el primer recodo del Timucuan.

Se dijo a si misma que era una tontería, que Ran dy y los demás, si encontraban el lugar, podían enredarse allí durante horas. Indudablemente se darían un banquete de cangrejos y no se lo podía censurar. Incluso podían encontrar difícil cargar la sal. Cualquier incidente podría retrasarles.

Desde la hierba de detrás de la cocina, Helen llamó:

—¡Lib!

Ella se inclinó por la barandilla.

—¿Si?

—¿Está Peyton contigo?

—No. No la he visto.

—¿Está en el muelle?

Lib miró al muelle y vio que faltaba la lancha de Randy. Antes de decírselo a Helen escrutó el río. No se veía nada en ninguna parte; Randy había zarpado en el crucero del almirante y la lancha pequeña debería estar allí.

A las cinco de la tarde, la flota de Fort Repose divisó la casa de Randy. No había duda de que el viaje era triunfal. Los cinco botes estaban repletos de sal, los trece hombres atiborrados de cangrejos hervidos, sazonados con exageración, de modo que todos se veían más fuertes y se notaban mejor y en cada lancha habían cubos y tinas llenas de cangrejos vivos.

El almirante condujo su bote a lo largo del muelle de Randy y lo volvió contra el viento.

—Descargad aquí la sal que necesitáis —dijo Sam Hazzard—, y esa tina de cangrejos; yo volveré con la parte de los Henri y la mía.

Randy descargó. Esperaba que Lib bajase al muelle para saludarle, o que estuviera vigilando desde la atalaya. Volver a casa con tan rico cargamento y no ser bien recibido resultaba descorazonador. Levantó la tina hasta el muelle y luego dos grandes sacos de sal. Por lo menos, cincuenta libras, pensó. Duraría varios meses y cuando se acabara había un suministro ilimitado esperando en las playas de la Laguna del Cangrejo Azul. Dijo:

—Hasta luego, Sam. Le veré esta noche.

El almirante se apartó del muelle y Randy recogió la tina, derramando deliberadamente parte del agua que había mantenido vivos a los cangrejos, y caminó hasta la casa.

La cocina estaba vacía, excepto cuatro grandísimas lubinas en la pila. Sospesó la mayor. Estimó que pesaría unos cinco kilos. Era la lubina mayor que había visto en un año. Resultaba increíble.

Había una bandeja en la mesa de la cocina con un montón de carne asada. Parecía cordero. La probó. No tenía el gusto del cordero. No se parecía a nada de lo que probase antes, pero sabía bien. Pensó en los cangrejos y su valor quedó reducido al de entremeses.

Fue entonces, cuando oyó desde arriba, los primeros sollozos y pensó en ellos y entonces una voz distinta se oyó histérica en otra parte de la casa. Temeroso, cruzó el comedor.

Tres mujeres se hallaban en la sala de estar. Todas lloraban. Lib, silenciosamente. Florence y Helen, en alta voz. Lib le vio y echó a correr para echarse a sus brazos y secó las lágrimas en su camisa.

—¿Qué pasó —preguntó él.

—Creí que no volverías nunca a casa —dijo Lib—. Tenía miedo y han habido muchas cosas malas.

—¿Qué? ¿Quién se ha lastimado?

—Nadie, excepto Peyton. Está arriba, llorando. Helen le dio irnos azotes y la mandó a la cama.

—¿Por qué?

—Se fue de pesca.

—¿Cogió Peyton esas grandes lubinas?

—Sí.

—¿Y Helen le dio azotes?

—No es por eso. Helen le pegó porque se llevó tu lancha y se dejó marchar corriente abajo. No sabíamos lo que le había pasado hasta que vino remando hace una hora. Dijo que no podía navegar a vela.

Randy miró a Helen.

—¿Y qué hay de malo contigo?

—Estoy trastornada. Todo el mundo se trastorna, se ha de pegar a sus hijos.

Florence gimió y dejó caer su cabeza entre los brazos.

—¿y qué le pasa a Florence?

—Alguien o algo vino y se le comió sus peces dorados. Florence alzó la cabeza.

—Pienso que ha debido ser Sir Percy. Estoy segura. Quería a ese gato y ahora, miren cómo se comporta.

Se puso a llorar de nuevo.

—¿Es que no me va a preguntar nadie si hemos conseguido sal? —dijo Randy.

—¿Trajiste sal? —preguntó Lib.

—Sí. Cincuenta libras. Y si vosotras, las mujeres, la queréis, llevad la carretilla hasta el muelle y traedla.

Entró en la cocina para limpiar las hermosas lubinas y colocar a los cangrejos en la gran cacerola. Todo era ridículo y estúpido. Cuanto más aprendía acerca de mujeres, más se daba cuenta de que lo único que había averiguado de verdad con respecto a ellas es esto: «todas necesitan tener a un hombre cerca».

Entonces encontró a un maltrecho pez dorado en el estómago de una lubina. Lo examinó con cuidado, sonrió y lo dejó caer por el sumidero. No lo mencionaría. Ya habían habido bastantes disgustos y confusiones, entre todas estas mujeres.

Asi terminó el hambriento agosto. La cuarta semana, el calor disminuyó y los peces comenzaron de nuevo a picar.

En septiembre comenzó el colegio. Resultaba poco práctico reabrir el edificio escolar de Fort Repose... no había calefacción ni agua. Randy decidió que la responsabilidad para enseñar debía residir temporalmente en los padres. Los maestros regulares estaban esparcidos o se habían ido y no había forma de pagarles. Los libros de texto seguían en la escuela, para cualquiera que los necesitase. La biblioteca del juez Bragg se convirtió en aula en casa de los Bragg, con Lib y Helen dividiéndose la enseñanza. Cuando Caleb Henri llegó a clase con Peyton y Ben Franklin, Randy se quedó algo sorprendido. Vio que Peyton y Ben lo esperaban y entonces se acordó de que antes en más de dos tercios de las ciudades de América los niños negros y blancos no se habían sentado en las éscuelas unos junto a otros durante muchos años sin armar escándalo.

Other books

Lies My Girlfriend Told Me by Julie Anne Peters
Suspicious Activities by Tyler Anne Snell
Beach House Memories by Mary Alice Monroe
Sniper one by Dan Mills
Sugar Rain by Paul Park
A Purse to Die For by Melodie Campbell, Cynthia St-Pierre
The Spinning Heart by Donal Ryan