En el periódico ponía que habían encontrado el cuerpo de Linn Bogren en el cenador del jardín botánico, en la Colina del Templo. Lo primero que hacía Harry por las mañanas era leer las noticias en internet y luego echaba un vistazo cada hora si había pasado algo nuevo. Claes había sido interrogado, y luego había abandonado la comisaría. La policía no había atrapado a ningún sospechoso. Era realmente aterrador. El asesino andaba todavía suelto y Harry, en cierta manera, lo había protegido a él, o a ellos, si es que eran varios, borrando todas las huellas de la casa de Linn. Por miedo. ¿Qué ocurriría si la policía pensaba que él era el culpable? ¿Cómo puede uno quedar limpio de tal ignominia? Se lo llevarían a la jefatura de policía, la gente lo vería y lo reconocería. Los periodistas estarían ahí y aunque se cubriera la cabeza con el abrigo conseguirían seguramente tomarle una foto que luego aparecería en las primeras páginas de los diarios de todo el país. Siempre habrá gente que recuerda un nombre y una cara, pero no está al tanto de los hechos. El daño sería prácticamente el mismo aunque lo declararan inocente. Por siempre jamás, su nombre y su imagen quedarían asociados a esos terribles acontecimientos. Linn estaba muerta y de nada le iba a servir que él hablara con la policía, o al menos eso se decía a sí mismo.
Los perros se apresuraron cuando llegó el momento de salir. No dejaban de tirar de sus correas como si la vida les fuera en ello. Después de bajar a la Torre de la Pólvora lo arrastraron prácticamente por la Puerta de los Pescadores. La luna se reflejaba en la oscuridad del agua mientras el viento arañaba y arrojaba cascadas de blanca agua espumante sobre las piedras, llegando hasta el borde de hormigón. El ruido de las olas ahogaba todos los demás. Los perros se pegaron entonces a él.
Gordon
gruñía desde lo más profundo de su garganta. Junto a la fortificación había una persona observándolo. La sombra se fundió con la de la muralla. Si no hubiera sido por la reacción de los perros habría pensado que su imaginación le había jugado una mala pasada. Y pese a no ver el rostro de ese hombre había algo familiar en su porte. Solo que no podía recordar dónde lo había visto. Es como ocurre a veces en los sueños, que lo familiar se mezcla con símbolos que uno no alcanza a comprender. Tal vez lo más terrorífico es cuando lo conocido se transfigura y deja de ser previsible. Harry sintió cómo un temor sordo se abría paso bajo su piel y cómo sus manos se agarrotaban alrededor de la correa de los perros. Si hubiera estado solo, habría dado media vuelta y salido corriendo a toda velocidad. No sabía por qué, pero había algo que le daba muy mala espina. Quizá por encontrarse cerca del lugar donde fue hallado el cuerpo de Linn.
En cualquier caso, en compañía de los perros se atrevió a subir por la cuesta que lleva a la muralla. La sombra se había evaporado. Harry echó un vistazo a su alrededor, se dio la vuelta y volvió a girarse en todas direcciones, pero no se veía un alma por el camino. Si no habían sido fantasías suyas y efectivamente había habido alguien en lo alto, junto a la muralla, observándolo, ese alguien se había esfumado en el jardín botánico, bajo la sombra del follaje y los troncos. Pero Harry no tenía la intención de ir hasta allí. Decidió volver a casa por Studentallén, por el interior de la muralla, y subir luego por Fiskargränd. Mientras tuviera a los perros cerca estaría tranquilo. Si alguien se le aparecía en la estrecha callejuela y se enfrentaba a él, los perros nunca traicionarían a su amo.
—Esa es la gran diferencia entre los perros y las personas —le dijo a
Gordon
—. Un perro nunca te falla; las mujeres sí.
Hacía tiempo que Harry había desechado la idea de vivir con alguien en quien no pudiera confiar. La mera esperanza resultaba humillante, para luego acabar decepcionado y siendo el hazmerreír de todo el mundo. Últimamente había caído de vez en cuando en la tentación de entrar en sitios de contactos en internet. Incluso había empezado a conversar con alguna que otra mujer, pero las de la web eran a todas luces tan falsas como las de la vida real. Justo en el momento en que uno pensaba que era «ella y él», que habían llegado a una especie de afinidad e intimidad que debía excluir a todos los demás, se deslizaba la duda de que escribiera lo mismo a todo el mundo. No va a dejar de contactar con otros, incluso puede ser que esté casada. ¿Fue por eso que habían asesinado a Linn? ¿Había conocido a alguien por internet? De hecho, había advertido por la noche la luz azul de su ordenador filtrándose a través de la persiana. Algo se traía entre manos. Naturalmente correspondía a la policía investigar este asunto, pero a él no le sorprendería nada. Alguien que había seducido, con el que había jugado y luego traicionado. Un pasatiempo mientras su marido recorría los mares; un juego del que pensaba que podría escaquearse. ¿Le había confesado su verdadero nombre o sugerido dónde vivía? ¿Se habrían visto en secreto?
Harry se detuvo ante la casa de Linn y se vio abrumado por una extraña sensación que devino en llanto. Era como si en su mente la castigara y al mismo tiempo hiciera suya la culpa de Linn. No quería que la dejaran en evidencia, que hurgaran en su vida privada y hallaran algo vergonzoso que exhibir en público. Tenía que evitarlo. Era una personita tan bondadosa, cariñosa y desprendida. Para ser sinceros, Harry había estado prendado de ella. Ese abundante y vivaracho pelo que danzaba con su caminar, esas formas generosas de las que no se avergonzaba, esos labios rojos y estilizados… Nunca le había escatimado su tiempo, como tantos otros hacen si no obtienen beneficio inmediato al conversar en la consecución de sus propios fines. Era siempre amable con todo el mundo y, aunque formara parte de su profesión, mantener esa capacidad tras el término de su jornada laboral constituía un logro.
Los perros se dejaron conducir al interior, aunque a regañadientes. Mientras les quitaba las correas cayó en la cuenta de que había olvidado recoger el correo, por no atreverse a salir en todo el día. Abrió la puerta de entrada y
Gordon
refunfuñó. Cogió al can de su collar y lo introdujo en el vestíbulo mientras él trataba de abrirse paso. El perro ladró y
Mirabell
aguzó las orejas y se unió al coro de ladridos. Harry se sentía cansado e irritado.
—¡Ya basta! ¡A callar he dicho! Quietos. Ahora obedecéis a vuestro amo. ¡Quietos!
Gordon
le lanzó una mirada airada. Sus ojos negros relucían en la oscuridad del vestíbulo. Harry cerró la puerta pero los perros siguieron ladrando, lo cual era realmente inusual. Probablemente se incitaban el uno al otro.
Fue cuando se paró junto al buzón para coger el correo con una mano, mientras sostenía la tapa con la otra, que Harry vio al hombre en el jardín. Bajo las nudosas ramas del peral había un sujeto ataviado con una vestidura talar rematada por un hábito. Resultaba tan absurdo y peculiar que Harry no se asustó en un primer momento. Simplemente se quedó pasmado. Vio cómo el hombre se le aproximaba poco a poco y esperó una explicación. Posiblemente estuviera borracho.
—Creo que se ha equivocado de camino —dijo Harry ante el silencio del extraño. Pensó que se podía tratar de alguien que se había adelantado a la mascarada de la Semana Medieval de Gocia—. Este es un jardín privado —añadió—. Soy yo quien vivo aquí.
El hombre seguía sin contestar. La amplia capucha del traje ocultaba su rostro. Solo sus ojos asomaban en medio de la oscuridad. De repente la situación se volvió amenazadora.
—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó Harry calibrando la distancia hasta la puerta de entrada. ¿Le daría tiempo a llegar hasta allí y dejar salir a los perros si el sujeto buscaba lío? Lo dudaba. De repente su cuerpo se tornó rígido e inerte. Seguramente el hombre había venido a resolver un asunto banal y, en ese caso, Harry haría el ridículo si salía disparado por la puerta exterior como una rata despavorida—. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Busca a alguien?
El otro le miró fijamente, inmóvil, y
Gordon
lanzó un nuevo ladrido desde el interior de la casa. Una hilera de blancos y relucientes dientes destellaron dentro de la oscuridad del hábito. Harry alcanzó a ver el reflejo de la luna en sus ojos oscuros. El extraño sujetaba en una mano un objeto contundente de gran tamaño, un garrote o acaso una barra de hierro. La sensación de pánico sacó a Harry de su parálisis. Volvió a medir la distancia hasta la puerta y se decidió finalmente por la calle. Su voz, apenas un graznido. Los perros aullaban y chillaban detrás de la puerta. Los adoquines de la calle se deslizaban a toda prisa bajo sus pies en su tambaleante carrera. Sintió una mano pesada sobre su hombro y luego unos fuertes dedos apretados en torno a su cuello. Luchó con todas sus fuerzas, tratando de revolverse y girarse hacia el hombre para poder golpearle con brazos y piernas, tal vez entrever su cara. Aire. Le dolía el cuello. Necesitaba aire. Harry arañó y tiró de las manos del otro, lanzando patadas que no acertaban en su objetivo. Acabó desplomándose de bruces sobre el duro adoquinado con un crujido, que no oyó porque el zumbido dentro de su cabeza ahogaba todo lo que fue y había sido, y nada más habría después excepto ese zumbido, y al apagarse todo estaría en silencio, y nunca más…
Había más gente de la habitual en el transbordador de la isla de Gocia. La aglomeración humana en las escaleras resultaba irritante. Arvidsson fue uno de los últimos en abandonar el barco con su coche tras una travesía bastante movida. Si no se hubiera equivocado de camino al regresar le habría dado tiempo a coger el barco anterior. Ahora ya eran más de las doce de la noche y el cuerpo le dolía de cansancio, lo cual nunca le había ocurrido antes. Hasta que ese agotamiento se instaló en su vida tras la herida de bala, podía permanecer despierto hasta altas horas de la madrugada sin tener que pasar el día siguiente en la cama. Ahora percibía claramente dónde estaba su límite, viéndose obligado, con demasiada frecuencia y en contra de su voluntad, a economizar esfuerzos. Ya podía imaginárselo: al día siguiente era poco probable que pudiera levantarse antes de la hora del almuerzo, por muy necesario que fuera. Detestaba no ser dueño de su propio cuerpo, no tener ya control sobre él. No quedaba otra que conformarse y sacar lo mejor de la situación.
Rebecka le había vuelto a llamar cuando estaba en la cola del transbordador. Había tratado de dar con él toda la noche, pero había tenido el teléfono apagado. Estaba realmente desolada y él puso todo de su parte por consolarla, aunque sus lamentos hicieran que se le estremeciera el cuerpo. Trató de calmarla y poner fin a la conversación, pero no había forma de detenerla.
—¿No puedes acercarte mañana tras el trabajo y cenar con los niños y conmigo? —le había preguntado con un tono tan lastimero que él acabó cediendo, aun sin saber si tendría fuerzas para ello. Su voz era dulce y cautivadora—. Me encantaría que vinieras. No tienes que hacer nada más que estar con ellos. Te echan mucho de menos.
Y él se lo había prometido. Más tarde, en la soledad de la cola, le invadieron los recuerdos. De cuando conoció a Rebecka en la estación de tren de Örebro. Parecía que hubiera pasado toda una vida. Una aparición tan bella como la muchacha de los paquetes de uvas pasas, con su largo y ondulado pelo moreno y sus grandes ojos azul oscuro. Quedó totalmente obsesionado por ella, pero el secretismo que en un principio le pareció tan atractivo ocultaba un abismo que nunca hubiera podido sospechar. Ella estaba casada, vivía bajo una identidad protegida y escapando de un hombre que quería hacerle daño. Antes de entender la magnitud del problema, acogió bajo su amoroso manto a los hijos de aquel hombre. Desde ese momento quedaron unidos para siempre. A tus hijos nunca puedes renunciar. Tuvieron otro más y, justo entonces, cuando parecía que podrían llevar una vida de familia normal, se reencontró con Maria Wern. Esa Maria, que tan desesperadamente había amado desde el momento en que, como agente en prácticas, plena de energía y ganas de trabajar, se convirtió en su compañera de oficio. Ella estaba casada y se negaba a renunciar a su matrimonio disfuncional. Decía que por el bien de sus hijos, lo cual él comprendía. Cuando coincidieron de nuevo aquel verano en Gocia, ella acababa de separarse de su esposo, pese a todos los intentos de recomponer su relación. Fue un reencuentro vertiginoso. Se sentían atraídos mutuamente con una fuerza que era imposible de resistir. Tantos años de añoranza… Él se había debatido entre su amor por Maria y sus remordimientos de conciencia, pero estaba dispuesto a romper para poder vivir con Maria. Cuando se lo contó a Rebecka, resultó que ella también había estado en secreto con otro, en una relación que se había desarrollado medio año a sus espaldas. Así de mal estaban las cosas. Habían hablado mucho sobre el tema. Rebecka afirmaba no atreverse a apostar todo a una carta; que nunca lo había hecho. No podía amar a un solo hombre. Necesitaba diversificar los riesgos para no quedar hecha pedazos si la cosa terminaba. Así se lo había explicado, y él no pudo por menos que compadecerse de ella. Ahora, su nuevo hombre se había largado y pensó que esa Rebecka orgullosa y segura de sí misma había pasado a ser como un niño abandonado, una jovencita mocosa que él deseaba apartar de su existencia. Lo único que le pedía a la vida era poder llegar a casa y dormir. Los ojos le escocían de cansancio y le lagrimeaban tanto que tuvo que frotarse la cara para poder ver la carretera. Pasó cerca de la feria de muestras y aparcó el coche junto a la Torre de la Pólvora. Las olas golpeaban con vigor contra el muro de hormigón. Durante un breve instante le pareció oír en mitad del estruendo un chillido de mujer. Se acercó al borde y examinó la negrura de las aguas. Era tan fácil imaginarse cosas. La leyenda de la esposa del mar, sedienta de venganza contra su amado, está firmemente arraigada en la conciencia colectiva y es, en muchos aspectos, verdadera. Son innumerables las personas que han sido arrastradas por las corrientes submarinas, pereciendo asfixiadas. La tormenta hace resonar sus voces y la ira de las olas les permite protestar contra una vida tan injustamente breve.
Per se quedó un rato observando el agua que se disgregaba sin cesar en nuevos espejos donde reflejar a la luna. Era un espectáculo hermoso, dramático y, al mismo tiempo, tan desolado… No quería regresar a la soledad de su hogar. Añoraba en ese preciso momento unos brazos cálidos y sin exigencias. Sentía como si se hubiera enfrentado cara a cara con la muerte y esta le hubiera preguntado si había algún elemento luminoso en su vida. «El tiempo se te escapa de las manos y tú vas por la vida dando tumbos, indeciso, sin amar, sin sentir otra cosa que autocompasión. Tal vez debiera sustituirte por alguno de esos infelices a los que se les ha arrebatado la vida cuando tenían la voluntad de ama r». J usto en el momento en que Per logró desembarazarse de esos incómodos pensamientos volvió a llamar Rebecka.