—Viruela —murmuró ella.
Sin comprender que Lib, mentalmente ya no estaba en el cuarto con ellos, Sam Hazzard preguntó:
—¿Qué hay de la viruela?
—¡Oh! —Lib sacudió la cabeza—. Creo que la viruela es algo salido de la Edad Media, como la plaga Negra.— Es verdad que a menudo aparece, pero siempre la combatíamos con facilidad. ¿Qué pasa ahora con las vacunas? ¿Qué hay de la difteria y de la fiebre amarilla? ¿Volverán a presentarse? Sin penicilina y DDT, ¿dónde estamos? Todas las cosas buenas nos venían automáticamente. Nacimos con cucharillas de plata en la boca y lavadoras eléctricas para mantener las cosas saludables y limpias. Nos relajamos, ¿verdad? ¿Qué nos ha pasado, almirante?
Sam Hazzard desconectó las baterías de la radio y giró su sillón para mirarles a los dos.
—He intentado encontrar la respuesta —señaló con la cabeza a su máquina de escribir y los libros apilados en su escritorio—. He intentado ponerlo en letras y transmitirlo. Hasta ahora, no hay manera. Todo lo que he descubierto está donde yo mismo... y mis compañeros de profesión... fracasamos. Me explicaré.
Abrió un cajón, sacó una carpeta.
Llamo a esto «Notas al pie de la Historia». Miren, estuve en el Pentágono cuando tuvimos las grandes preocupaciones sobre papeles y misiones y se me ocurrió que podía ser uno de los pocos supervivientes que conocieran el interior de lo que pasaba y cómo se tomaban las decisiones y creí que los futuros historiadores podían mostrar interés. Así que tomé nota de los hechos. A parte todos los argumentos entre los almirantes de los portaviones y de los aviones atómicos y los generales del ICBM y de las divisiones super blindadas y los generales de los bombarderos pesados y proyectiles dirigidos tripulados. Conté cómo finalmente llegamos a lo que pensamos que era un equilibrio estable. Cuando terminé de releerlo comprendí que era todo una farsa.
Arrojó el manuscrito sobre el escritorio como si lo tirase a la basura y no valiese ni el papel en que estaba escrito.
Continuó diciendo:
—Miren, confundí la táctica con la estrategia. Creo que lo hicimos todos. La verdad es esta. Una vez ambos lados tenían la máxima capacidad de bombas de hidrógeno y medios eficientes de lanzarlas, ya no había ninguna cuerda alternativa de paz.
«Cada máxima de guerra resultaba arcaica. Las normas Clausewitz, Mahón, todas ellas quedaban tan anticuadas como el código de los duelos. La guerra ya no era un instrumento de política nacional, sino sólo un instrumento del suicidio nacional. La guerra en si resultaba anticuada. Así que mis «Notas» tratan de antiguallas, tácticas de ninguna importancia verdadera. Igual podíamos haber estado jugando en la alfombra con soldaditos de plomo».
El almirante se levantó y enderezó la espalda.
—Creo que la mayoría de nosotros presintió esta verdad, pero no pudimos aceptarla. Miren, no importa cuán bien comprendiésemos la verdad, era necesario que el Kremlin la entendiese igualmente. Se necesitan dos para firmar una paz, pero sólo uno para hacer una guerra. Así que lo único que pudimos hacer, mientras jurábamos no dar el primer golpe, era poner en fila nuestros soldaditos de plomo.
—¿Eso fue todo lo que pudieron hacer? —preguntó lab.
—Todo. La respuesta no estaba en el Pentágono, ni siquiera en la Casa Blanca. Yo la estoy buscando por todas partes. Un lugar, aquí —dio unas palmaditas sobre el Tomo de Gibert—. Aqui hay extrañas similitudes entre el fin de la Pax Romana y el fin de la Pax Americana, heredera de la Pax Británica. Por ejemplo, los precios pagados por un alto oficio. Cuando fue corriente gastar un millón de dólares en eiegir senadores desde estados moderadamente poblados, creo que aquello debió servirnos de aviso. Por ejemplo, diversiones gratis para las masas. Pan y circo. Espectáculos romanos y nuestras espectaculares campañas electorales. Largueza de los procónsules conquistadores y regalos abundantes de la televisión donados por el rey triunfante de los lápices de labios. Para comprender el presente hay que conocer el pasado, sin embargo, eso es sólo una parte de la respuesta. Yo nunca descubriré el total. Me faltan años.
Randy vio que el almirante estaba cansado.
—Será mejor que volvamos —dijo—. Gracias por una velada tan entretenida.
—La próxima vez que vengas —dijo Hazzard—. Quiero que eches un vistazo a mi invento.
—¿También usted inventa algo? Todo el mundo se dedica a inventar.
—Sí. Se llama barca de vela. Es un medio de propulsión que reemplaza el motor de gasolina. Sacrifiqué el asta de mi bandera y el tejadillo del patio para conseguirlo. El cortado y el cosido fue hecho por Florence Wechek, Missouri y Hannah Hénri. Ahora puedo recomendártelas como cosedores de velas expertas.
—Gracias, Sam —sonrió Randy—. Es un invento maravilloso y se hará popular. Sé que me proporcionaré una barca de esas ahora mismo y utilizaré su misma empresa de constructoras de velas.
Caminaron por el sendero a lo largo de la orilla del río. Volviendo la cabeza, Randy vio el pequeño crucero compacto del almirante con sobrecubierta, el motor inútil desmontado, un esbelto mástil apuntando a la multitud de estrellas. Habían muchas embarcaciones de vela en los lagos de Florida, pero Randy había visto poquísimas en las aguas superiores del St. Johns, o en el Timucuan.
—Adoro al almirante —dijo Lib—, me preocupa. Me pregunto si tiene bastante que comer.
—Los Henri dicen que sí que come. Y Missouri le conserva la rasa limpia. Los Henri también le aprecian.
—Mientras tengamos hombres como ese, no creeré que estamos en decadencia. No nos pasará como a Roma, ¿verdad?
Randy no contestó. La hizo darse vuelta para que le mirase y la rodeó la cintura con las manos. Sus dedos casi se unieron; ella era muy delgada.
—Te amo —dijo—. Me peocupo por ti. Me pregunto si te he dicho bstantes veces cuánto te amo y te quiero y te necesito y cómo sin ti no valgo nada y tengo miedo cuando no estás conmigo y cómo me multiplico cuando te tengo a mi lado.
La rodeó con los brazos y notó cómo su cuerpo se arqueaba moldeándose contra su persona.
—Nunca parece haber tiempo bastante —dijo—, pero esta noche sí. Cuando lleguemos a casa.
—Si, Randy —dijo ella.
Siguieron caminando, él cogiéndola por la cintura.
—Es mala época para el amor —dijo ella—. Oh, no me refiero a esta noche, me refiero a los tiempos que vivimos. Cuando uno quiere a alguien, debería pensar en esa persona la mayor parte del día, ser primera en que pensase al despertar por la mañana y la última cosa antes de dormirse por la noche. Antes de £1 Dia así pensaba en ti ¿No lo sabías? Lo pri«mero en la mañana, lo último en la noche.
Randy lo sabía, sin que ella se lo tuviera que decir, que tenía que ser lo mismo para ella como le pa— saba a él. Al término del día un hombre estaba cansado... física, mental, emocionalmente. Cada sol era preludio de una nueva crisis cada noche se acostaba con viejos e inquietos temores. Se despertaba pensando en comida y se dejaba caer en su diván por U noche aún hambriento, su cabeza dándole vueltas a problemas no resueltos y a peligros no sobrepasados. Los alemanes, en sus años de locura metódica, habían descubierto en sus campos de concentración que cuando la dieta de un hombre caía por debajo de las mil quinientas calorías sus deseos y capacidad para emociones disminuían. Randy deducía que él lograba consumir casi mil quinientas calorías diarias en pescado y frutas, sólo. Su vigor se gastaba en la supervivencia, decidió. Eso, y la preocupación por las vidas que dependían de él. Incluso ahora, no podía apartar la inquietud por Dan Gunn de su mente.
La silueta achaparrada de la casa de los Henri asomó ante ellos en la oscuridad. Estaban a cincuenta metros del establo y Ben Franklin se hallaba en algún lugar de aquellas sombras, la escopeta sobre las rodillas, guardando silencio, alerta para disparar contra cualquier cosa que se moviese; y ellos se movían, silueteados contra el rio tachonado de estrellas. Se detuvo y sujetó de prisa a Lib.
—¡Ben! —llamó—. ¡Ben Franklin! No contestes. Soy Randy. Volvemos a casa. Siguieron caminando.
—Mira, hablabas como la radio en la frecuencia de la fuerza aérea —dijo Lib.
—¿Verdad que sí? —sonrió en la oscuridad, chasqueó los dedos y dijo—: Creo que ahora sé lo que pasaba. No era como pensó Sam, era precisamente a la inversa. Gran Peña, era el avión y Reina del Cielo, la base. Gran Peña estaba en algún lugar y volvía a casa y estaba diciendo a Reina del Cielo que no disparase, lo mismo que yo le dije a Ben Franklin.
—Quizás tengas razón.
—No es que nos importe ahora. Los he oído en las noches tranquilas, pero nunca lo bastante para que se les vea. El almirante les escucha hablar por la radio pero nunca nos dirigen una palabra. Quizás nos han olvidado. Quizás se han olvidado de todas las zonas contaminadas.Estamos sucios. Eso me hace sentir solitaria y, bueno, no deseada. ¿Verdad que es una tontería? ¿Sientes tú lo mismo?
—Volverán —contestó él—. Tienen que hacerlo. Seguimos formando parte de los Estados Unidos, ¿verdad?
Llegaron al camino que conducía a través del huerto desde la casa al muelle.
—Salgamos al muelle —dijo Lib—. Me gusta estar allí. No se oye ruido ni siquiera el de los grillos. Sólo el agua murmurando en torno a las pilastras.
—De acuerdo.
Volvieron hacia la izquierda en lugar de tomar por la derecha. Cuando sus pies tocaban las planchas, habló la campana del barco. Sonó tres veces rápidamente, luego dos veces más. Siguió sonando.
—¡Oh, maldito sea el infierno!
Randy la cogió por la mano y empezaron a correr hacia la casa, colina arriba, casi un kilómetro en la arena y en la oscuridad. Al cabo de cien metros, ella le soltó y se quedó atrás.
Para cuando llegó a los escalones posteriores, Randy apenas pudo subirlos. Jadeaba y se le doblaban las rodillas, pero antes de El Día no pudo haber corrido ni siquiera la mitad de la distancia Se detuvo, respirando fuerte y aguardó a Lib. El modelo A no estaba ni ante la puerta ni en el garage. Decidió que Dan no había regresado y que algo terrible había ocurrido a Helen, Peyton, o a Bill McGovern.
Se equivocaba. Le había pasado a Dan. Dan estaba en el comedor, un montón en ruinas de hombre so— bresaliendo del sillón del capitán, las manos colgáis do, las piernas extendidas, la camisa empapada de sangre, la barba con manchones sanginolentos, también. Donde debía haber estado su ojo derecho emergía una hinchazón azulada tan grande como media manzana. Su nariz estaba retorcida y alargada, su ojo izquierdo era sólo una rendija entre la hinchazón de carne descolorida. Se estrelló en el coche, pensó Randy. Salió despedido por el parabrisas y dio de narices contra el suelo.
Helen puso una toalla húmeda sobre los ojos de Dan. Peyton, el rostro pálido y alterado, estaba tras su madre con otra toalla. Goteaba. A excepción de la entrecortada respiración de Dan, el goteo era de momento el único sonido de la estancia.
Dan habló. Las palabras salieron lentas y espesas, cada una, un esfuerzo de voluntad.
—¿Eres tú, Randy quien entró?
—Soy yo, Dan. No hables todavía —«Shock», pensó Randy, y probablemente lesiones. Se volvió a Helen—. Le acostaremos. Tendremos que subirlo hasta el piso alto.
—No sé si podrá moverse —dijo Helen—. Apenas pudimos traerle hasta aquí —el vestido de Helen y los brazos de Bill McGovern estaban con manchas de sangre.
—Bill, con tu ayuda yo le subiré. —Así, descargando la mayor parte del peso sobré sus hombros llevaron a Dan al piso alto y lo extendieron en la cama turca.
—Me siento enfermo —dijo Bill.
Les dejó. Helen trajo nuevas toallas húmedas. El cuerpo de Dan se estremeció y tembló. Su piel se hizo más pálida. Estaba padeciendo de escalofríos. Randy le alzó la gruesa muñeca y al cabo de un momento localizó el pulso. Era débil, desigual y rápido. Esto era «Shock», sin duda, y peligroso.
—¡Whisky! —pidió Randy.
Helen contestó:
—Yo me encargaré de esto, Randy. Nada de whisky. Mantas.
Respetó el criterio de Helen. En un caso tal de urgencia como éste, Helen funcionaba. Para eso había nacido. Encontró más mantas en el armario. Ella tapó a Dan y desapareció. Regresó con un vaso de líquido, lo llevó a los labios de Dan y dijo:
—Bébete esto, bebe cuanto puedas.
—¿Qué le das? —preguntó Randy.
—Agua con sifón y sal. Para un «shock» es mejor que el whisky.
Dan bebió, tragó y bebió más.
—Sigue dándole —ordenó Helen—. Voy a ver lo que queda en el botiquín.
—Casi nada —contestó Randy—. ¿Dónde está su maletín? Todo estaba dentro.
—Se lo llevaron... con el coche.
—¿Quién se lo llevó?
—Los salteadores.
Debía imaginarme que no había sido un accidente. Dan era un conductor cuidadoso y raramente se veían [dos coches en la misma carretera. El tráfico ya no (constituía problema. En su interés por Dan, no pensó [inmediatamente eh lo que significaba esto para todos fellós.
Helen encontró peróxido y vendas. Esto, con aspiritnas, era casi lo que quedaba de su reserva de medicinas. Ella trabajó en el rostro de Dan rápida y eficientemente, como una enfermera profesional.
Randy sintió náuseas, no al ver las heridas de Dan, las había visto peores, sino por el disgusto ante bestias que en un arranque de perversa crueldad habían golpeado y destruido la dignidad humana en aquel hombre tan desinteresado. Sin embargo, no resultaba nada nuevo. Así fue en el mismo punto en cada civilización y en cada continente. Habían chacales humanos para cada desastre humano. Flexionó los dedos deseando tener entre ellos una garganta. Entró en otra sala.
Lib tenía la cabeza apoyada en los brazos y sobre el mostrador del bar. Estaba llorando. Cuando alzó la cara estaba extrañamente desencajada, como cuando^ la cara de una niña pierde su forma por el pánico o por un dolor inesperado. Dijo:
—¿Qué vas a hacer con respecto a eso, Randy?
La rabia de él era como una pelota dura y fría en su estómago, ahora. Cuando habló lo hizo con voz monótona, la voz de otra persona.
—Voy a ejecutarlos.
—Sigue adelante, hazlo.
—Sí. En cuanto descubra quién fue.
A las once Dan Gunn salió del «shock», se relaje y durmió durante unos cuantos minutos. Despertó diciendo que tenía hambre. No parecía mejor, estaba dolorido, aunque evidentemente se hallaba fuera de peligro.